La liberación de Luis Inácio Lula da Silva la tarde del sábado 9 de noviembre fue uno de esos momentos en los que la historia se muestra hecha también de personas y de eventos. Un acontecimiento cercado de incertidumbres jurídicas y políticas que ciertamente marca una inflexión profunda en la coyuntura brasileña y latinoamericana. Después de 580 días preso en una cárcel en la ciudad de Curitiba, con 74 años de edad, Lula vuelve al centro de la arena política de su país, donde se mantiene desde hace cuatro décadas, primero como líder de las huelgas del cordón industrial de São Paulo que dieron inicio al fin de la dictadura militar y, luego, como principal articulador de la creación del Partido de los Trabajadores (PT).
La oposición, inexistente y dispersa después de la estruendosa derrota electoral de 2018, apuesta por volver a encontrar un centro de gravedad, reagrupando a la izquierda y rearticulando las perdidas alianzas de centro. Los seguidores del gobierno ultraderechista de Jair Bolsonaro, por su parte, esperan cohesionarse frente a su enemigo preferido en un momento en que la crisis económica llega a los bolsillos de los brasileños. Mientras, el propio presidente y sus hijos parecen cada vez más envueltos en escándalos de corrupción, en la oscura trama del asesinato de la concejala Marielle Franco y de la acción de bandas paramilitares (las “milicias”) en los barrios populares de Río de Janeiro en los que la familia Bolsonaro construyó buena parte de su capital político.
La semana previa a la liberación de Lula, el gobierno presentó en el Congreso nacional (donde cuenta con una inestable mayoría) un proyecto de reforma del Estado que busca rediseñar de manera radical el ideal progresista e inclusivo que animó a los constituyentes de 1988. Anuncian “Mais Brasil”, sobre bases económicas ultraliberales. Sin embargo, ni eso ni las reformas de las leyes de trabajo y jubilaciones sancionadas en los últimos meses parecen suficientes para que el país recupere la confianza de los mercados internacionales, ni para llamar la atención de los grandes capitales, interesados en otras latitudes o en un pasaje fugaz ligado a la especulación. Brasil no atrae las prometidas inversiones, el anunciado crecimiento no da señales de estar próximo. Dos días antes de la liberación de Lula, la mayor operación del ministro Paulo Guedes, la venta de los enormes campos de petróleo del “Pre Sal”, sufrió un estruendoso fracaso: solo una empresa china se interesó en una pequeña parte de la subasta, varios campos no tuvieron siquiera compradores.
A eso se han sumado las críticas que sufre el gobierno debido a su inmovilidad frente a los derrames de petróleo en las costas del noreste y, sobre todo, a su política de explotación indiscriminada de los recursos naturales en el Amazonas, que ha favorecido los incendios y el aumento de la violencia, incluyendo el asesinato sistemático de líderes indígenas por parte de bandas armadas por madereros y mineras, suscitando denuncias de organismos internacionales y de gobiernos, como los de Francia y Alemania. Bolsonaro parece sufrir un proceso de aislamiento acelerado, produciendo el rechazo inclusive de los gobiernos regionales que él había identificado como sus más próximos aliados, como Piñera en Chile, Macri en Argentina y el candidato Luis Lacalle Pou en Uruguay.
Cuando terminó su segunda presidencia, en diciembre de 2010, Lula gozaba de una enorme popularidad (cerca de 80%, según todos los sondeos). Aprovechando una coyuntura única de expansión económica, durante ocho años promovió el proceso de crecimiento y de movilidad social más acentuado en la historia de Brasil, basado en el aumento del salario mínimo, la expansión del crédito, políticas de distribución de la renta y de inclusión educativa.
Así, no le fue difícil elegir a su sucesora, Dilma Rousseff, que había sido una pieza central en el último tramo de su gestión como ministra de Gobierno. Pasados los dos primeros años de mandato, la crisis económica internacional llegó con fuerza a Brasil y la impericia de Rousseff en la gestión económica y política terminó transformando lo que supuestamente sería una pequeña turbulencia (como había prometido Lula con una buena dosis de irresponsabilidad) en un violento y explosivo huracán que condujo al actual estado de crisis social e institucional. Al cabo de un proceso de impeachment motivado por acusaciones de mala gestión del presupuesto (que luego el Tribunal de Cuentas de la Unión declararía infundadas), el 31 de agosto de 2016 Rousseff fue destituida.
