En marzo de 2006, el torneo de Miami, patrocinado entonces por Nasdaq-100, decidió implementar por primera vez el llamado “ojo de halcón” para corregir los posibles errores de los jueces de línea. Aquello fue una revolución necesaria. Si alguien podía impedir que el John McEnroe o la Serena Williams de turno se desgañitaran en pista ante supuestas injusticias, ¿por qué no probarlo? Como es habitual, la tecnología fue acogida con recelo: numerosos tenistas afirmaron no confiar en la herramienta y señalaron que no era del todo precisa. El propio Roger Federer, gran dominador del circuito, lo dejó claro desde el principio: “Es una medida que nunca me parecerá bien” y, de hecho, la relación entre el suizo y el “ojo de halcón” sigue sin ser fácil trece años más tarde.
En la guerra contra el mejor jugador del mundo, la tecnología ha ganado en sets corridos: prácticamente nadie se atreve ya a cuestionar una decisión revisada y nadie se escandaliza porque el ganador de un partido tenga que esperar quince o veinte segundos a que un ordenador le confirme que efectivamente la última bola de su rival se ha ido fuera. Por supuesto, antes del tenis ya el fútbol americano había decidido implantar una revisión televisada que ayudara a los árbitros, pero el éxito del “ojo de halcón” en el circuito europeo y latinoamericano provocó una inevitable pregunta: ¿por qué no se utiliza algo parecido en el fútbol y así nos ahorramos páginas y páginas de polémicas?
Si la tecnología fue recibida con recelo por parte del mundo del tenis, toda la familia del fútbol –jugadores, entrenadores, presidentes de organismos oficiales…- reaccionaron directamente con hostilidad. “Estropea la esencia del juego”, repetía Michel Platini antes de que tuviera que dimitir por sus tejemanejes al frente de la UEFA, mientras Joseph Blatter, presidente de la FIFA, también cerraba las puertas a cualquier innovación de este tipo. Los únicos que contemplaron la posibilidad de mejorar el deporte, o al menos su limpieza, a través de medios no humanos, fueron los ingleses. A principios de la temporada 2013-14, los mismos creadores del “ojo de halcón” pusieron sus medios al servicio del fútbol británico para detectar si un balón había pasado completamente la línea de gol o no.
No hubo quejas entonces, y eso que hablamos de un país cuyo único triunfo en un Mundial fue producto de un error arbitral de ese tipo, al dar por bueno un tiro que no llegó a entrar en su totalidad en la portería alemana. Sin embargo, la UEFA y la FIFA siguieron impermeables a cualquier cambio. Ya el Mundial de 2010 había dejado varios escándalos por el camino, como el gol de Lampard a Alemania en octavos –justicia poética- que asombrosamente no fue concedido. Aficionados y periodistas exigían una solución pero los dirigentes solo decidieron satisfacerles cuando sus propios escándalos económicos y de tráficos de influencias exigieron algún tipo de distracción e imagen de modernidad.
Así, en Brasil 2014, tuvimos sistema de detección de goles gracias al llamado “balón inteligente” y se anunció la entrada en vigor del videoarbitraje, al menos en pruebas. La MLS estadounidense y la Premier League británica fueron de las primeras ligas en acoger la medida con los brazos abiertos. La FIFA dejó claro un protocolo común de actuación que básicamente se puede resumir en lo siguiente: el VAR solo puede actuar si se aprecia un error grave que ha pasado desapercibido al árbitro de campo. Esto incluye fueras de juego –y ahí la tecnología es inapelable porque mide al milímetro lo que el juez de línea tiene que intuir con el rabillo del ojo-, agresiones a lo Zidane con Materazzi que suceden fuera de la visión del árbitro, goles que deben de ser anulados por algún tipo de infracción previa y penaltis que el colegiado ha pasado por alto y que no dependen de su interpretación.
Ahora bien, el proceso es unívoco y tremendamente humano. Cuando pensamos en el VAR pensamos en una máquina perfecta, precisamente como sucede en el tenis. Esto no es así. Si nuestras expectativas son eliminar por completo el error humano, es hora de decir que eso no será nunca posible. Para empezar, el VAR no es solo una tecnología, sino un equipo de expertos regulando esa tecnología. Si el árbitro encargado del VAR no ve nada extraño en una jugada o la interpreta de igual manera que el árbitro de campo, nunca le va a pedir que la revise. Si le avisa de una posible infracción pero el árbitro considera que ya ha visto suficientemente bien la jugada y que no necesita revisión alguna pues las imágenes de televisión pueden desvirtuar lo que él ha percibido en el campo, tampoco se podrá interrumpir el juego.
