Ilustración: Eduardo Ramón

El regreso de La peste

La novela de Camus nunca ha perdido vigencia, pero ahora resulta especialmente relevante. Su trama, sus símbolos y sus implicaciones filosóficas nos ayudan a entender la plaga, la sociedad, el deber y la esperanza.
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De repente, ha vuelto. Me refiero a La peste, de Albert Camus.

En francés, tanto la edición clásica con cubierta de color crema como la reimpresión de bolsillo en Folio están agotadas, mientras que las webs de las librerías dicen “no disponible”. Las traducciones al español están invariablemente no disponibles. Unos ejemplares, en general usados, de la traducción de Stuart Gilbert al inglés (una obra maestra en sí misma: sirva como advertencia para los demás) siguen en Amazon.com, mientras que Penguin Random House UK, que vendió solo 226 ejemplares el año pasado, colocó más de 1.500 en una semana de marzo y está reimprimiendo. En todos los idiomas se anuncian ediciones de tapa dura a precios absurdos: un compendio de Everyman que vale 12,99 libras en el Reino Unido cuesta 68 dólares en Estados Unidos.

Es el libro que leímos cuando éramos jóvenes, o que nunca llegamos a leer porque lo dejamos para un día de lluvia. Pero también es el libro que necesitábamos leer y releer una y otra vez, a medida que una calamidad solapaba a otra, y ahora que ha llegado el día de lluvia todo el mundo quiere leer la obra más famosa que la literatura del siglo XX produjo sobre la peste.

La peste se publicó en 1947, a la sombra del Holocausto, en una Europa en la que la gente vagaba por las ruinas, en busca de seres queridos perdidos y vidas perdidas. Transcurre en una época contemporánea, pero con trama ficticia, en la ciudad argelina de Orán, en la época colonial francesa (en árabe: Wahrān), y describe la llegada y las terribles consecuencias de una plaga letal. (El propio Camus creció en Belcourt, un suburbio de Argel.)

Camus empezó a escribir el libro cuando Francia estaba ocupada por los alemanes, poco después de terminar su tratado filosófico El mito de Sísifo. Escribió en prefacios de ediciones posteriores de Sísifo que Franz Kafka nos obligaba a leer sus libros dos veces: primero para absorber el relato literal, después el figurativo o alegórico. Por eso, La peste no puede leerse menos de tres veces, porque hablaba, y todavía habla, en tres niveles: literal, alegórico y universal. Literal, como vívidamente lo experimentan hoy los lectores: la historia de la plaga que asola y domina una ciudad, su posterior aislamiento del mundo exterior, el subsiguiente “exilio” e infestación del populacho. Alegórico: como retrato del fascismo, del Tercer Reich, su esencia maligna y alcance asesino, su ocupación de Francia y la resistencia a esa ocupación. Universal: las cuestiones duales del absurdo y el mal en nuestra experiencia de la vida, el mundo y el universo, y nuestra forma de ceder o resistir ante las dos.

La peste siempre ha sido mi libro preferido, desde la adolescencia, cuando anotaba obsesivamente mi edición del Livre de Poche –con una cubierta que mostraba una figura oculta y maléfica que vigilaba las pequeñas casas de una ciudad desierta– durante una serie de exámenes que en la Gran Bretaña de finales de los sesenta se llamaban O levels y se hacían a los quince años. Me encantaba el libro, y todavía es así, por su contundencia literal, alegórica y universal. Lo he leído cada cinco años desde entonces, y siempre me habla de manera perenne, también apropiada para una circunstancia específica de la época.

La última vez que me pasó, en el 55 aniversario de la muerte de Camus en un accidente de coche en la autopista A6 cerca de Villeblévin en 1960, fue en un viaje a Borgoña, en la misma zona, durante el brote de ébola de comienzos de 2015. Publiqué un artículo en The Guardian, donde decía que “todos deberíamos releer La peste regularmente”, y me pareció no solo una descripción de lo que entonces sufrían en Nigeria, Gabón, Guinea y otros lugares, sino una parábola sobre el “turbocapitalismo destructivo e hipermaterialista”, en guerra con la naturaleza, que siempre está presente en Camus como medida, y como telón de fondo, de los esfuerzos humanos. Los editores le pusieron un subtítulo desafortunadamente optimista, a la luz del paisaje político actual: “La ‘plaga’ fascista que inspiró la novela puede haber desaparecido, pero 55 años después de su muerte, muchas otras variedades de la pestilencia hacen que este libro conserve una urgente relevancia”.

