En diciembre del 2019 adquirió relevancia una nueva denuncia sobre la acción de militares de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah) entre 2004 y 2017: centenas de mujeres haitianas fueron violadas y sus hijos abandonados por cascos azules. Los “hijos de la Minustah” se agregan a una larga lista de males que incluye, además de delitos sexuales, ejecuciones sumarias, el uso excesivo de la fuerza contra la población más pobre (sobre todo de Puerto Príncipe) y la epidemia de cólera que agravó de forma exponencial el desastre sanitario que siguió al devastador terremoto del 12 de enero de 2010 –según una investigación de la propia ONU, fueron soldados de Nepal los que importaron la bacteria hasta entonces inexistente en el Caribe–. Poco o nada hicieron las autoridades de las Naciones Unidas para aliviar los sufrimientos creados por la intervención y nunca se atendieron las demandas de reparación. También en el plano político la acción de la Minustah se mostró como un estruendoso fracaso. Tras los trece años de esta misión, el país caribeño sigue sumido en una aguda crisis: conflictos entre el Congreso y el ejecutivo; el poder judicial a la deriva; escándalos de corrupción que involucran el manejo del petróleo, la ayuda humanitaria internacional y las recién creadas zonas francas; grandes movilizaciones con barricadas, represión y violencia; reclamos contra el aumento de los precios de los alimentos que exigen la renuncia del presidente Jovenel Moïse; y una emergencia alimentaria que según la fao hoy afecta a más de la mitad de la población del país.
La desactivación de la Minustah en 2017 ocurrió junto a un cambio de agenda geopolítica global que incluyó el reposicionamiento de los principales actores. La administración Trump ha limitado su preocupación por Haití al control de la inmigración. La ONU vive una prolongada crisis política y financiera. Los países sudamericanos que aportaban más militares a la misión han sufrido cambios agudos: giros a la derecha, alineamientos con otros países, crisis económicas. El caso más notable es el de Brasil, no solo por haber enviado el mayor contingente militar (más de treinta mil soldados), ni por haber mantenido el comando de la misión durante toda su existencia (en total once generales brasileños estuvieron al frente), sino por el efecto que la presencia militar en el país caribeño ha tenido y tiene en la política brasileña, legitimando la participación castrense en el actual gobierno y el giro a la ultraderecha que vive el país desde el ascenso del excapitán y ahora presidente Jair Messias Bolsonaro.
Después del golpe de Estado que derrocó a Jean-Bertrand Aristide en 2004, Haití fue intervenido militarmente por Estados Unidos, Francia y Canadá. Los norteamericanos buscaron ser sustituidos por una fuerza de la OEA, pero Brasil junto con otros países sudamericanos presionó para que la misión fuera creada por la ONU, buscando mayor independencia con respecto a los intereses estadounidenses. En aquel momento, el Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva se perfilaba como un actor internacional que promovió la formación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que se negó con otros países a integrar el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) promovida por los norteamericanos, que impulsó la creación de una asociación económica-comercial entre Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica (brics) y que alimentó la esperanza de ocupar un lugar permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Brasil tenía una larga historia de participación en misiones militares de la ONU, pero nunca antes había ejercido el comando militar. Como telón de fondo, su protagonismo se explica por las alianzas que la administración del Partido de los Trabajadores (PT) entabló con empresas brasileñas en proceso de expansión hacia nuevos mercados en América Latina y África y también por la cercanía del partido con las fuerzas armadas, las cuales gozaron de un intenso proceso de reequipamiento. A su vez, el rediseño del control de las fronteras terrestres (cuya extensión es de aproximadamente diecisiete mil kilómetros, más de cinco veces la extensión de la frontera mexicana con los Estados Unidos) y la internacionalización de las carreras militares a través de la ONU contribuyeron a que Brasil liderara la misión. Varios oficiales brasileños ganaron notoriedad y medallas por su desempeño dentro de los cascos azules y por haber concebido y ejecutado las Operaciones Militares en Terrenos Urbanos (mout, por sus siglas en inglés), primero en Haití y después también en la República Democrática del Congo, con las que crearon nuevos parámetros para la “estabilización militar” de conflictos “multipolares”. Esos mismos oficiales se colocaron al frente de la línea de apoyo a Bolsonaro, integraron sus equipos de asesores y, posteriormente, su gabinete, lo que brindó un tinte de legitimidad y de “profesionalismo” a la gestión del hasta no hace mucho oscuro excapitán.
