A 20 años de Fight club: ¿quién quiere ser Durden?

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Escribo esto a pocos días de que Joker, de Todd Phillips, obtuviera el León de Oro en el festival de Venecia. La noticia causó sorpresa. Por un lado, llamó la atención que el máximo premio del festival se otorgara a una cinta “de superhéroes” –Joker narra el origen del legendario villano del universo de cómics DC–. Por otro, antes de la deliberación, varios críticos afirmaron que la película era potencialmente “tóxica” y advirtieron sobre el peligro de que se convierta en estandarte de los incels: hombres que se definen como “célibes contra su voluntad” y crean grupos en internet. Lo decían por el retrato de Arthur, el protagonista, quien después de padecer agravios casi toda su vida descubre que la violencia es una respuesta justa. (Una lectura que minimiza que el futuro payaso asesino es un enfermo mental que ha abandonado su tratamiento psiquiátrico.)

Tanto las críticas de Venecia como los comentarios en redes reabrieron la conversación alrededor de otra cinta acusada de validar la “masculinidad tóxica”: Fight club (1999), del director David Fincher. El mismo mes en que Joker se estrena en México –octubre– se cumplen veinte años del estreno de Fight club. Sirva la coincidencia para volver a ella y a los posibles porqués de su mala reputación.

Fight club se basa en la novela homónima de Chuck Palahniuk, de 1996, emparentada con otra novela que se publicó cinco años antes: American psycho, de Bret Easton Ellis. En un texto publicado en The Guardian, el escritor Irvine Welsh afirmó que estos eran los libros que mejor capturaban el zeitgeist de Estados Unidos a fines del siglo XX y principios del XXI. Ambos, dijo, describen “la desafección de hombres de su tiempo” desde coordenadas sociales y económicas distintas. Mientras que el narrador de Ellis exhibe “los síntomas de la corrupción moral asociada con el privilegio extremo, el de Palahniuk es un joven atado a deudas y sin horizontes”. Y, lo principal –agregaría uno–, ambos desarrollan alter egos que hacen correr sangre.

Las dos novelas incomodaron. Un sector de la crítica y de los lectores vieron su violencia explícita como una apología de la misma y, más arbitrario aún, como una declaración de principios de sus autores. Esto sorprendió tanto a Ellis como a Palahniuk. El primero dijo que escribió American psycho desde la desolación que le provocaba la competitividad de su entorno; el segundo definió Fight club como un libro “sobre el terror de sentir que vas a vivir y morir sin haber entendido nada de ti”.

Las dos novelas tuvieron adaptaciones al cine que adquirieron vida propia. American psycho (2000), de Mary Harron, incluso llevó a una relectura de la novela de Ellis debido a la caracterización que la directora hizo del protagonista. En la cinta, Patrick Bateman (Christian Bale) es visiblemente patético. Su sadismo –imaginario o real– no funciona como paliativo de sus carencias. En un epílogo sombrío que solo aparece en la versión en cine, Bateman confiesa que su dolor es constante y agudo, y que no espera que el mundo mejore para nadie. Más aún, agrega, quiere infligir ese dolor en otros. “Pero aún admitiéndolo”, dice, “no hay catarsis alguna”. La confesión de Bateman inscribe su historia en una dimensión moral que, aunque estaba ahí, los lectores no percibieron en la novela de Ellis.

Fight club, en la adaptación de Fincher, la tuvo más complicada. En el año de su estreno fue mal recibida tanto por el público como por la crítica. (“No tiene ninguna cualidad que la redima y tendrá que encontrar su audiencia en el infierno”, escribió Rex Reed en The New York Observer). La cinta se interpretó como una orgía de testosterona y un llamado a despertar los impulsos destructivos. En las dos décadas que siguieron, Fight club encontró a su público –para bien y para mal–. Hubo quien la entendió como el retrato de un hombre que busca una salida extrema a su angst (el subtexto del que habló Palahniuk), pero también quien vio la historia de ese autoengaño como manual de comportamiento. Fue el caso de los miembros del “Movimiento por los derechos de los hombres” (es decir, antifeministas), de fundadores de sitios web que imparten “técnicas de seducción” y de los nocivos incels. Esta segunda lectura provocó que Fight club fuera considerada “tóxica” –en vez de, mejor, revisar el relato.

Este describe la vida del Narrador (Edward Norton), encargado de decidir si el modelo de un automóvil defectuoso debe ser retirado del mercado. Su monólogo en off da cuenta de su tedio, el cual explica su compulsión por comprar mobiliario de IKEA. También padece insomnio, que hace llevadero yendo a grupos de autoayuda para enfermos terminales. Ahí finge ser uno de ellos: el sufrimiento de otros le hace arañar la superficie del suyo. La catarsis termina cuando descubre a Marla (Helena Bonham Carter), una impostora como él. La mentira de ella, dice, es reflejo de la suya. (“No puedo llorar en la presencia de otro estafador.”)