((Ed Vulliamy, “Albert Camus’ The plague: a story for our, and all, times”, The Guardian, 15/1/2015.
 
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Ahora el libro de Camus parece más pertinente que nunca. La tercera aplicación, universal, nunca desapareció, pero las dos primeras son un puñetazo: estamos bajo una plaga física, y nuestras sociedades están contaminadas de nuevo por ese otro contagio, el fascismo. No solo el fascismo tradicional, porque la izquierda está también en ello: lo que los periódicos llaman perezosamente “populismo”, el virus que el historiador mexicano Enrique Krauze llama “el pueblo soy yo”: una política de odio y división dirigida por una figura que asegura expresar y encarnar la “voluntad del pueblo” como organismo.

1.

Pero empecemos con la narrativa literal del libro, y la razón de su repentino interés y ventas: la peste. Después de todo, Albert Camus llama a su obra crónica y no novela. Devoró a los clásicos, y entre ellos estaban Tucídides, cuya historia de las guerras del Peloponeso incluye un relato vívido de la plaga en Atenas, la Ilíada de Homero, el Edipo de Sófocles y De la naturaleza de las cosas de Lucrecio, cuyo pasaje final –que Camus cita específicamente en La peste– describe a los atenienses luchando entre sí por el espacio en la orilla, para incinerar a los muertos, en vez de abandonarlos en “el agua tranquila y sombría”. Camus conocía el relato de Daniel Defoe sobre la peste de Londres y debía de estar bien informado de la epidemia de cólera que asoló Orán en 1849. En La peste habla del “encarnizamiento” en Roma y Pavía; la cultura tradicional francesa está llena de historias de la peste en Marsella en 1722. Había habido pestilencia en París en 1920, en Casablanca a principios de los cuarenta y el último brote en Europa contaminó Ajaccio cuando Camus escribía el libro, en 1945. Estaba claramente fascinado por la peste real.

Ahora llega este coronavirus, la pandemia de la Covid-19; la peste ha vuelto. Había regresado hace poco con el zika, con el cólera en Etiopía, India, Irak, Vietnam y Somalia; con el chikunguña en América; la fiebre del dengue en Bolivia y Pakistán; con la meningitis y luego el ébola en África occidental. Pero todo eso estaba “muy lejos”. La Covid-19 es más igualitaria: no solo castiga a los pobres, no tiene favoritos ni piedad o discriminación; viene a por todos y esta vez el industrializado hemisferio norte la lleva al sur. Como ha señalado Arundhati Roy, Estados Unidos, con toda su riqueza de bombas y misiles, tiene que combatir en esta guerra con equipamiento hecho con bolsas de basura.

((Arundhati Roy, “The pandemic is a portal”, Financial Times, 4/4/2020
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 La humanidad arrogante, con su pericia científica, su “dominio” de la naturaleza –predicado por las religiones monoteístas, por el capitalismo y por el socialismo–, su asombrosa tecnología y con lo que Leon Battista Alberti llamó “el hombre, la medida de todas las cosas” en el Renacimiento florentino, afronta una enfermedad aterradora que no puede controlar. Bienvenido de nuevo, Albert Camus.

No es raro que la gente quiera leer La peste de pronto. Desde el principio, habla de la experiencia y el miedo que creíamos que pertenecía a otros lugares y otros tiempos, y que ahora describe nuestra propia vida. “Se admitirá fácilmente que no hubiese nada que hiciera esperar a nuestros conciudadanos los acontecimientos que se produjeron en la primavera de aquel año”, escribe Camus. Un portero insiste en que “en la casa no había ratas”. “Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanistas: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. […] Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.”

