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Fuente: National Institute of Allergy and Infectious Diseases

Un mundo polarizado y paralizado

Los países que han politizado su reacción han retrasado en forma peligrosa la puesta en marcha de políticas sensatas para hacer frente a la pandemia del coronavirus.
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El mundo sufre una pandemia. Sabemos poco del Covid-19 porque esta es la primera interacción de la humanidad con este virus. Parece tener características que dificultan contener su propagación. Primero, es posible estar infectado por hasta dos semanas sin presentar síntomas, pero contagiando a otros. Segundo, el virus sobrevive hasta 72 horas en superficies duras, lo cual facilita contagio. Su nivel de letalidad es quizá bajo (entre 1% y 2%) y se concentra en adultos mayores y población inmunocomprometida. Se vuelve vital detectar casos de contagio temprano para poder aislarlos y evitar focos de propagación, así como contar con amplia disponibilidad de pruebas de diagnóstico.

Crisis como esta se vuelven una especie de espejo en el cual los países y sociedades reflejan sus carencias y fortalezas estructurales: la solidez del sistema de salud pública; la agilidad y aptitud de gobiernos municipales y estatales, y su coordinación con autoridades federales; la capacidad de reacción para diseñar políticas públicas prudentes y efectivas, la solidaridad de la sociedad para reaccionar en forma empática y para seguir recomendaciones de autoridades y, finalmente, la calidad del liderazgo a todos los niveles. Parece sensato manifestar preocupación.

Preocupa que una crisis de esta magnitud ocurra cuando las sociedades están inusualmente polarizadas y el liderazgo parece peculiarmente débil en todo el mundo, como consecuencia de la llegada del populismo a muchos gobiernos influyentes –como el de Estados Unidos y el Reino Unido– y en países regionalmente trascendentes, como México y Brasil. Después de la experiencia en países asiáticos, donde surgió la pandemia, otras regiones han podido aprender de la experiencia de los primeros países afectados.

Los países que han politizado su reacción han retrasado en forma peligrosa la puesta en marcha de políticas sensatas para hacer frente a la pandemia que provocará una crisis de salud pública inevitable. En Estados Unidos, el patético liderazgo de Donald Trump demoró la reacción de su gobierno. Su primera acción fue culpar a sus enemigos políticos de inventar la pandemia con el objeto de debilitar su campaña de reelección. El sistema de salud pública estadounidense se vio obligado a contradecir a un mandatario aparentemente más consternado por la caída de la bolsa que por la dispersión del mal. Hasta el 10 de marzo, en Estados Unidos sólo se habían hecho 7 mil pruebas de detección (en parte debido a la imprudente escasez de reactivos); a esas alturas Corea ya realizaba 10 mil diariamente y China 200 mil. Finalmente, el 13 de marzo el gobierno estadounidense se vio obligado a reconocer la gravedad de la situación, lanzando una estrategia de contención que adopta las prácticas más exitosas en países como Corea.

El impacto económico será enorme y es todavía difícil de cuantificar. Las economías de Europa y Estados Unidos se van deteniendo gradualmente, mientras el virus ya contagia a muchos otros países que recorrerán la misma trayectoria. Es probable que, en la mayoría de estos, los altos números de pacientes que requerirán hospitalización rebasarán la capacidad de sus sistemas hospitalarios. México debería haber empezado a tomar medidas. Aquellos países que han adoptado prácticas preventivas –Taiwán, Singapur– han sido capaces de evitar picos en la progresión de contagios, lo cual permite que las demandas al sistema de salud sean menos súbitas. La reacción del presidente López Obrador ha sido tardía y errática, igual que la de su vecino.

Marc Lipsitch, epidemiólogo de la Escuela de Salud Pública de Harvard dijo que entre 40% y 70% de la población mundial resultará infectada este año. Michael Osterholm, Profesor de Salud Pública de la Universidad de Minnesota y Director del Centro de Análisis y Políticas Públicas para Enfermedades Infecciosas (CIDRAP) dice que habrá dos categorías de seres humanos: aquellos que ya estuvieron en cuarentena, y quienes lo estarán. Si bien se espera que más de 80% de los casos serán leves o incluso asintomáticos, la fácil propagación del virus y la ausencia tanto de una vacuna (quizá al menos por un año) como de una terapia efectiva, provocarán un alto número de muertes, a pesar de la baja letalidad del virus.

