¿Qué haría usted si un oficial de inteligencia le informa de su preocupación porque el presidente estadounidense solicitó al presidente de Ucrania su intervención en el proceso electoral de Estados Unidos, investigando a uno de sus rivales en la contienda presidencial de 2020?
¿Qué diría si del informe del oficial se desprende claramente que Trump retuvo intencionalmente la entrega de dinero en ayuda militar a Ucrania condicionándola a la susodicha investigación sobre el rival político?
¿Qué pensaría si le dijeran que los abogados del presidente estadounidense ordenaron archivar la llamada telefónica entre ambos presidentes en un lugar reservado para asuntos sensibles?
¿Y si le dijeran que entre los involucrados en el encubrimiento de la información están, entre otros, Rudy Giuliani –el abogado personal del presidente, que no tiene cargo oficial para representar a su país–, William Barr, el procurador de Justicia, y Mike Pompeo, el Secretario de Estado?
¿Qué opinaría si el director de Inteligencia Nacional de la Casa Blanca, nombrado por Trump, declarara bajo juramento ante un comité de la Cámara Baja que el informe del oficial de inteligencia es “creíble y hecho de buena fe”?
¿Abriría una investigación formal en el Congreso que podría conducir a la destitución del Presidente?
Pues eso es precisamente lo que Nancy Pelosi, la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, ha hecho.
En términos políticos hay quienes cuestionan la sabiduría de su decisión, alegando que para que el proceso fructifique es necesario que, además del voto de la Cámara Baja, dos tercios del Senado, hoy controlado por el partido Republicano, voten a favor de la destitución.
¿Es arriesgado? Sin duda, pero los cargos lo ameritan. ¿Es factible? Sí, si en el Senado se plantan por lo menos veinte republicanos con suficiente integridad moral para actuar basados en la evidencia, en sus principios y en sus valores, y no en su conveniencia partidaria.
Otro argumento en contra del proceso de destitución es que la opinión pública, que tradicionalmente ha sido reacia a destituir a un funcionario electo, reaccionaría en defensa del presidente, quizás asegurando su reelección. Yo pienso que todo va a depender de la exposición de los hechos que haga el Congreso una vez terminada la investigación. Si se explica con claridad la aberrante conducta del presidente, la ciudadanía aprobará su destitución.
En el pasado he dudado sobre la conveniencia del proceso de destitución. Hoy, creo que la decisión de Pelosi es la correcta desde un punto de vista moral y político, porque recupera la dignidad del legislativo elevándola a una cuestión de principio.
Sería fatal para el sistema democrático de este país que los legisladores se acobardaran pensando que de su voto podría depender una posible reelección, en vez de votar para castigar a quien violó la Constitución y puso en peligro la seguridad nacional. La responsabilidad del Congreso, en tanto que poder paralelo e independiente, es impedir que un presidente haga lo que se le da la gana. Este presidente tiene que aprender que su indebida conducta esta vez sí tuvo consecuencias reales y serias.
Trump ha devastado las normas democráticas, se ha burlado del Congreso y se ha mofado de su incapacidad para responsabilizarlo por sus arbitrariedades. Esta es la gran oportunidad que tienen los legisladores de demostrarle que sus abusos tienen repercusiones.
Esta vez, a diferencia de sus múltiples transgresiones, atropellos, ilegalidades, mentiras y ocultamientos anteriores, lo que está en juego es el Estado de Derecho, la integridad de la Constitución y la seguridad nacional. La culpabilidad de Trump no está en duda. El sentido de responsabilidad del Senado es el que está por verse.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.