((Los fragmentos citados de La peste utilizan la traducción de Rosa Chacel (Albert Camus, Obras completas, Alianza, 2010).
 
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Un informe de marzo de 2020 de la Harvard Business Review sobre el fracaso de Europa y América para aprender de la temprana experiencia italiana con la Covid-19 cita a Angelo Borelli, jefe de la Protezione Civile italiana, diciendo: “El virus es más rápido que nuestra burocracia.”

((Gary P. Pisano, Raffaella Sadun y Michele Zanini, “Lessons from Italy’s response to coronavirus”, Harvard Business Review, 27/3/2020.
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 Hemos visto titubear a los gobiernos, luego cubrir sus huellas. Camus apuntó que: “La municipalidad no se había propuesto nada ni había tomado ninguna medida, pero empezó por reunirse en consejo para deliberar.” En cuanto las autoridades emiten órdenes, pocas y tarde, el doctor Bernard Rieux –el héroe del libro en todos los sentidos– señala: “¡Órdenes! Lo que haría falta es imaginación.” “Se ha hecho por la vía oficial”, dice Jean Tarrou, un visitante de Orán cuya compañía y amistad con Rieux es el tema más positivo del libro. “No están nunca en proporción con las calamidades.”

Más tarde llegaremos a Camus y la naturaleza, pero merece la pena observar ahora que el coronavirus está acompañado de la belleza y promesa de la primavera, en flor y en fruto. Pero mientras la tierra viene a la vida, la muerte acecha en la tierra. Camus revive el espectro de “las carretas de muertos en el Londres aterrado […]. No, todo esto no era todavía suficientemente fuerte para matar la paz de ese día”. Una plaga toma Orán, “Durante ese tiempo, y de todos los arrabales próximos, la primavera llegaba a los mercados.”

El primero en pronunciar la palabra “peste” es Rieux, en una conversación con el doctor Castel, que recuerda: “como decía un colega: ‘Es imposible, todo el mundo sabe que ha desaparecido de Occidente.’ Sí, todo el mundo lo sabe, excepto los muertos. Vamos, Rieux usted sabe tan bien como yo lo que es.” Y, sin duda: “El viejo Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. […] Me quema –decía–, me quema, el muy cerdo.” ¿Cuánta gente, ahora muerta, ha descubierto eso las últimas semanas? ¿Cuántos parientes no estaban ni siquiera junto a la cama cuando ocurrió? ¿Y cuántos más?

Ahora los políticos tienen el cuajo de alabar los “servicios sanitarios” que han mutilado y privado de recursos durante décadas. (La situación es especialmente paradójica en el Reino Unido, donde el National Health Service depende en buena medida de profesionales y profesionales de Europa que la mayoría británica –y el gobierno incumbente– votó de facto deportar. Y en Estados Unidos, donde el presidente Trump prometió abolir el “Obamacare” y donde muchos hispanos, su objeto de odio preferido, trabajan en hospitales.) Pero los profesionales con exceso de trabajo y mal pagados en la sanidad, así como el personal de enfermería y auxiliar, son las heroínas y héroes del momento aunque no los merezcamos, y el doctor Rieux establece que cualquier debate se reduce a esto: “Lo esencial era hacer bien su oficio.” Propone “levantar contra la epidemia una verdadera barrera o no hacer nada […] Rieux nunca había encontrado su oficio tan pesado”.

Rieux, al nivel de la narrativa literal del libro y de su impacto inmediato, es el Médico Universal, con su equipo de apoyo de aquellos que reconocemos como enfermeros, paramédicos, encargados de admisión, radiólogos, porteros de hospital, cocineros y limpiadores. Me recuerda un reportaje que publicó La Repubblica a mediados de marzo sobre Cinzia Capelli, “gestora de camas” en el hospital Giovanni XXIII de Bérgamo, epicentro de la pandemia italiana. “Cien enfermos llegan cada día”, dijo, “y una cama para cada uno. Es como vaciar el mar con una cuchara agujereada”.

