Estaba leyendo la entrada en Wikipedia sobre la adicción a los videojuegos. Es una “cyberparada” obligatoria. Hay casos tan estrambóticos como el de un bebé de tres meses que murió por desnutrición mientras sus papás criaban a un bebé virtual en un sitio llamado Prius Online. Hay muchos suicidios. La adicción a los videojuegos es otra adicción, como a cualquier sustancia.
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Naces videojugador o no. No es cuestión de sexos: lo eres o no lo eres. En 2002, me enganché por accidente con un videojuego para todo público, es decir, para niños: la historia era ñoña y de baja dificultad y con personajes infantilizados; tenía minijuegos que eran pedagógicos y escenarios ceñidos a la lógica de Mario Bros; el tiempo de juego seguro se estimaría menor a 20 horas y sin embargo, durante meses, jamás pude terminarlo. El juego se llamaba Banjo-Kazooie, trataba sobre una bruja llamada Gruntilda que secuestraba a Tooty, la hermana del héroe, llamado Banjo, un osito de shortcitos amarillos que cargaba en su mochila a Kazooie, un ave roja que a veces lo ayudaba a volar. Banjo-Kazooie, como una criatura de dos cabezas, atravesaba la tierra encantada de la bruja –mezcla de villana de Blanca Nieves y la Bella Durmiente– a través de bosques, selvas, pantanos y hasta caños profundos, con la ayuda de un topo con miopía llamado Bottles. Y así, este juego estúpido, diseñado para niños de 6 años o más, se convirtió en mi dolor de cabeza, en la única cosa en la que pensaba, día y noche, humillada hasta la médula por las derrotas constantes y el tiempo perdido en el mismo nivel, con el dedo amoratado de tanto apretar el botón amarillo y el azul y el joystick, encontrándome una y otra vez con el mismo recordatorio: no tienes siquiera la habilidad de un niño de 6 años.
Banjo-Kazooie, durante la mitad de 2002, fue mi personal vendetta.
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Otro morboso ejemplo, en Wikipedia, de la brutalidad de la adicción a los videojuegos: un niño que mató a sus padres porque le escondieron su copia de Halo 3. Y el juez: “Creo firmemente que no lo habría hecho de haber sabido que sus papás se quedarían muertos para siempre”. Dicen que los drogadictos siempre se inclinan por crímenes no violentos, como el asalto a casa habitación. Fácil y rápido.
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Mis hermanos mayores eran aficionados de los videojuegos. Tuvieron el Intellivision, luego el Atari, luego el Nintendo, luego el Super Nintendo, luego el Nintendo 64, luego el Play Station. Eran un equipo: trabajaban juntos para completar las misiones, se asignaban turnos, se relevaban por cansancio o bloqueo. A veces se desvelaban para terminar un juego y yo siempre los veía sentada en el sillón, una fiel espectadora, vemeitrae obediente, admiradora a la que no se le permitía hacer preguntas. Los videojuegos ahí estaban, firmes como las tradiciones familiares, inalterables en su imposibilidad, pero no eran para mí. Existían a pesar de mí.
A veces, cuando mis hermanos no estaban en la casa, mi primo Juan y yo agarrábamos el Super Nintendo y poníamos Street Fighter, yo escogía a Chun-Li y él a Ken, y yo siempre le ganaba, y el rostro destrozado de Ken al final de la partida era mi victoria y mi trofeo. Entonces, la habilidad que mis hermanos me negaban aparecía de pronto cuando no estaban ahí viendo. Estoy segura de que el orgullo que suscita esta habilidad repentina es el virus que inocula la afición permanente al videojuego.
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Luego, en 2002, me puse a jugar Banjo-Kazooie no porque quisiera, sino para entretener a mi sobrino de cuatro años, que no tenía el tamaño suficiente para agarrar el control. Y lo que empezó como un affaire esporádico terminó en una obsesión enfermiza. Juré que terminaría el juego y en el último nivel, Gruntilda se burló de mí (para entonces, yo era Banjoo-Kazooie, me había transfigurado en ellos) en un nivel estilo Jeopardy de una dificultad que me dejaba las manos empapadas. Todo videojuego tiene incluido un nivel llamado FRUSTRACIÓN. Si logras atravesarlo, estás del otro lado. Si consagras tu paciencia y tu tiempo, si tienes la perseverancia para pensar rutas y estrategias alternas, si te tragas tus reclamos y procuras no gritarle demasiado a la tele o a la pantalla, encontrarás eventualmente una salida. Pero después de un mes atorada en el mismo nivel, sin la grandeza de espíritu necesaria para rescatar a Tootie del caldero de Gruntilda, abandoné el juego. Deserción total. Le fallé a mi hermana y al topo y al reino y así, fracasada y derrotada, logré curarme de cualquier tipo de adicción futura.
Escritora y periodista.