Seguimos en el terreno de la interpretación pero esto, en el fútbol, es inevitable. La interpretación de dos árbitros en vez de uno, pero interpretación al fin y al cabo. ¿Cuándo un empujón es penalti? ¿Cuándo una disputa por el balón con el brazo en alto puede ser motivo de expulsión? Ninguna máquina decide eso. Pese a todo, el experimento funcionó y funcionó muy bien. A Inglaterra y Estados Unidos le siguieron Francia, Italia, Holanda y otras grandes ligas… por ejemplo en Italia, país caliente donde los haya y con tradición de corrupción arbitral, el VAR se implantó la temporada pasada y, según un estudio de La Gazzetta dello Sport, se utilizó para revisar en el campo 1736 jugadas que se atenían al protocolo en 346 partidos. De esas 1736 jugadas, se modificaron 105 decisiones del árbitro principal y el estudio considera –interpretación subjetiva, de nuevo- que solo diecisiete de estas rectificaciones fueron erróneas.
A nivel mundial, los datos de las empresas IFAB y KU Leuven indican que, desde los primerísimo usos esporádicos en las vísperas del Mundial de Brasil hasta finales de la temporada 2017/18, el VAR solo detuvo el juego en el 30,9% de los encuentros, es decir, en menos de uno de cada tres, lo que invalida también la crítica de que el VAR interrumpe demasiado el ritmo del encuentro y enfría a espectadores y jugadores. De hecho, el tiempo medio que se perdió en esos partidos consultando el VAR fue de 55 segundos. Solo en saques de banda se perdieron más de siete minutos de promedio.
Entonces, si los errores son casi testimoniales -en cualquier caso mucho menores que los que cometería el árbitro principal de actuar solo- y el ritmo de juego apenas sufre modificación, ¿por qué vemos críticas al VAR? De entrada, hay una cuestión psicológica, casi paranoica, que acompaña a determinado aficionado y a determinada prensa demasiado afín a un equipo: la idea de que todo está programado para perjudicarles. Si es un árbitro, dos árbitros o cuatro, siempre dará igual: pensarán que hay un sistema de intereses detrás que solo conspiran para que su equipo pierda o empate.
Aparte, hay un desconocimiento evidente del protocolo, que asusta cuando se pone en evidencia en jugadores y entrenadores, que deberían conocerlo al dedillo y piden a gritos que el árbitro “consulte” al VAR cuando eso es imposible. Probablemente, todo sea cuestión de tiempo. La tecnología alcanzó el éxito global en el pasado Mundial de Rusia, demostrando su eficacia y solucionando varios enredos; sin embargo, hasta este mismo año no se ha puesto en marcha en España.
Según los datos de Onda Deportiva Valencia –no hay aún una estadística oficial al respecto- en lo que llevamos de temporada en la liga española ha habido 397 jugadas en las áreas en las que el VAR podría haber intervenido. De ellas, solo 26 merecieron la atención del árbitro principal tras ser avisado por el equipo sito en la sede de la Federación. Diecinueve se modificaron y siete no, aunque según la interpretación bien podrían haberse modificado también como sucedió en la famosa jugada entre Rulli, el portero de la Real Sociedad, y Vinicius Jr., delantero del Real Madrid, en un partido reciente de liga. Incidente que ha enardecido al club blanco y, por contagio, a buena parte de la prensa.
Sin embargo, siete errores no parecen suficientes para decir que “el VAR no sirve de nada”. El árbitro no pitó penalti en primera instancia así que en realidad cualquier otro año la cosa habría quedado así y punto. En los casos en los que no beneficia a la justicia en el juego, digamos que el VAR al menos no la perjudica. Si a los diecinueve aciertos en jugadas de área sumamos los aciertos en fueras de juego –todos- cuesta que alguien piense que estamos ante una tecnología prescindible salvo que únicamente le estemos pidiendo que sirva para aopyar a nuestro equipo y darnos la razón en nuestras charlas de barra de bar. En ese caso, es absurdo culpar a nadie de la decepción. Todo el mal está en nuestra cabeza.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.