((Paolo Berizzi, “Cinzia, la forza di Bergamo”, La Repubblica, 27/3/2020.
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 En un momento determinado, sin embargo, la peste supera incluso a las profesiones médicas. “Dentro de quince días o un mes usted ya no será aquí de ninguna utilidad, los acontecimientos le han superado. –Es verdad –dijo Rieux.”

Si reaccionamos con inteligencia a la crisis actual, ahora reconocemos la condición sobre la que escribe Camus. Reconocemos que “esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados”. “La peste los dejaba, al mismo tiempo, ociosos, reducidos a dar vueltas a la ciudad […] a hacer todos los días el mismo camino que, en una ciudad tan pequeña, casi siempre era aquel que en otra época habían recorrido con el ausente.” “Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar […] Aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado.” Había una “ociosidad insoportable”, escribe Camus. Los amantes podían “remontar la corriente de su amor, examinando sus imperfecciones”.

Y, sin embargo, como vemos a nuestro alrededor ahora, Camus señala de una mañana: “Hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esta pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias.” Recuerdo música rock y de cámara en el Sarajevo sitiado, donde los cosméticos solo iban por detrás de los cigarrillos en el mercado negro. Esta semana, el ánimo sombrío mejoró gracias a un grupo punk que tocaba a través de las ventanas abiertas de un apartamento en un primero de Portobello Road en Londres para la gente que hacía cola guardando dos metros de distancia en el exterior de un supermercado. Vemos la falta de “distanciamiento social” en Orán: sus cafés y bares seguían abiertos, buena parte de la acción transcurre en restaurantes. Pero “no sabes lo que tienes hasta que no está”, cantaba Joni Mitchell, y el personaje Raymond Rambert de Camus –parisino pero varado en Orán– va a la estación de tren aunque no hay trenes, solo para ver las vías e imagina escenas de París, “una ciudad que no sabía que amaba tanto”.

Rambert es un periodista que, en vez de preferir quedarse e informar sobre la peste, como le pide Rieux, intenta escapar para reunirse con su esposa en la capital francesa. Y, del mismo modo que con sus anhelos en la estación de tren, ocurre con los decididos coqueteos de la juventud y con el fútbol. También tiene que haber risas alguna vez, incluso durante una pandemia, y Camus era un voraz bon-vivant. También era un fanático del fútbol, y jugó de portero en el Racing Universitaire de Argelia (¿en qué otra posición podría jugar un existencialista?). La obsesión con el fútbol era algo que Camus compartía con otro contemporáneo, el gran compositor ruso Dmitri Shostakóvich. Algunos lo consideran una banalidad irrelevante –incluso molesta–, pero a mi juicio muestra la fuerza de la vida en los dos. (Es significativo que el fundador del estéril positivismo lógico anglosajón, A. J. Ayer –que trabajó para la inteligencia británica durante la guerra– conociera y escuchase a Camus, solo para despreciarlo ante todo como futbolista “profesional”, algo que por otra parte Camus nunca fue: siempre fue un futbolista amateur.)

((Robert Zaretsky, A life worth living: Albert Camus and the quest for meaning, Harvard University Press, Cambridge, 2013, pp. 47-48.
 
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 Y, por supuesto, el fútbol está ahí. Un encuentro potencialmente embarazoso entre Rambert y su contacto adquiere una relajación etílica cuando descubren que los dos juegan y hablan “del campeonato de Francia, del valor de los equipos profesionales ingleses y de la táctica en W”. El traficante, González, incluso señala que “no había mejor puesto en un equipo que el de medio centro”; “el medio centro es el que distribuye el juego”. Camus retoma el tema en un escenario terrible: cuando González visita el estadio de Orán convertido en un campo de aislamiento, empieza a “evocar a su modo el olor de la embrocación de los vestuarios, las tribunas atestadas, las camisetas de colores vivos sobre el terreno amarillento, los limones en el descanso”.

