Florecen las opiniones, las creencias y los valores plurales. Pero es difícil debatir de forma constructiva. El filósofo francés Bernard Manin, especialista en pensamiento político y director de estudios en la EHESS, analiza las razones.
¿Todavía sabemos debatir en Francia?
Bernard Manin: Temo una erosión de la cultura del debate que se traduce en la coexistencia de opiniones que no dialogan entre sí. En la segunda mitad del siglo XX, había razones para inquietarse por el pluralismo y defenderlo. El comunismo no lo admitía. Por otro lado, las evoluciones sociales parecían favorecer un consenso medio, marginando las opiniones conflictivas. Hoy, al contrario, las opiniones en conflicto, a veces virulento, se multiplican, sobre la inmigración por ejemplo, sobre la globalización o las cuestiones sociales. El pluralismo ha ganado, manifiestamente. Pero las opiniones opuestas dialogan pocas veces entre ellos. Hemos entrado en la era del pluralismo sin debate. El fenómeno no está tan marcado en Francia como en otras democracias, pero las experiencias extranjeras muestran que el peligro no es imaginario. El valor del debate debe reafirmarse y defenderse porque la adhesión al diálogo corre el peligro de erosionarse.
¿Cómo explica esta erosión?
B:M.: Hay de entrada razones internas, de orden psicológico. El debate no es una cosa natural. No nos gusta enfrentarnos a opiniones diferentes de las nuestras. Los psicólogos han mostrado que sentimos una inclinación espontánea a buscar amigos y a establecer relaciones con personas que tienen opiniones próximas a las nuestras y a evitar el contacto con las opiniones opuestas. Por ejemplo, me asombra ver lo que ocurre ahora en Estados Unidos, donde doy clase. Vemos incluso desarrollarse, en las encuestas, una oposición creciente a los “matrimonios mixtos”. No se trata de matrimonios interraciales, sino de opiniones políticas. Una familia republicana no acepta de buen grado una alianza con una familia de tradición demócrata, y viceversa. Estados Unidos es actualmente el escenario de una polarización de las opiniones que carece de precedentes. Los centristas y los moderados desaparecen en beneficio de dos grupos, situados en los extremos, cuyos desacuerdos no dejan de hacerse más profundos. Otra razón: nuestra mente… que selecciona y solo retiene las informaciones que son cómodas para nuestra opinión, y que evita u omite aquellas que no van en el mismo sentido. Es lo que se denomina “sesgo de confirmación”.
Hay también razones contextuales. El debate se enrarece porque los lugares de encuentros físicos e intercambios, de fricciones, tienden a desaparecer. La “segregación residencial” es un fenómeno conocido. Los individuos tienden a reagruparse en un territorio dado (un barrio, una ciudad, una comuna, etc.) en función de su categoría social, cultural y religiosa. En un barrio, nos cruzamos cada vez menos en el café, la panadería o el mercado con gente que tenga una cultura, creencias o costumbres diferentes a las nuestras. Todos estos factores conjugados abocan a una especie de ignorancia pluralista: una yuxtaposición de creencias, de valores, de opiniones que no se encuentran entre sí. O que, cuando es el caso, que se aferran a sus posiciones y miran al otro con indiferencia u hostilidad.
En las redes sociales, ¿no estamos demasiado con gente similar a nosotros?
B.M.: Las redes sociales funcionan efectivamente según el principio del reagrupamiento por afinidades, porque nos exponen contenidos aleatorios, no solicitados, escogidos por el algoritmo. El efecto de las redes sociales es objeto de controversia entre especialistas. Además, no hay que sobrevalorar su importancia. Las razones psicológicas y geográficas que acabo de evocar son más determinantes. También oigo críticas contra los medios, que serían demasiado uniformes. No comparto este punto de vista. Desempeñan su papel ofreciendo al público debates contradictorios sobre cuestiones de sociedad. Pero cada uno se queda con lo que se quiere quedar.
¿Qué debate social ha estado a la altura en Francia?