Desde el inicio, la participación en la Minustah fue objeto de polémica en Brasil. La izquierda acusó a Lula de someterse a los intereses norteamericanos. El término “estabilización” fue denunciado como un eufemismo para la normalización del golpe militar y del exilio de Aristide en Sudáfrica, y para justificar la ocupación militar del país y la abertura indiscriminada de los ya miserables mercados haitianos. Para los representantes de la derecha, la política externa del PT se calificaba de “irresponsable”, alineada a los entonces imperantes “populismos” sudamericanos y dispendiosa: sus críticos denunciaban millones de dólares en campañas militares internacionales, cuyos objetivos principales eran domésticos e irrealistas –como la ambición de reformar el Consejo de Seguridad de la ONU para ocupar un asiento permanente–. Las controversias y rechazos suscitados por la intervención militar en fuerzas políticas y organizaciones civiles haitianas nunca fueron objeto de atención por parte de la ONU y la prensa brasileña.
Sin embargo, en Brasil la polémica ganó intensidad cuando la experiencia haitiana comenzó a influir en cuestiones de seguridad interna. El primer evento significativo ocurrió en 2010, con la ocupación militar del Complexo do Alemão, bajo el alegado objetivo de “pacificar” esa enorme región de favelas en la zona norte de Río de Janeiro, que estaba (y continúa estando) sujeta a conflictos armados entre bandas ligadas al narcotráfico y la policía. A partir de entonces la presencia militar para resolver cuestiones de seguridad doméstica se intensificó. En 2014 las fuerzas militares intervinieron en el Complexo da Maré, otra extensa área de favelas cariocas. Y cuatro años después se dispuso la intervención militar del estado de Río de Janeiro, la cual se extendió hasta después del inicio de la gestión de Bolsonaro.
El ordenamiento legal que permitió la participación de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interior constituye las llamadas operaciones de Garantía de la Ley y el Orden (glo). Ha habido decenas de estas en las últimas décadas para proteger a los altos mandatarios y los grandes eventos internacionales, así como para atender las crisis en los estados motivadas por las huelgas de efectivos policiales. No obstante, las intervenciones en Río de Janeiro tuvieron un tono especial, aparte de movilizar millares de efectivos, fueron explícitamente legitimadas en una supuesta pericia ganada en tierras haitianas. A pesar del rechazo por parte de los especialistas en seguridad pública, buena parte de la prensa, de la clase política y de los oficiales postulaban que el entrenamiento recibido en los barrios populares haitianos, sobre todo en Puerto Príncipe, había servido como “laboratorio” y era una garantía de triunfo para intervenir en las favelas cariocas.
El fracaso de esas acciones quedó demostrado en la persistencia de los altos índices de violencia y ganó un dramático estatuto público luego del asesinato de la concejala Marielle Franco, que había denunciado la intervención militar y las sucesivas violaciones a los derechos humanos suscitadas por las acciones castrenses. Su asesinato continúa envuelto en una oscura trama en la que participan grupos paramilitares ligados a Bolsonaro y a sus hijos (uno senador, otro diputado y otro más concejal). La trayectoria política del actual presidente, que durante tres décadas se desempeñó como diputado nacional, fue construida justamente en esos dos frentes: la periferia de la zona oeste de la ciudad de Río de Janeiro, campo privilegiado de la acción miliciana, y los efectivos militares y las fuerzas de seguridad cuyos intereses fueron defendidos por el excapitán. El origen de la conversión a la política de Bolsonaro se localiza precisamente en su expulsión del ejército, en 1988, luego de que un tribunal militar lo encontrara culpable de “transgresión grave, indisciplina y deslealtad” por haber encabezado un movimiento de incremento salarial y estar envuelto en la planificación de un atentado con una bomba.