Rambert es un personaje importante. En una conversación clave con Rieux, acusa al médico de vivir en un mundo de abstracciones, mientras que él busca lo que realmente importa: el amor. El hombre no es más que “una idea”, insiste, “a partir del momento en que se desvía del amor”. Rieux no está de acuerdo –“el hombre no es una idea, Rambert”– y declina ayudarle a escapar, pero desea que le vaya bien. Luego Rambert se convierte en un hijo pródigo: cuando ha organizado su huida, Rieux y su amigo Jean Tarrou han establecido equipos para combatir la peste y –avergonzado por su conciencia e impulsado por la solidaridad– Rambert renuncia a su propio plan, y se une. Aunque La peste discute el cristianismo, el tema bíblico de la penitencia recorre el libro: un juez pomposo llamado Othon es confinado en un campo de aislamiento, pero cuando es liberado, tras la muerte de su hijo a causa de la peste, regresa como trabajador voluntario.

Los personajes de Camus representan diferentes reacciones al estallido de la plaga. Joseph Grand es un torpe funcionario municipal que cada noche se esfuerza con la frase inicial de una novela. A Cottard, un excéntrico que sufre el rechazo de la sociedad, la peste le ofrece la ocasión de abandonar sus pensamientos suicidas, para disfrutar de la tribulación de los demás y para aprovecharse del mercado negro. Un mercero cuenta el tiempo pasando garbanzos de una cazuela a otra.

Nuestro siguiente personaje de importancia es el padre Paneloux, un sacerdote jesuita, que pronuncia un fiero sermón. “Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido.” Ve en la llegada de la peste “las sementeras que prepararán las cosechas de la verdad […] Ahora sabéis que hay que llegar a lo esencial”. El agnóstico Camus discute con Paneloux apasionadamente, a través de Rieux, aunque el sacerdote es retratado con respeto; Paneloux es un seguidor de san Agustín, y Camus había dedicado su tesis a san Agustín. Tarrou, el otro protagonista del libro, dice: “Comprendo este simpático ardor.”

Los personajes son totalmente francófonos, y franceses. No aparece ni habla ningún árabe, aparte de los tours d’horizon de la población general. Esto es raro en un escritor que venía de una familia pobre y creció en las calles de Belcourt, en las playas y los campos de fútbol de Argel, y que dedicó gran parte de su primer periodismo a los abusos del colonialismo. Pero es aplicable a la mayor parte de la ficción de Camus, aunque todas sus novelas, salvo La caída, suceden en Argelia y, desde los años noventa ha sido reclamado por la escena literaria argelina como uno de los suyos. Y a Camus nunca se le dio bien escribir sobre las mujeres; pocas veces intentó retratarlas, y nunca en papeles centrales. Pero tenemos la figura de la madre de Rieux, con quien vive el doctor, tras haberse despedido de su mujer, que espera a que pase la peste en un sanatorio fuera de la ciudad, víctima de una enfermedad distinta. La señora Rieux sénior es una callada fuerza de la paciencia y del amor trascendente. “Allí era donde pasaba sus días cuando el cuidado de la casa no la tenía ocupada. Con las manos juntas sobre las rodillas, esperaba. Rieux no estaba muy seguro de que fuese a él a quien esperaba.” Como en Esperando a Godot pero con más paciencia que Vladimir y Estragón, se sienta en su sitio preferido junto a la ventana desde la que observa la calle al anochecer, “con las manos quietas y la mirada atenta”. Madre e hijo “se querían siempre en silencio”. Ella exuda fuerza, permanencia y compasión; su presencia es amable pero firme y tranquilizadora. Comparte la muerte de Tarrou, el amigo de Rieux, con su hijo; y luego la noticia del fallecimiento de su nuera, la esposa de Rieux. En su biografía de Camus, Olivier Todd señala un eco de la madre de Camus, a la que adoraba, y que se asomaba por el balcón en su casa en Argel, mirando la calle. Catherine, escribe Patrick McCarthy en su excelente Camus: A critical study of his life and work, “siguió siendo muy española, y Camus absorbió eso”. El marido de Catherine –el padre de Camus– había muerto en el Marne durante la Primera Guerra Mundial; ella sacó adelante a Albert y a su hermano mayor, Lucien, trabajando en una fábrica, y luego limpiando casas. La señora Rieux y la señora Camus parecen interponerse entre las pestes de ambas guerras y la destrucción que causaban al mundo. (Mientras escribo esto, afronto la Covid-19 en el sótano de la casa de mi madre, de 92 años, que mira por la ventana una calle más bien vacía.)

