Stanley Kubrick: La irrenunciable apuesta por la excelencia

Vicente Molina Foix publica 'Kubrick en casa', un bello testimonio en el que recuerda su trabajo para el director, su esporádica pero sincera relación con él y la particular forma de concebir el cine del neoyorquino.
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En una irreconocible Inglaterra, Alex y su pandilla de drugos arremeten, golpean, violan y asesinan a unos y a otros con altanería y diversión, al ritmo de Singing in the rain y con sinfonías de Beethoven como inspiración. Pero no se trata de convertir el crimen en una obra de arte, como en clara evocación nietzschiana pretendían los dos protagonistas de La soga, de Hitchcock. De hecho, no conocemos cuáles son las motivaciones que acompañan a los jóvenes para hacer uso de esta violencia sin sentido en La naranja mecánica. Stanley Kubrick, al adaptar la novela homónima de Anthony Burgess de 1962, quiso irritar. Y lo logró. Vicente Molina Foix recuerda cómo el público protestaba y abandonaba la sala en un pase de la película en un cine de la londinense Leicester Square, en enero de 1972, fecha en que se estrenó en Gran Bretaña. Tendría que pasar casi una década hasta que, en España, se pudiese disfrutar en abierto y sin los retoques de la censura de una de las grandes obras de la filmografía del neoyorquino.

Anagrama acaba de publicar, dentro de su sugerente catálogo de la colección Nuevos Cuadernos, Kubrick en casa, una obra en la que Molina Foix relata su trabajo como traductor de los diálogos al castellano de cinco películas del cineasta. Además de funcionar como crónica de su labor, el libro es un testimonio de la relación que el ilicitano tuvo con el director, no exento de jugosas anécdotas y de información necesaria para conocer con más detalle la particular idiosincrasia creativa de Kubrick. Del director se ha dicho que, en su afán de absoluta perfección, no dudaba en usar métodos tiránicos y extenuantes. Es conocido, por ejemplo, cómo Malcolm McDowell –el intérprete de Alex en La naranja mecánica– sufrió daños en la córnea en la secuencia en la que le sujetan los párpados para que no pestañee, o la desesperación de Shelley Duvall al tener que repetir más de un centenar de veces la notoria escena del bate en El resplandor.

De esta búsqueda pertinaz por la perfección del cineasta se ha escrito mucho y, en numerosas ocasiones, de forma peyorativa. Molina Foix rompe una lanza en favor de Kubrick en su implacable reivindicación del esplendor artístico, y de él asegura que creaba con el espíritu artesanal de un pintor renacentista. “La maniática exigencia del director no era orgullo ni ansia de mando, sino el empeño de quien busca en su trabajo la excelencia y quiere que lo que vean los otros, allí donde estén, sea igual de excelente que lo que él ha luchado tanto por lograr”, escribe. La continua defensa que realiza del minucioso control que Kubrick ejerce sobre su obra resulta uno de los puntos más destacados del libro, ya que se entiende como un alegato por el inquebrantable propósito –que debería estar presente en cualquier creador, independientemente de la disciplina– de intentar alcanzar la mayor calidad en su trabajo, con el resultado de que el producto final sea tan del gusto del autor como respetado por el potencial público al que este ha de llegar. Es lo que se propuso el estadounidense con sus películas, pero también lo que Molina Foix logra con estas breves memorias, en las que desnuda la afabilidad, virtudes y, también, pequeños vicios de uno de los grandes cineastas de la historia.

La relación profesional entre ambos comenzó en 1978 y tuvo como intermediarios a Carlos Saura y Geraldine Chaplin, pareja por entonces. El director de Peppermint Frappé había sido elegido por Kubrick como director del doblaje de La naranja mecánica y la actriz, al haber leído la traducción del guion enviado por la Warner, había detectado incomprensibles americanismos en el castellano y erróneas soluciones respecto al idioma inventado por Burgess en la novela, el “nadsat”. Ambos contactaron con Molina Foix, al que se le encargó hacer dos listas de diálogos, una para el doblaje con actores y otra para el subtitulado de la versión original. En aquella época Molina Foix era profesor en la Universidad de Oxford, se desempeñaba como guionista y crítico de cine, había traducido del francés El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet, y escrito varias novelas, entre otros méritos.

Su amplio currículum podía presagiar el trabajo bien hecho. Kubrick y su equipo volvieron a confiar en él para la traducción de otras cuatro películas que se estrenarían en España: El resplandor, Senderos de gloria, La chaqueta metálica y Eyes Wide Shut. De la película sobre la guerra de Vietnam, Molina Foix rememora la dificultad de traducir tantísimos exabruptos, mientras que de la cinta de terror recuerda las risas del público ante la estridente voz de la actriz que dobló a Shelley Duvall, Verónica Forqué. Asegura que la elección de la intérprete para este rol no fue casual, pues tanto Duvall como Forqué tienen, según escribe, la “voz cantada”.

La repentina muerte del cineasta, en marzo de 1999, a causa de un ataque al corazón, supuso el final de la fructífera relación. Veinte años más tarde, Kubrick sigue más vigente que nunca. El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona le dedicó una excepcional exposición y, ahora, aparece este volumen en el que Molina Foix nos descubre más detalles del universo y genio creativo del cineasta que, además, incluye una entrevista que el escritor le hizo en 1980. Un buen tributo a uno de los grandes talentos del pasado siglo.

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Elios Mendieta es periodista. Es autor de 'Memoria y guerra civil en la obra de Jorge Semprún' (Escolar y Mayo).


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