La pandemia provocará la primera crisis económica mundial desde 2008. A diferencia de aquella, donde las economías de Estados Unidos, Europa y otros países presentaban serios problemas estructurales, ésta será originada exclusivamente por el virus. En aquel momento, el sistema financiero internacional presentaba exorbitantes niveles de apalancamiento y los precios del mercado inmobiliario mostraban niveles irracionales. No es el caso ahora. Si bien hemos visto una expansión ininterrumpida de la economía estadounidense por más de 11 años, y los mercados accionarios presentaban máximos históricos, las valuaciones de las empresas no resultaban desproporcionadas considerando el entorno de tasas de interés en mínimos históricos.

Si los gobiernos actúan en forma deliberada y coordinada, es posible que el daño que el virus le cause a economías industrializadas sea temporal, y se manifieste predominantemente en la primera mitad del año. La economía de Estados Unidos entrará en una recesión –quizá severa– con certeza. El segundo trimestre de 2020 pudiera ver caídas anualizadas similares a las experimentadas en el segundo trimestre de 1980 (-8%) y en el cuarto trimestre de 2008 (-8.4%). Pero la recuperación puede ser vigorosa, como consecuencia del estímulo fiscal que se aproxima, quizás el mayor en la historia.

Paliar el impacto de una crisis de demanda como la de 2008 fue relativamente fácil, haciendo uso de herramientas monetarias. En ese momento, mucha gente dejó de gastar y comprar como reacción al desplome en el valor de los activos en su patrimonio. Todos los bancos del mundo inyectaron cantidades descomunales –y sin precedente– de liquidez (imprimieron dinero) para estimular la demanda y para provocar una fuerte baja en las tasas de interés, e incrementar la disponibilidad de crédito.

Ese tipo de estímulo será insuficiente en esta ocasión, además de que el arsenal monetario de los grandes bancos centrales del mundo está muy diezmado, pues las tasas de interés ya eran ínfimas, o incluso negativas en algunas economías. En la primera etapa de la crisis, de poco sirve estimular demanda cuando ha ocurrido una interrupción de la oferta, provocada por el cierre de fábricas chinas en regiones afectadas por la pandemia. La capacidad productiva de entidades estadounidenses, europeas y de otros países, resultará también afectada. Muchas cadenas de valor se frenaron al no contar con piezas o materiales provistos por entidades chinas. Si una pieza del motor de un automóvil era hecha en ese país, por ejemplo, toda la línea de producción (en otros países) se detuvo al no contar con ella, y eso provocó que ese automóvil tampoco llegara a la agencia de automóviles para venderse.

Ahora viene la mayor interrupción en la demanda que haya sucedido en lo que tengo de vida. A diferencia de 2008, donde muchos dejaron de comprar, en esta ocasión la parálisis es más generalizada. Se estima que tan sólo en las últimas dos semanas, la cancelación de conferencias y eventos en Estados Unidos detuvo a más de 900 mil viajeros individuales. Más de 450 mil estadounidenses viven directa o indirectamente de la industria de cruceros, que se ha detenido por completo. La ciudad de Nueva York, donde vivo, se paraliza rápidamente. Cerraron la mayoría de los edificios de oficinas, y las empresas equiparon a sus empleados para trabajar de casa. Cerraron los teatros de Broadway, Lincoln Center, todos los museos y se prohíbe cualquier evento de concurrencia masiva. El impacto sobre aerolíneas, hoteles y restaurantes será tremendo; el que sentirán taxistas y otros prestadores de servicios podría ser más inmediato. Lo mismo ocurrirá en otras ciudades, es sólo cuestión de tiempo.

El gran reto que viene es cómo coordinar políticas públicas para evitar una caída libre y daño permanente. Se requiere de una urgente y determinante inyección de abundantes recursos fiscales, por distintos canales. Por ejemplo, no hay aerolínea que resista lo que viene. Se detendrán casi por completo los viajes locales e internacionales. American Airlines, por ejemplo, anunció que mantendrá en tierra (o retirará) 70% de su flotilla de aeronaves. Todas las líneas aéreas del mundo tienen que hacer pagos periódicos sobre su deuda, lo cual incluye pagar por el arrendamiento de sus aviones. Sin ayuda de sus respectivos gobiernos, quebrarán. Si quiebran, afectarán al sistema bancario y a los individuos que mantienen en sus cuentas de ahorro bonos emitidos por ellas, y habrá despidos masivos de personal. En ese caso, sí el daño sería permanente. El mismo análisis aplica a otros sectores y a negocios de todos los tamaños. Hay que poner recursos al alcance de pequeños negocios que son mucho menos resistentes, que dejarán de percibir ingresos, y que viven más en el día a día.