Conforme la peste alcanza su máxima fuerza –el “pico”, como decimos ahora– la perspicacia con que Camus observa la psique colectiva de un pueblo asolado casi resulta dolorosa de leer: “Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instantes.” Por la noche, Orán está “poblada de sonámbulos” y “Por la mañana volvían a la plaga, esto es, a la rutina”. La gente desarrollaba esa “sensibilidad irritada, susceptible, inestable, en fin, que transforma en ofensas los olvidos y que se aflige por la pérdida de un botón”.

Hay también ecos materiales, especialmente en una infernal tercera parte del libro, que solo tiene un capítulo. La peste incluye la macabra obligación para las autoridades locales de enterrar a los muertos en fosas comunes, inicialmente separados por sexos, hasta que “este último pudor desapareció y se enterraron envueltos, los unos sobre los otros, hombres y mujeres, sin preocuparse de la decencia”. Camus también escribe de “extraños convoyes de tranvías sin viajeros bamboleándose sobre el mar. Los habitantes acabaron por saber lo que era. […] Los vehículos traqueteaban en la noche de verano, con su cargamento de flores y de muertos”. Mientras escribo esto, se presta demasiada poca atención a los convoyes de camiones militares que llevan cuerpos por las calles de Bérgamo; la posibilidad atormenta a España; y los presos de la cárcel de Rikers Island esperan un pago de seis dólares la hora por llenar fosas comunes en Nueva York. Eso es en sí un eco de los convoyes que vi salir de la Zona Cero tras los atentados de Al-Qaeda al World Trade Centre, sacando escombros y también los restos de 2602 personas, a un vertedero de Nueva Jersey llamado –no sería posible inventarlo– Fresh Kills. Pero hablaremos más adelante de la incineración de los muertos.

En dos pasajes, las muertes del hijo de Othon y de Tarrou, Camus aborda la peste no como algo abstracto, sino algo que trae un dolor extremo. La primera en particular está entre las descripciones más empáticas y menos misericordiosas que se han escrito de la muerte; cada grito, contorsión, el freno a cualquier intento de este pequeño cuerpo por vivir, está ahí. A la muerte gradualmente horrible de Tarrou se suma la crueldad adicional de que sea uno de los últimos abatidos por la plaga con la que luchó con tanta gallardía, poco antes de que la pandemia se declare superada. Hay una descripción cruda y literal de esas agonías, pero también un movimiento hacia lo figurativo: el dolor extremo es, probablemente, lo que más tememos. La popularidad de las películas apocalípticas refleja nuestro deseo de que el mundo acabe, mientras que sabemos bastante bien, si lo pensamos, que la desaparición de nuestra especie será larga y dolorosa. Esto a su vez es una proyección de nuestro deseo de morir deprisa y sin dolor: cualquier cosa antes de lo que se describe aquí. Por lo que sabemos –los periódicos no parecen muy dispuestos a compartir detalles– la Covid-19 no mata rápido; un superviviente en el Reino Unido hablaba de la sensación de “tener cristales en los pulmones”.

 

2.

Veamos ahora la preocupación figurativa de Camus y los temas políticos: el fascismo y la ocupación nazi. A diferencia de la alegoría pura –El progreso del peregrino de Bunyan, por ejemplo– el simbolismo es intermitente, inconsistente a lo largo del libro, así que no hay un esfuerzo para expresar una opinión; lo alegórico no está encadenado a lo narrativo, o al revés. Nos zambullimos en la realidad y nos apartamos de ella, gracias a las matizaciones del narrador de Camus, que, se revela de forma poco sorprendente al final, es Rieux. También, en vez de contar una serie de acontecimientos reales o experiencias de los que derivar conclusiones filosóficas, Camus crea un relato imaginario para demostrar una idea previa, citando a Defoe en el epígrafe: “Es tan razonable demostrar una forma de prisión por medio de otra como lo es representar algo que realmente existe por algo que no existe”. (Es de un prefacio de Robinson Crusoe, sorprendentemente, y no del libro de Defoe sobre la peste de Londres.)

