“¡Vivían como reyes!”, me dice el taxista mientras me conduce hacia Los Pinos, que hace una semana dejó de ser la residencia oficial “para convertirse en un espacio dedicado a la recreación, el arte y la cultura del pueblo”, como anunció López Obrador. Este sábado decembrino, muchas personas han acudido a conocer el espacio que hasta hace poco solo podían atisbar entre rejas. Bajo el sol invernal, la fila se extiende a lo largo de la calzada de acceso, flanqueada por estatuas de los expresidentes. Detrás mío, una pareja de Cancún ventila sus temores.
–Es que así fue en Cuba: empezaron repartiendo todo y acabaron como esclavos –dice ella.
–Sí, pero ¿sabes qué? Eso no lo vas a ver tú, eso va a tomar cien, ciento veinte años –le responde él, seguro de su estimación.
Al redactar este texto, no se ha explicado con claridad en qué consistirá la transformación cultural de Los Pinos. Lo que hay al momento es una visita relámpago por las casas que conforman el complejo: la Miguel Alemán, que es la más grande, la Lázaro Cárdenas, la más antigua, el salón Venustiano Carranza y la casa Miguel de la Madrid, que tienen despachos y mesas muy largas. El de Cancún empieza a grabar video apenas cruzamos la puerta de la primera.
–¡Mira nada más qué lujos! –exclama al ver el candelabro del vestíbulo. El recorrido comienza por la biblioteca, sigue por la oficina que usaron Fox, Calderón y Peña Nieto, luego por la discreta sala de la ayudantía. Hay banderas, escudos y sillas forradas de piel. Subimos por la escalera. El piso de arriba es una sucesión de recámaras vacías que solo podemos ver desde la puerta. El asombro se va perdiendo, ya no hay expresiones de indignación ni sorpresa. La fastuosa residencia presidencial se muestra como un bien raíz.
Hay muchos voluntarios de camiseta verde y cadetes de la policía militar que procuran que nadie se salga del recorrido marcado y que la fila avance, pero hay pocas explicaciones. Algunas tarjetas indican que esta es la oficina presidencial, aquella la recámara presidencial, y otra la sala de cine. Más adelante, en el sótano de la casa Miguel Alemán, un voluntario nos explicará que en esa área hay una lavandería y un salón de juegos (que no podremos ver) y, metros después, otra nos dirá, a la entrada del llamado búnker, que aquello no es en realidad tal cosa, aunque así lo haya bautizado Calderón, sino una sala de juntas “donde se tomaban las decisiones más importantes del Estado”. Esas dos intervenciones parecen más destinadas a ralentizar el avance para evitar aglomeraciones que a aportar información relevante.
La casa Lázaro Cárdenas es más pródiga en datos. En el salón de protocolos, la ficha dice que ahí “se recibieron numerosos visitantes extranjeros, jefes de Estado, mandatarios y personajes destacados de todo el mundo”; en la oficina principal la ficha explica que ahí Cárdenas “concibió y redactó los principales decretos de su gobierno, entre los que destacan aquellos con los que se entregó (sic) 22 millones de hectáreas a los trabajadores del campo. Asimismo, el que restituyó a la nación su riqueza petrolera el 18 de marzo de 1938”.
Pero recorro numerosas salas, salones y despachos de los que no se dice una palabra. Es patente, por un lado, una memoria selectiva –Cárdenas, se sabe, es el único presidente de la era posrevolucionaria al que López Obrador aprecia– y, por el otro, un deseo de marcar contrastes –los presidentes de antaño se encerraban en sótanos insonorizados, lejos de la gente; López Obrador abrió las puertas. Lo cierto es que, despojadas de mobiliario las áreas privadas, limpias las oficinas de computadoras, clips y hojas de papel, la residencia es un espacio impersonal que requiere explicaciones.
En sus actos de campaña el hoy presidente repetía que Los Pinos “están embrujados, ni con muchas limpias salen las malas vibras”. Esa hipotética maldición, entiendo, no puede ser sino el producto de sus 84 años de historia. En sus estancias, catorce presidentes se reunieron con sus gabinetes; en el comedor agasajaron a sátrapas y a líderes democráticamente electos por igual; en los jardines caminaron atribulados, meditando decisiones unas veces erradas, otras atinadas.
Aquel sábado, la urgencia por constatar el fasto de la residencia oficial se convertía pronto en desilusión. Lo sintetizó bien la pregunta de un visitante, recogida en una nota periodística: “¿Por qué no podemos ver cómo en realidad vivieron por tantos años?” (“Bajan los visitantes en Los Pinos”, El Universal, 9 de diciembre de 2018).
Podemos suponer que la limpia a la que tantas veces aludió el presidente podría consistir en transformar el despacho presidencial en, digamos, un salón de clases de dibujo. Pero si Los Pinos fue un símbolo del aislamiento del presidente frente al pueblo, una manera simbólica de tirar sus muros sería contar lo que ahí pasó. No solo mostrar cómo vivían los presidentes, sino cómo ejercían la labor cotidiana de gobernar: con quién se reunían, a quién oían, cómo estudiaban sus decisiones. Además del costoso mobiliario, el nuevo gobierno también se hará cargo de esa historia y, a juzgar por la fila en la calzada de los presidentes, mucha gente quiere conocerla. ~
es editor digital de Letras Libres.