Pero hay otras secuelas de la crisis que merecen ser analizadas. Al detenerse la industria de la aviación, y al quedarse millones de seres humanos en casa, la demanda de turbosina, gasolina, y derivados del petróleo en general se ha desplomado. Cuando se esperaba que la demanda por petróleo creciera en 2020 en el equivalente a cuando menos un millón de barriles diarios, ahora la Agencia Internacional de Energía vaticina una fuerte contracción en la demanda. Los precios del petróleo bajaron consecuentemente, y al haber desacuerdo entre Arabia Saudita y Rusia sobre una posible reducción en la oferta, los saudíes decidieron compensar la caída en el precio incrementando la cantidad de petróleo que venden, provocando un mayor desplome.

La fuerte baja pone en riesgo a los productores de shale estadounidenses. Muchos de ellos han financiado su producción con deuda (bancaria o emitiendo bonos), por lo que su incapacidad para pagar intereses provocará problemas en algunos bancos regionales, e impactará también a inversionistas que compraron bonos chatarra emitidos por estas entidades.

¿Y México? Esta crisis nos pegará en muchas formas. Primero, la interrupción de cadenas de valor tendrá un efecto negativo. Podríamos ver el cierre temporal de plantas automotrices como consecuencia de la escasez de partes provenientes de Europa y Asia. Esta habría sido una extraordinaria oportunidad para subrayar la importancia logística de que industrias estadounidenses movieran producción de otras regiones a México, ganando agilidad al proveer desde puntos geográficamente cercanos. Sin embargo, el gobierno de López Obrador parece haberse empeñado en generar incertidumbre a potenciales inversionistas que no entienden la irracionalidad de la cancelación del aeropuerto, el intento de cambiarle las reglas del juego a quienes invirtieron en gasoductos, la suspensión de rondas y farmouts petroleras, o la consulta popular para ver si una empresa –Constellation Brands– puede echar a andar la planta de 1,400 millones de dólares que contaba con todas las licencias de ley y que ya construyó en Mexicali.

Además, estaremos fuertemente afectados por la desaceleración de la economía estadounidense, dañada tanto por la pandemia como por la histórica caída en los mercados financieros, que hasta el viernes habían perdido 7.8 millones de millones de dólares de capitalización (midiendo desde su máximo histórico el 19 de febrero). Se detendrá el turismo que proviene de ese país, se reducirá la demanda de nuestras exportaciones y caerán fuertemente las remesas que envían nuestros paisanos. Una vez que surjan más casos de contagio en México, Donald Trump podría cerrar la frontera y aprovechar para exaltar la importancia de contar con un muro fronterizo en este tipo de situación. Eso le resultaría muy oportuno en su campaña de reelección.

La situación de Pemex se ha vuelto muy grave en este entorno. Recordemos que esta empresa arrojó pérdidas operativas por 18 mil millones de dólares en 2019, 35 mil millones (2.7% del PIB) si incluimos el aumento en su pasivo laboral contingente en 2019, en medio de un entorno estable y positivo para el mercado petrolero. 2020 presentará retos extraordinarios a todas las petroleras del mundo. Muchas de ellas han reaccionado rápidamente reduciendo personal, cortando costos y cancelando proyectos de inversión. La reacción de Pemex será paupérrima. Adicionalmente, el negocio de refinación siempre se colapsa cuando hay caídas importantes en el precio del petróleo, pues los de por sí delgados márgenes de utilidad desaparecen. Pemex opera algunas de las refinerías más ineficientes del mundo, sus pérdidas serán cuantiosas. Sin embargo, la primera reacción de la Secretaria de Energía Rocío Nahle fue afirmar que este es un entorno en el que Pemex “debe apostar por mayor refinación”, ignorando el hecho de que la empresa pierde dinero por cada barril de crudo que refina. Entre más refinación, más pérdida.