Utilizar la pestilencia como símbolo no era una idea original de Camus. Es tan viejo como la literatura y como la Biblia. En 1978, Susan Sontag escribió con erudición sobre la idea en La enfermedad y sus metáforas, y examinó la historia de la escritura sobre la “enfermedad como metáfora política”. Burke, nos recuerda, habla de la Revolución francesa como “una convulsión”. Con cruel ironía, se centraba en el despliegue de la imagen del cáncer, que más tarde sufriría ella misma, a la hora de buscar chivos expiatorios políticos: “Si Hitler dijo que los judíos eran el cáncer de Europa”, escribía, “Trotski dijo que el estalinismo era el cáncer del marxismo, y en China en el último año la banda de los cuatro se ha convertido, entre otras cosas, en ‘el cáncer de China’.”

((Susan Sontag, Illness as metaphor, Farrar Straus Giroux, New York, 1978. Hay traducción al castellano (La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas, Debolsillo, 2008.)
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Mientras que Hitler y Mao utilizaban el cáncer para señalar un enemigo en el cuerpo, Camus, desde el otro lado de la lente, muestra la peste como un opresor que llega. Empezó a tomar notas para el libro a finales de 1942, y empezó a escribirlo en 1944. Después de la guerra, Camus permitió que se propagara la leyenda de que había estado desde el principio en la Resistencia francesa. No lo hizo: vivía en un pueblo llamado Le Panelier, cerca de St. Étienne, por razones de salud –padecía tuberculosis– y era consciente del notablemente efectivo círculo de la Resistencia de la ciudad cercana de Chambon, que organizaba un pastor hugonote, André Trocmé: encontraban refugios y falsificaban documentos para judíos que huían del territorio ocupado. Una de las posibles razones para suponer que Camus era consciente de esos esfuerzos se encuentra en las investigaciones del crítico Robert Zaretsky, que descubrió que entre los resistentes había un médico que respondía al nombre de Riou.

Camus solo se unió más tarde al grupo en torno a Combat, la revista de la Resistencia y núcleo activista, bajo la dirección local del intelectual católico René Leynaud. La combinación del retraso de Camus en unirse y de la presencia religiosa en la Resistencia nos hace pensar en la fascinación del agnóstico Camus por sus personajes Rambert (y su tardía incorporación a las fuerzas de ayuda) y el padre Paneloux. Aunque le horroriza el sermón de Paneloux y su idea de una peste punitiva, también le atormenta: “Fuera le pareció a Rieux que la noche estaba llena de gemidos. En alguna parte, en el cielo negro, por encima de las farolas, un silbido sordo le hacía pensar en el invisible azote que abrasaba incansablemente el aire encendido.” Pronto, sin embargo, Camus había conectado con los dos hombres activos y más cercanos a su corazón, el escritor Pascal Pia y el poeta Francis Ponge. Los alemanes eran conocidos como la peste brune –la peste parda– y tras un viaje a Lyon en 1943 Camus, para entonces résistent irrevocable, escribió y publicó (en Ginebra) el prototipo de su obra maestra: Des exiliés de la peste.

La peste está llena de imágenes de ocupación y Holocausto. Hay detalles como el oportunismo de Cottard en el mercado, y los campos de aislamiento, donde se ladran órdenes por los altavoces. Resulta más aterrador, además de las fosas comunes, leer que “un vapor espeso y nauseabundo planeaba sobre los barrios orientales de la ciudad”: venía de los muertos incinerados y nos hace pensar en los hornos de Birkenau. Camus especifica que “un vago olor del Este les recordaba que estaban instalados en un nuevo orden”. En 1947, la mayor parte de los europeos conocían la importancia del sintagma “del Este”, donde los internos de los campos de tránsito eran transportados: era una referencia a Auschwitz. En una visita al campo cubierto de nieve en 2000, un superviviente, Thomas Buergenthal, me contó que, cuando partía a la Marcha de la muerte para salir de Auschwitz, con las tropas rusas acercándose y los hornos detenidos, vio por primera vez volar a los pájaros sobre Birkenau: antes no se había percatado de su ausencia, debida al humo. Y Camus escribe: “los golpes de tampón que acompasaban nuestra vida o nuestra muerte, en medio de los incendios y de las fichas”.