B.M.: La ley sobre los símbolos religiosos en la escuela pública, preparada por el informe de la “comisión Stasi”, constituye sin duda un modelo de debate público entre posiciones a priori divergentes. Hay debate cuando cada uno de los protagonistas toma en consideración la sustancia de lo que dice el oponente y se esfuerza en mostrar en qué es su posición insuficiente o defectuosa.
¿Y el contraejemplo?
B.M.: El “debate” sobre el matrimonio para todos: rechazo a escuchar al otro, caricatura de las posiciones opuestas, invectivas por parte del gobierno y de la oposición.
Cuando tratamos la cuestión de la reproducción asistida, de la eutanasia, de la inmigración, los que debaten desgranan a menudo el argumento de lo políticamente correcto para atacar a sus adversarios y acusarlos de querer esterilizar el debate. ¿Cómo analiza usted eso?
B. M.: La idea de lo políticamente correcto impide el debate. No es más que un instrumento retórico, en el mal sentido de la palabra, que sirve para descalificar a priori una opinión diferente de la tuya. No creo que la pluralidad de opiniones, creencias y valores esté amenazada en Francia por un supuesto fenómeno de homogeneización. Lo que es cierto es que la cultura política francesa es parcialmente ambivalente con respecto al valor del debate. Una parte de la tradición francesa valora la discusión y el intercambio de argumentos. Pero otra pone por encima de todo la unidad, la homogeneidad y la capacidad de partir. Es otra razón por la cual no es inútil defender hoy el valor del debate.
¿Cómo podemos promover esta cultura del debate?
B.M.: La ausencia de confrontación a la que asistimos es en realidad una falta de consideración. “Tolerar” la existencia de un punto de vista que nos molesta sin interrogarnos y sin interrogarlo no es considerar su contenido ni sus razones. Para debatir, hay que conceder una consideración -en el sentido fuerte del término- a las opiniones opuestas. Eso quiere decir concretamente escucharlas, buscar entenderlas y tomarse el tiempo de responder con educación, es decir negándose a herir, insultar o disminuir la estatura del interlocutor. Dicho de otro modo: argumentar sobre el fondo, sin virulencia. Si me importa el valor de la igualdad, si creo que todos los seres humanos son iguales, no puedo sino reconocer la importancia de su punto de vista. Eso también significa creer que la diversidad de opiniones y experiencias es una fuente de enriquecimiento para mí y para la sociedad.
¿Cómo se enriquece?
B.M.: El debate, a diferencia de la simple discusión, implica un reto que supera el cuadro interpersonal y concierne a la sociedad entera: tenemos cosas que hacer juntos, decisiones colectivas que tomar que se impondrán a todos. Tenemos necesidad de debatir para preparar nuestra acción, para atrapar mejor una realidad obligatoriamente compleja. El debate nos ilumina sobre realidades (sociales, económicas, religiosas, etc.) de las cuales de otro modo jamás habríamos tenido conocimiento. El debate implica tomas de conciencia, puestas en cuestión de los participantes. Uno propone un argumento a favor de una tesis, otro concede otra, los interlocutores buscan, juntos, puntos de acuerdo…
¿El debate debe conducir a un consenso?
B. M.: No, el interés del debate es revelar posiciones divergentes y poner a prueba su solidez. Una decisión informada debe tener en cuenta opiniones y realidades que se manifiestan en el curso del debate. Y si eso no lleva a un consenso, lo que es el caso más frecuente, la mayoría debe decidir. Pero la decisión de la mayoría no debe ser la palabra final y absoluta, debe ser siempre revisable (en la medida en que sea posible) porque un debate puede siempre estar incompleto y de todas formas los seres humanos son falibles y pueden cometer errores. Con el tiempo y la experiencia, las realidades evolucionan, los términos del debate también. Toda decisión debería ser reversible para dejar la puerta abierta a reajustes, a nuevos debates.
Publicado originalmente en Croire/La Croix.
Traducción del francés de Daniel Gascón
Gilles Donada es periodista.