La calificadora Moody’s había manifestado su preocupación de que la deplorable situación financiera de Pemex amenazaba con afectar la estabilidad fiscal de México, pues el enorme y creciente hoyo en esa empresa será cubierto con recursos públicos. Decía eso antes de esta crisis en el mercado petrolero mundial, ahora la situación es francamente grave.

Pemex ha decidido ahorrar dinero donde no debió hacerlo. La empresa no adquirió, por ejemplo, programas para protegerse de infiltraciones criminales a sus sistemas de cómputo. El resultado fue que éste ha estado jaqueado por meses, y los criminales exigen un pago de 5 millones de dólares para liberarlo. Los delincuentes ya empezaron a publicar información confidencial e incómoda sobre la empresa. Igualmente, todo parece indicar que no se hicieron coberturas suficientes para protegerse de caídas inesperadas en el precio. Si había alguna duda, esto confirma la descomunal incompetencia de quienes manejan la empresa. El daño causado pone en riesgo la estabilidad económica de México, y la viabilidad política del proyecto de López Obrador.

Considerando que hay alrededor de dos millones de millones de pesos de inversionistas extranjeros invertidos en papel de deuda emitido por el gobierno mexicano en moneda local porque su alta tasa de interés lo hace atractivo, la reciente debilidad del peso podría provocar su salida. Si bien reciben una tasa de 7%, la depreciación de nuestra moneda ya les costó más de lo que esperaban recibir de intereses todo el año.

Pero quizás el peor riesgo que se aproxima es el de salud pública. El gobierno de López Obrador sigue sin reconocer la incontestable gravedad de la pandemia que vive el mundo, y a veces pareciera creer que es posible que el virus simplemente sea benévolo con México. No lo será.

A diferencia de Estados Unidos, donde la reacción a nivel del poder ejecutivo también ha sido patética, México no cuenta con un masivo sistema de hospitales universitarios o con poderosas entidades de la sociedad civil que se involucren en tareas de salud pública. La Fundación Gates, por ejemplo, tiene más impacto y presupuesto que el Banco Mundial en este renglón, a nivel mundial. En México no ha habido autoridades sanitarias dispuestas a contradecir la indocta actitud del presidente López Obrador, como lo han hecho autoridades estadounidenses que públicamente han contradicho a Trump. Es poco realista esperar que el sistema de salud pública mexicano, que ha presentado una carencia criminal de materiales para administrarle quimioterapia a niños, sí haya tenido la sensatez para comprar respiradores, reactivos para prueba, y para desarrollar protocolos de emergencia.

Países como Corea del Sur han sido extraordinariamente eficientes en la contención de la pandemia al desarrollar aplicaciones móviles que permiten que posibles infectados acudan a centros de diagnóstico fuera de zonas pobladas, donde se les hacen pruebas en el automóvil y se les da seguimiento a partir de la localización posible con sus teléfonos celulares, para así hacer mapas de rutas de contagio comunitario. Urge que en México diseñemos sistemas eficientes, considerando las condiciones económicas y físicas de nuestra población. Estados Unidos está imitando y mejorando, aunque en forma tardía, esos procedimientos.

En lo económico, en Estados Unidos se están efectuando reuniones urgentes entre legisladores y autoridades económicas para diseñar programas de rescate a empresas en sectores que resultarán evidentemente devastados. Proveerán crédito a pequeños negocios para evitar su cierre, y para permitir que quienes necesitan del ingreso que generan diario para subsistir puedan quedarse en casa. Se está considerando repartirles cheques en forma masiva a las comunidades más afectadas. López Obrador difícilmente entenderá que este es un momento donde hay que dejar atrás la austeridad que ha defendido para evitar que la economía se desplome. En un país en el que más de la mitad de la economía ocurre en la informalidad, será difícil hacerle llegar recursos a quienes más los necesiten. Y aun si lo hicieran, es difícil creer que sería sin sesgo político o clientelar.

En México estamos perdiendo tiempo valioso. Hoy, más que nunca, necesitamos hacer a un lado la política y concentrarnos en enfrentar una pandemia cuyo daño dependerá de nuestra capacidad de reaccionar unidos en forma oportuna, solidaria e inteligente. El virus no distingue entre ricos y pobres, entre “conservadores” o “liberales”. Como toda crisis, ésta también pasará, pero de nuestra reacción dependerá que no deje una secuela de daño permanente.

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Es columnista en el periódico Reforma.


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