El Narrador deja los grupos terapéuticos pero guarda el contacto de Marla. Poco después conoce a Tyler Durden (Brad Pitt), un vendedor de jabones irreverente que pregona el anticonformismo. Es la antítesis del Narrador, aunque se sugiere que hay un vínculo entre ellos. Apenas encuentra a Durden, el Narrador pierde sus posesiones. Considera llamar a Marla pero opta por su nuevo amigo, quien le ofrece vivir con él en una casa caótica y sucia. El Narrador pronto se adapta a la vida “incivilizada” y acepta la propuesta de Durden de unirse al Club de la pelea: un encuentro clandestino entre hombres, con el único fin de golpearse. Los clubes se multiplican y dan lugar al Proyecto Caos, cuyo objetivo es dinamitar edificios que contengan registros de las deudas de los ciudadanos. El Narrador comienza a desconfiar de los métodos y fines de Durden; su punto de quiebre es la muerte (en nombre de la “causa”) de uno de sus compañeros de los grupos de autoayuda, por quien sentía algo parecido al afecto. Esto lo lleva a dimensionar la violencia enajenante promovida por Durden. Busca distanciarse de él y alertar a las autoridades, pero nadie lo toma en serio. Peor, lo señalan como la mente detrás del Proyecto Caos. Advierto que revelaré el desenlace: Durden se manifiesta como la personalidad alterna del Narrador. Incapaz de afrontar su insatisfacción, el protagonista de Fight club se desdobla y actúa fantasías anarquistas.

En la primera parte de Fight club el acto de pelear estimula al Narrador y lo libera del mundo asfixiante de edredones de IKEA. Que deba llegar a ese extremo es síntoma de un problema mayor. En tiempos de promoción de la cinta, Norton y Pitt hablaron de los problemas de la Generación X para conectar con sus emociones; Fincher, por su lado, dijo que las peleas representaban el impulso de escape de ese entumecimiento. En Fight club, sin embargo, cualquiera que siga la trama observa que los miembros de los clubes de pelea pasan de un entumecimiento a otro. Se vuelven autómatas que obedecen a un líder y siguen evadiendo su responsabilidad personal.

Uno se pregunta cómo este retrato generacional de salidas falsas pudo convertirse en guía de masculinidad. Una respuesta está en la cualidad metafórica señalada por Fincher. Para los espectadores que eligen la interpretación literal –en especial, si les sirve para justificar sus inclinaciones–, las escenas de golpes no son metáforas de liberación sino permiso para atacar. Es el caso también de la tendencia a recordar solo escenas o diálogos que refuerzan convicciones propias aun si la película misma las cuestiona. Quienes idealizan a Durden no contemplan que su héroe es la maquinación de un hombre reprimido.

Pero sería injusto eximir a Fincher –a su estilo de dirección y, en esta cinta, a su elección de reparto– de toda responsabilidad. Fight club es una película vigorizante –sobre todo en las escenas de caos–. Más determinante es la encarnación de Durden por parte de uno de los actores más atractivos de Hollywood. Es cierto que el personaje nació en la novela, con todo y sus frases citables: “hasta que pierdes todo, eres libre para hacer lo que quieras” o, la predilecta de los incels, “somos una generación criada por mujeres”. Y es coherente que se trate de un personaje atractivo: después de todo, es la forma en que un hombre pusilánime querría verse a sí mismo. Pero no puede minimizarse el alcance de la imagen. A diferencia de la versión cinematográfica de American psycho –donde Harron y Bale acordaron despojar a Bateman de cualquier rasgo “encantador”–, el psicópata de Fincher exuda carisma, simpatía y energía sexual. ¿Esto basta para validar las lecturas torcidas de Fight club? En lo más mínimo. La trama presenta a Durden como un personaje unidimensional (es, literalmente, una faceta psicológica) que lleva al protagonista a un callejón sin salida. Más aún, llegado el día en que el Narrador debe elegir entre sus fantasías y sus (pocos) vínculos humanos, se decide por lo segundo. La elección se representa de forma unívoca. En la última escena, el Narrador y Marla están tomados de la mano. No pudo evitar las detonaciones de los edificios pero buscó a la chica para ponerla a salvo. “Me conociste en un momento muy extraño de mi vida”, le dice, asumiendo su disociación.

Aun viéndolas desde otro ángulo –el que deja fuera metáforas y no toma en cuenta contextos–, American psycho, Fight club y Joker cuestionan la masculinidad “tóxica”, no solo de sus protagonistas sino de quienes los rodean. Muestran hombres que se sienten amenazados pero son incapaces de articularlo, no se diga de resolverlo. Estas cintas no defienden el impulso violento; mucho menos lo celebran. Hablan, más bien, de la disociación y sus aberraciones: fantasías homicidas, clubes de golpizas y psicópatas no medicados que disfrutan maquillarse como payasos. Si esto es inspirador para alguien, no es responsabilidad del cine. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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