Ilustración: Éramos Tantos

Alemania 2006: La camiseta de Pippo

La temporada mundialista es una de nostalgia, de episodios memorables, de escenas, objetos que condensan años. Esta serie repasa los mundiales más recientes y los sucesos cautivadores de cada uno.
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2007. Itaewon, el barrio de extranjeros de Seúl. Había ido ahí citado por una cantante de covers, que había conocido en el hotel Grand Hyatt, unos metros más arriba. No era muy guapa pero tenía la atractiva personalidad que sólo poseen quienes pasan la mayor parte de su vida en un escenario. Habíamos coqueteado varias veces entre canciones y me dijo que la alcanzara más tarde en un pub en la zona turística.

Cuando llegué, ella no estaba. Era un lugar oscuro, opresivo, incómodo, al punto que a cada paso sentía como atravesara una bruma casi impenetrable. Había un grupo de coreanos gordos, con pinta sospechosa, y en el centro un francés, bajo, delgado, que no dejaba de moverse y en una mezcla de inglés chapurreado con algunas palabras de coreano intentaba hacerse entender. Como dos de las cosas que más me gustan es hablar con la gente y meterme en problemas, me acerqué.

Esperaba que la conversación girara en torno a drogas o armas. Sobre todo cuando, mientras me acercaba, alcancé a escuchar las palabras “shot”, “attack”, “force”. Me sorprendí entonces cuando estuve lo suficientemente cerca y descubrí que simplemente se trataba de una plática sobre futbol pero, por la manera en que el francés decía lo que decía, parecía hablar de un asunto de vida o muerte.

“Yo lo sé todo”, decía el francés, con ese tono de importancia desmedida de quien disfruta siendo el centro de atención, ya sea porque realmente lo sabe todo o porque está acostumbrado a bluffear. Era evidente que el tipo llevaba más de un par de rones. Pero no era un pesado. La manera en que se movía, el tono de sus palabras e incluso su exagerado acento francés lo hacían tan divertido que era hasta entrañable. Y fue por eso –y un poco porque me gusta jugar al abogado del diablo- que decidí interrumpir su monólogo para descubrir si realmente sabía lo que decía saber.

Apenas le dije que me dedico al periodismo deportivo, el tipo se olvidó por completo de los coreanos y se giró por completo hacia mí. “Yo lo sé todo”, me dijo, “lo sé todo”. El tono y la impostada seriedad de sus palabras, más que el contenido de las mismas, me hizo contener una risa, que él se tomó como de incredulidad, y eso lo entusiasmó aún más.

“Crees que estoy mintiendo, ¿verdad?” “Crees que YO… ESTOY… MINTIENDO”, me decía mientras me agarraba el brazo. Sin poder parar de reír le pregunté exactamente qué sabía. Y entonces, casi sin parar a respirar, me contó una retahíla de teorías de la conspiración sobre venta de partidos, tráfico de influencias, jugadores dopados y campeonatos arreglados. Estaba claro que alguna fuente debía tener, pero también que su imaginación había aderezado de detalles muchas de sus anécdotas.

Mi paciencia duró unos quince minutos. Cuando los argumentos fantásticos, el aliento alcohólico y el punk de los setenta que retumbaba en el pub se volvieron una mezcla demasiado tóxica, comencé a moverme hacia la puerta y a inventar alguna excusa. El francés se dio cuenta y me puso una mano en el pecho. “Espera”, me dijo en un tono mucho más bajo, conspiratorio. “Sé una cosa más que quizá te pueda interesar. Conozco la verdadera historia de por qué Zidane le dio el cabezazo a Materazzi”.

Ya no hablaba como borracho, incluso su acento francés se había vuelto, de pronto, mucho más ligero. Parecía como si, por primera vez desde que nos conocimos, tuviera realmente algo completamente auténtico que revelarme.

Mis pies se detuvieron al instante. De pronto, aquel francés tenía toda mi atención.