El fin del gobierno del PT estuvo envuelto también en grandes escándalos de corrupción que terminaron afectando a buena parte de la clase política y grandes empresas (ocasionando con eso un freno abrupto de la obra pública que favoreció la crisis económica). Luego del restablecimiento de la democracia, y sobre todo durante los mandatos del propio Lula, fueron creados organismos de combate a la corrupción y dispositivos legales que tendrían un paradójico impacto en la desestabilización institucional posterior. Entre ellos, la Abogacía General de la Unión, la autonomización y renovación de la Policía Federal y del Ministerio Público, la llamada Ley de la Ficha Limpia, que impide la candidatura de acusados con condenas aún no definitivas, y la Delación Premiada, que disminuye las penas a presos dispuestos a denunciar a sus cómplices.
En marzo de 2014 entró en escena la llamada “Operación Lava Jato”, suscitada por una denuncia impuesta por la Policía Federal del estado de Paraná en un tribunal de Curitiba a cargo del juez Sergio Moro. El nombre de la operación hacía alusión a lavaderos de carros en los que se había detectado esquemas de blanqueo de dinero originados en desvíos de la megaempresa estatal de petróleos, Petrobras, que alcanzaban a uno de sus directores, ligado al principal partido aliado del PT, el PMDB. La operación no demoró en involucrar a un gran número de acusados y sumas astronómicas de dinero (más de 2 mil millones de dólares, según algunos cálculos). La acción de los fiscales y del juez Moro, sin embargo, cada vez más se concentró en la tentativa de probar la participación del propio Lula, contando para eso con el apoyo de la gran prensa, dispuesta a transformar a Moro en un nuevo héroe de la república, y al PT y a Lula en principales villanos de la vertiginosa decadencia nacional.
Lava Jato y sus ramificaciones en varios otros estados del país llevaron al encarcelamiento de decenas de figuras políticas, varios ministros de los gobiernos petistas, y a jerarcas de otros partidos, entre ellos, el gobernador del estado de Río de Janeiro, el presidente del congreso (ambos notables del PMDB) y el exgobernador de Minas Gerais y presidente nacional del PSDB (partido del expresidente Fernando Henrique Cardoso).
Lula fue apresado el 7 de abril de 2017, cuando era candidato favorito para ganar las elecciones que se realizarían en noviembre de ese año. La condena fue desde el principio denunciada como endeble y considerada una muestra de guerra judicial. Con base en las declaraciones de delatores, se dice que Lula recibió un departamento a cambio de facilitar contratos con la Petrobras. No hay documentos que prueben la transacción. Ni Lula ni sus familiares jamás usaron la vivienda, y de hecho la justicia autorizó hace un par de meses la venta de la misma a su propietario nominal. Por otro lado, la denuncia resolvió el asunto en un tiempo récord, tanto el propio juzgado de Moro, que condenó a Lula a más de ocho años de prisión, como el tribunal de segunda instancia que aumentó su condena a 12 años.
La deriva política del propio Moro refuerza las sospechas sobre todo el proceso haciéndolo ahora objeto de denuncias que podrán terminar con su propio procesamiento. En los últimos meses importantes medios de prensa que siempre fueron oposición al PT (Folha de São Paulo, El País, la revista Veja y la red Bandeirantes) publicaron diálogos obtenidos por The Intercept en los que se evidencian conspiraciones ilegales entre los fiscales que acusaron a Lula y el propio Moro.
La estrategia del PT y de Lula después de su encarcelamiento ha fracasado hasta ahora. Su candidato Fernando Haddad fue derrotado en una campaña dramáticamente polarizada y atravesada por una sucesión de acontecimientos polémicos que rodearon el fulgurante ascenso de Bolsonaro, su contrincante. En circunstancias poco esclarecidas, el 7 de septiembre de 2018, a más de dos meses de las elecciones, Bolsonaro fue acuchillado en un acto en la ciudad de Juiz de Fora. A partir de entonces la disputa ganó contornos inusitados. El candidato no participó más en actos públicos ni en debates y concentró su acción en las redes sociales, suscitando sospechas que aún se investigan en la justicia electoral sobre el financiamiento y el funcionamiento de su campaña, fogoneada con base en fake news.
La popularidad del excapitán, transformado en víctima y en símbolo “antisistema” debe mucho también a la acción de una extensa red de pastores pentecostales cuya participación en la política se vio estimulada durante las dos décadas anteriores, paradójicamente por el propio PT y por Lula –su primer vicepresidente pertenecía a un partido públicamente ligado a la Iglesia Universal del Reino de Dios, ahora transformada en un poderoso actor claramente antipetista.
