Poco antes de morir, el químico e ingeniero sueco Alfred Nobel, hipermillonario gracias a sus formidables inventos que servirían para airear la demografía abriendo considerables brechas entre la población mundial –la dinamita en 1867, la gelatina explosiva en 1875 y la balistita (o higiénica y discreta pólvora sin humo) en 1887–, sintió remordida su conciencia y decidió testarle al mundo algo de humanismo menos dudoso y fundó el premio Nobel para que fuese adjudicado a quienes contribuyeran al bienestar y el progreso de la humanidad en los campos de las ciencias, de las letras (¿por qué no también en el de las artes?) y de la paz.
Quedaron así instituidos los premios a distintas áreas del saber científico y la creación. Todos los años al final del verano, el Todo Mundo Cultural, y por supuesto el Todo Mundo de los Medios, vive en relación con el Nobel un delicioso y torturador momento de suspense, de discusión, de especulación profética. Pero no todos los apartados del Nobel gozan la misma expectación. A uno le da insolación de sonrojo cuando debe admitir que a casi nadie le importa qué cerebrón, ya sea de un físico, o ya de un químico, o un fisiólogo, o un médico, o un pacifista, o un economista, va a ser santificado con el Premio de los premios. Lo que realmente otorga carisma es el Nobel de Literatura, y no porque importen mucho las letras. La humanidad actual, ya se sabe, cada vez lee menos y, para poner un caso, un secretario del fisco (no diré quién, pero síganme la mirada) dijo que a la porción mexicana de la humanidad solo le interesan los libros de cierta funcionalidad: aquellos que, eufemísticamente transcrito, “se leen en una sola mano”.
Y aun así, por extraño que parezca, el premio Nobel más esperado, celebrado, discutido, envidiado, denostado y el que resulta ser, a final de cuentas, el más popular, es el de literatura, el único que realmente puede competir en fama con esa especie de premio Nobel otorgado por la Academia de Hollywood: el Óscar. Y es que, para hablar en serio, la Materia no vale tanto como el Espíritu. Las ciencias trabajan con viles materias (y en el caso de la economía se trabaja con la materia considerada más vil, aunque la más deseada por todos, ¿o acaso dirás que no, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano?). En lo relativo al premio de la Paz, bueno, el que la conozca que diga dónde habita esa sublime esencia, aunque sea una paz tan chica y a veces tan esperpéntica como una paloma pintada por Picasso. Pero las letras, mientras no sean las de cambio, trabajan con la sutil, la deliciosa, la indescriptible esencia del Espíritu mismo y… en fin, no hay comparación posible.
Así que, se quiera o no, el Nobel, el que roba planas y cámaras y micrófonos en grande, es el de las letras, aun si hay quienes piensan que el Espíritu puede ser más pesado que la Materia (lo cual quedaría indiscutiblemente demostrado con los dramas de José Echegaray o de Samuel Beckett, las novelas de Thomas Mann, las de Claude Simon y las de Naguib Mahfuz, y los rollos filosoficopolíticos de Bertrand Russell, por solo poner unos cuantos ejemplos entre los premiados por la Academia Sueca). Lo triste del Nobel de Literatura es la frecuencia con la que ha sacado del anonimato o semianonimato a muchos autores, les ha dado una fama de ocasión y luego los ha abandonado al justo o injusto olvido. A ver quién recuerda ahora –y no digamos quién lee– a esos autores que, por si algo les faltara para ser irrecordables, suelen tener apellidos en los que tropieza la dicción. Hoy hasta los dómines veteranos de nuestras facultades de Filosofía y Letras, aquellos con más pelo en las orejas que en la testa, balbucirían o cambiarían de conversación si se les pidiera que diesen un solo título de libro de “Sully” Prudhomme, Theodor Mommsen, Bjørnstjerne Bjørnson, José Echegaray, Rudolf Eucken, Paul von Heyse, Verner von Heidenstam, o de algún otro de esos monstruos sagrados.
Es verdad que también hay el otro lado de la medalla. ¿Cómo dudar de que merecían el Nobel, entre otros, Kipling, Luigi Pirandello, Eugene O’Neill, Gide, T. S. Eliot, Faulkner, Churchill, Camus, Neruda, Paz, Shaw, etc.?
Pero ¿cómo perdonarles a los académicos suecos haber pasado por alto, en orden alfabético, a Borges, Breton, Buzzati, Calvino, Conrad, Chesterton, Darío, Gómez de la Serna, Joyce, Machado, Pedro F. Miret, Nabokov, Onetti, Pérez Galdós, Alfonso Reyes, Joseph Roth, Tolkien, Tolstói, Valle-Inclán, Wells, etc., mientras lo daban a mamarrachos como, por ejemplo, Camilo José Cela (el señorito acanallado), Dario Fo (¡fu!) o Naguib Mahfuz, etc.? Aunque, por otro lado, reconozcámoslo, se comprende que no lo dieran a Kafka o Proust que, de hecho, murieron con apenas un libro publicado, es decir antes de ser buenos candidatos al premiazo.
Así que cuidado con el Nobel de las letras, consuelo de los que sufren (pagando impuestos por escribir) y adoración de las gentes (que leen o mueven los labios para simular que leen). ~
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.