Ha pasado ya mucho tiempo y la famosa postal de Zinedine Zidane golpeando al recio defensa italiano se ha vuelto parte de la gran historia universal de la infamia de los Mundiales. Es hoy una de esas anécdotas que quedó grabada en el tiempo, como la patada de Schumacher a Battiston, la “Mano de Dios” de Maradona o la mano, algo más terrenal, de Luis Suárez contra Ghana.

En aquel entonces, sin embargo, nadie hablaba de otra cosa. No había pasado un año del incidente. Final de la Copa del Mundo Alemania 2006. Francia, de la mano de Zizou, empataba con Italia 1-1 en el segundo tiempo extra. Los galos presionaban con todo en busca del tanto de la victoria. Su 10, que a los treinta y seis años era, sin duda, el mejor jugador del torneo, había marcado el gol de su equipo con un desquiciado Panenka y se había quedado a centímetros del segundo en un poderoso cabezazo, desviado con una aún más sublime atajada del incomparable Buffon.

Yo estaba en la tribuna del Estadio Olímpico de Berlín y puedo jurar que se sentía que algo histórico pasaría. Se respiraba en el ambiente. Nadie imaginaba, sin embargo, hasta qué punto lo sería. De pronto, con diez minutos del alargue por jugarse, el árbitro Horacio Elizondo detuvo las acciones cuando la pelota estaba en el campo francés. Del otro lado, un jugador italiano estaba tirado en el suelo, con Zidane parado a su lado y Buffon observando la escena con gesto de incredulidad.

Confusión total en el estadio. Más aún cuando el réferi argentino le sacó una tarjeta roja al astro francés. ¡Cómo se atrevía! El partido siguió sin él. Los italianos ganaron en penales pero las imágenes que más se repitieron en la televisión fueron las del “divino calvo” poseído por un ataque de rabia, golpeando con la cabeza el pecho del tatuado defensor italiano. Y a partir de entonces la pregunta fue ¿por qué?

Durante los siguientes meses, la especulación no cesó. Muchos aseguraban conocer la verdad pero nadie lo afirmaba con certeza. Algunos decían que lo había llamado terrorista, unos más que había insultado a su madre o a su hermana. Ninguna de las opciones parecía satisfactoria. Cosas mucho peores se dicen en un campo de fútbol, y nadie reacciona como el genio francés. Tenía que haber algo más pero, ¿qué podría ser?

Y ahí estaba la respuesta, frente a mí, medio tambaleándose pero con una chispa en los ojos inédita hasta ese momento. “Yo sé lo que realmente pasó”, me dijo el francés. “Me lo dijo una noche uno de los masajistas de la selección francesa. El que cuidaba a Zidane, el que es casi como su padre. Nos emborrachamos y me lo dijo. Cuando lo escuché supe que era cierto y he guardado el secreto hasta ahora. Tanto, que ahora me arrepiento de haberte dicho que lo sé, porque, por tu cara, no me vas a dejar tranquilo hasta saberlo”.

Ya no tenía prácticamente acento y ya no parecía estar borracho. Se había convertido en una especie de maestro zen, listo para impartir conocimiento. Sobre todo porque tenía razón, una vez visto el fruto prohibido no iba a cejar hasta probarlo. Eso no quería decir, sin embargo, que me lo iba a poner fácil. En su nueva faceta de sabio milenario, aquel francés borracho exprimiría hasta mi última gota de paciencia.

“La clave está en la camiseta de Pippo”, me dijo, con absoluta seriedad. “Resuelve el enigma de la camiseta de Pippo”. Intenté que profundizara y respondió con otra frase misteriosa. “La respuesta está en la mujer de Zidane. Descubre sus problemas y encontrarás lo que buscas”. Y, como si fuera la escena de una obra de teatro, al terminar la última sílaba comenzó a encaminarse hacia la puerta.

Lo alcancé, lo tomé del hombro, pidiéndole que hablara.