Por fin, la creciente polarización terminó reuniendo a Bolsonaro con los generales que en 1988 lo habían expulsado del ejército, luego de que un tribunal militar lo encontrara culpable de “transgresión grave, indisciplina y deslealtad” y de estar envuelto en una rebelión en demanda de mejores salarios que incluyó un atentado con bomba. Pieza clave en ese acercamiento con los generales fue la creación de la Comisión Nacional de la Verdad, impulsada por Dilma Rousseff, ella misma presa y víctima de tortura en la dictadura. La revisión del pasado autoritario, aún con el compromiso de no desdoblar sus actividades en el plano jurídico, fue vista por los militares como una violación del pacto establecido en la transición postdictadura, lanzándolos de nuevo al juego político que culminaría con su participación directa en la campaña electoral y en el gobierno de Bolsonaro.
A pesar de la tenaz crisis económica y de las nubes de todo tipo que se ciernen sobre su gestión y su familia, el excapitán cuenta aún con una enorme adhesión. Sus posturas radicales de cuestionamiento de las bases del orden democrático parecen estar más vigentes que nunca, galvanizando el núcleo duro que lo rodea, comenzando por sus hijos (uno senador, otro diputado y el otro concejal) que han declarado recientemente que el país necesita un nuevo AI-5, como se conoce el dispositivo que en 1968 inició el periodo más duro de la dictadura, estableciendo entre otras cosas el cierre del Parlamento. Poco antes, habían amenazando con enviar un soldado y un sargento para cerrar la Corte Suprema de Justicia.
Lula fue liberado por una estrecha votación (6 a 5) ocurrida en esa misma Corte. Los jueces determinaron la inconstitucionalidad de la prisión antes de que se agoten todas las instancias previstas en el debido proceso legal. La disposición alcanza a más de 4 mil presos, entre los que se cuenta el expresidente. Partidarios de Bolsonaro han llamado a manifestarse contra la Corte e impulsan ya proyectos de reforma de la Constitución bajo la bandera del combate a la corrupción (aún sabiendo que el dispositivo constitucional es una “cláusula pétrea”, que no puede ser modificada por el Parlamento). Las acciones erráticas y contradictorias de la Corte a lo largo de estos últimos años dan la razón a sus críticos de todo el espectro político. De hecho, esos mismos jueces mantuvieron por dos años archivado el asunto, permitiendo la prisión de Lula en plena campaña electoral y contribuyendo con eso al deterioro institucional y a la falta de credibilidad del poder judicial, uno de los componentes centrales del drama actual.
Brasil enfrenta varias encrucijadas. Una es sin duda la encrucijada jurídica que implica no sólo el futuro del expresidente, sino el del orden jurídico brasileño, hoy cuestionado por bolsonaristas y lulistas. La Corte deberá pronunciarse sobre el pedido de impugnación que Lula ha presentado contra el exjuez Moro y los fiscales por el manejo supuestamente fraudulento de las pruebas y por la politización del proceso. El expresidente enfrenta todavía otros 10 juicios (eran 11, pero en uno ha sido declarado absuelto), todos ellos basados en evidencias aparentemente endebles de beneficios a empresas y al uso indebido de dinero para financiamiento de campañas electorales.
Los tiempos de la justicia y el largo camino que deberá recorrer el poder judicial para recuperar credibilidad parecen estar reñidos con los tiempos de la política. Y, sobre todo, con la urgencia de la mayor de todas las encrucijadas, que es la de desactivar la polarización y evitar una generalización de la violencia, que cuenta hoy con todos los ingredientes para una combustión descontrolada: crisis económica, milicias armadas, militares en la arena política, desacreditación de la justicia, de la política y del sistema democrático y una región en estado de verdadera combustión, más aun a la luz de los más recientes acontecimientos en la vecina Bolivia. La liberación de Lula puede ser en este sentido un ingrediente detonador. Sin duda esa es la apuesta de los sectores más radicales del actual gobierno, del núcleo duro de sus apoyadores y del antipetismo acendrado en buena parte de la sociedad y de los medios de comunicación.
Evitar ese camino es antes que nada responsabilidad del propio Lula, que deberá mostrar toda su capacidad política para construir un frente democrático que incluya a muchos de sus antiguos enemigos, que vaya de la izquierda al centro, mucho mas allá de su partido y, sobre todo, de su propia persona. Pero la responsabilidad es también es de todos los sectores sociales, incluyendo a las élites económicas y a los medios de comunicación que han desempeñado un papel central en el drama brasileño y que deberán mostrar también moderación y convicción democrática.
Profesor de Antropología en el Museu Nacional de Rio de Janeiro. Miembro de la Escuela de Ciencias Sociales, Instituto de Estudios Avanzados, Princeton.