A pesar de las manifestaciones en contra de la participación de altos oficiales de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interior, las voces castrenses comenzaron a ser oídas cada vez con mayor protagonismo en la política doméstica. El punto de inflexión fue protagonizado por quien fue el primer comandante de la Minustah, el general Augusto Heleno Ribeiro Pereira, nombrado en 2007, luego de su retorno de Haití, comandante militar de la Amazonia. Durante su cargo, Ribeiro realizó inusitados pronunciamientos públicos. En una conferencia en el Club Militar se opuso a la demarcación de la gigantesca reserva indígena Raposa Serra do Sol, en el estado de Roraima, dispuesta durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso y sancionada por Lula en 2005, lo que ocasionó vehementes reacciones entre terratenientes y militares. Su acusación contra el presidente Lula por poner en riesgo la seguridad interior, bajo el argumento de que la reserva amenazaba la soberanía nacional en un territorio de frontera, condujo a su desplazamiento en 2008. Más adelante, Heleno se revelaría como un fervoroso militante antipetista frente a auditorios no solo de militares sino también de empresarios, iglesias pentecostales y logias masónicas, hasta transformarse, en los últimos meses de la campaña electoral, en uno de los principales asesores de Bolsonaro y, luego, uno de sus principales ministros, pues ejerce hasta el momento de escribir este texto el cargo de jefe del Gabinete de Seguridad Institucional de la presidencia.
La oposición de los oficiales al gobierno del PT había ganado fuerza también luego de que en 2011 la presidenta Dilma Rousseff –presa y torturada durante la dictadura militar– dispusiera la creación de la Comisión Nacional de la Verdad. La revisión del pasado autoritario fue vista por los militares como una violación del pacto establecido en la transición, lanzándolos definitivamente al juego político y posteriormente aproximándolos a Bolsonaro. En la víspera de la reunión de la Corte Suprema de Justicia que declararía inelegible a Lula, cuando era pleno favorito en la campaña de 2018, el general Eduardo Villas Bôas, comandante en jefe del ejército, lanzó una amenaza a los jueces por Twitter explícitamente poniendo en juego la continuidad democrática. Más tarde, ya presidente, Bolsonaro agradeció públicamente al general por su intervención sin la cual, dijo, “yo no estaría aquí ahora”. En el acto estaba rodeado por la plana mayor del generalato, incluyendo varios de los comandantes de la Minustah que pasaron a ocupar altos cargos en su gobierno y su compañero de fórmula y ahora vicepresidente, el general Hamilton Mourão.
El tratamiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas por los cascos azules en Haití y en otras misiones de las Naciones Unidas depende del diseño de un régimen legal hasta ahora inexistente. Los cascos azules, desde su creación en 1948, permanecen en un limbo jurídico. La ONU no posee instancias para tratar esos asuntos, el Tribunal Penal Internacional solo juzga casos excepcionales de crímenes de lesa humanidad y la consideración de otros delitos por parte de soldados y oficiales queda a cargo de la voluntad de los gobiernos nacionales. De hecho, en el caso haitiano, se registra solo una pena por delitos sexuales a soldados uruguayos, después de una denuncia por la que ofreció disculpas el propio expresidente José Mujica; mientras que la acusación contra 114 miembros del contingente de Sri Lanka por explotación sexual infantil permaneció impune.
Los efectos en los espacios políticos nacionales son asuntos aún más complejos. Solo parece haber un elemento de la política externa de la gestión del PT que el actual gobierno no condena: la participación en misiones de las Naciones Unidas. La Minustah es reivindicada enfáticamente. Heleno acostumbra presentar ese aspecto de su currículum como una credencial que legitima la posición que hoy ocupa en el más alto escalón del poder ejecutivo. La internacionalización y profesionalización favorecida por la ONU–un general brasileño comanda en el Congo la mayor fuerza de cascos azules activa a la fecha– han confluido en lo que el antropólogo y especialista en asunto militares Piero Leirner no ha dudado en calificar como un escenario local de la “guerra híbrida” que se desarrolla en el plano global. En el nuevo ordenamiento que esperemos surja de la actual crisis, las fuerzas democráticas brasileñas tendrán que ser capaces de, por fin, discutir el lugar de los militares en el país. Algo que quedó pendiente con el fin de la dictadura, que ninguno de los gobiernos anteriores se atrevió a revisar y por lo que el país sudamericano paga un precio desmedido en la actual deriva autoritaria. ~
Profesor de Antropología en el Museu Nacional de Rio de Janeiro. Miembro de la Escuela de Ciencias Sociales, Instituto de Estudios Avanzados, Princeton.