“Te voy a contar la historia, una historia tan inverosímil que aun si no fuera cierta hubiera merecido serlo”, me dijo, “una historia de romance, de pasión y de traiciones, con amigos que luego fueron enemigos y con amantes que enloquecieron de celos. Una historia que, increíblemente, tuvo su trágico desenlace en el Estadio Olímpico de Berlín, en la final de una Copa Mundial de la FIFA”.

“Pero antes, tienes que prometerme que, si cuentas cómo sucedió nuestro encuentro y repites la historia, deberás hacerlo diciendo tres mentiras. Así me protegerás a mí y te protegerás a ti. Una indiscreción deja de serla cuando hay suficiente fantasía en ella”.

Y entonces me lo dijo todo. Y sí, la clave estaba en la camiseta de Pippo… y la respuesta estaba en la mujer de Zidane.

Cuando Zizou jugaba en la Juventus, corrió el rumor de que tenía un romance con la cantante argelina Nadiya. El rumor resultó ser cierto, y llegó a oídos de su mujer. Por supuesto, eso causó una crisis en el matrimonio, que estuvo a punto de terminar. Más aún porque su esposa, herida, decidió tener también un affaire, y el elegido fue nada menos que Filippo Inzaghi, el compañero de equipo del 10.

A final de cuentas, tras mucha terapia, la crisis se resolvió, y la estabilidad volvió al matrimonio Zidane. Pero ese episodio marcó las vidas de sus protagonistas, al punto de definirlas aquél día de 2006.

En el minuto 110 de aquella final contra Italia, mientras la pelota estaba del lado francés, el defensor azzurro, Marco Materazzi, famoso por su capacidad de desestabilizar a cualquiera, comenzó a jalar la camiseta del genio galo. Desesperado, Zidane le dijo, ‘si tanto te gusta mi camiseta, te la regalo al final del partido’, a lo que el recio zaguero respondió, ‘muy bien, así se la doy a Pippo… no sería la primera cosa tuya que tenga’.

Agotado por el esfuerzo del partido, desestabilizado por el remate que le sacó Buffon y herido en el orgullo por las palabras de su rival, Zizou reaccionó de la manera que todos conocemos. “Ellos podrán decir que lo acusó de terrorista, o que se metió con su familia”, me dijo el francés. “Pero lo harán para desviar la atención. La realidad es tal y como te la estoy diciendo, y ahora tú tienes que decidir qué hacer con ella”.

Cuando terminó el relato, no supe cómo reaccionar. Me quedé inmóvil. Era todo tan descabellado, tan loco, y al mismo tiempo tan pasional y humano, que lo que aquel francés me contó perfectamente podía ser cierto. O, si no lo era, como él mismo me lo dijo, hubiera merecido serlo.

El sonido de mi teléfono me regresó a mis sentidos. Estaba parado a la mitad de la calle. No había francés, ni coreanos gordos. La cantante llamaba para preguntar dónde estaba. No respondí y volví a mi hotel.

No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta que no podía realmente gritar esa historia a los cuatro vientos. ¿Cómo repetir una anécdota de ese tamaño, que nadie estaba siquiera cerca de sospechar, y citar como mi fuente a un francés borracho en Seúl? Y, al mismo tiempo, era la respuesta a uno de los misterios futbolísticos más grandes. ¿Qué hacer?

Al final me decanté por la vía más cobarde. La di a conocer en una columna en el medio que trabajaba, pero escondida entre miles de palabras y sin contarla entera. Después, sólo la conté a algunos amigos, cuando estaba tan borracho como quien me la contó a mí.

Por muchos años no volví a platicarla hasta que ahora, que ya ha pasado tanto tiempo y que el mundo no se debate alrededor de ella, la escribo con la macabra esperanza de que quede en el recuerdo de  alguno de quienes la están leyendo tal como me sucedió a mí en 2007, en aquel pub de mala muerte en Itaewon.

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