Pero el corte de la alegoría es más profundo, y Tarrou es el filo de la navaja. Tarrou, como Rambert, está varado en Orán, y tiene un diario del tiempo que pasa allí, en el que señala detalles más cercanos que evidentes. Es un refugiado moral de su propio padre, un fiscal que pedía la pena de muerte para los criminales. Tarrou piensa que cualquier asociación, por distante o indirecta que sea, con esa máquina judicial de matar es culpable. En una conversación con Rieux, Tarrou confiesa que solo por ser el hijo de un fiscal siente “vergüenza de haber sido, aunque desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también”. Y: “cada uno lleva en sí mismo la peste”. Le dice a Rieux: “no he tenido nada que aprender con esta epidemia, si no es que tengo que combatirla al lado de usted”. Como dijo John Stuart Mill: “Para lograr sus fines los malvados solo necesitan que los hombres buenos se queden mirando sin hacer nada.” Según ese punto de vista –y el de Tarrou–, no hay menos culpa en las neutrales Suiza, España o Suiza, o la colaboracionista Vichy, que en los propios nazis. En el mundo de la literatura, y en el Premio Nobel que Camus ganó, si seguimos a Tarrou, la galardonada Olga Tokarczuk, al aplaudir que Peter Handke aceptara el mismo precio, suscribió las apologías de Handke del genocidio en los Balcanes, cuando ambos recibieron el premio –a mi juicio profanado– que había obtenido Camus. Incluso apartarse del mal implica una culpa; para Tarrou, hay que resistir a plena luz.

Camus hace una observación intrigante: “Los hombres son más bien buenos que malos y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Solo que ignoran más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar.” Frente a esa pretensión de conocimiento, contra esa ignorancia asesina, el “más bueno que malo” se organiza. La idea de establecer una fuerza, preparada para arriesgar la vida y exponerse a la peste para combatirla, no viene de Rieux sino de Tarrou. Ahí está la alegoría tan moral como física entre los maquisards de la resistencia, las fuerzas de Tarrou y la medicina de Rieux, y ahora nuestros médicos, enfermeros y personal auxiliar: hombres y mujeres dedicados a combatir la enfermedad, lo que los “hacía más vulnerables a ella”. Junto a Rieux: “Y los otros, los desahuciados, lo sabían perfectamente, ellos también.”

El aplanamiento y final declive en muertes –atisbos de un final de la plaga– reflejan el periodo que siguió a Stalingrado y el Día-D, el giro del remolino. Como la Wehrmacht, se diría que la peste “estaba desorganizándose por enervamiento o cansancio y que perdía, al mismo tiempo que el dominio de sí misma, la eficacia matemática y soberana que había sido su fuerza”.

Pero Camus pone un aguijón en la cola. Las masas que celebran el final de la peste representan a aquellos que festejaban la liberación de París, el Día del armisticio y la caída de Berlín. “Nunca más” era el grito cuando se publicó el libro de Camus en 1947, resucitado en los años setenta por el movimiento antifascista del que formé parte. Camus no era víctima de ese espejismo: Rieux “sabía que, sin embargo, esta crónica no puede ser el relato de la victoria definitiva. No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos. […] Pues él sabía que […] el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos”.

La alegoría de Camus es buena para todas las épocas –“escribía para el futuro”, me comenta un editor catalán justo ahora– y ahora el fascismo ha vuelto. El odio, y el discurso del odio contra el otro, el xenos: el racismo, el antisemitismo, un neocolonialismo antiindígena, la islamofobia y la visión intolerante de la identidad sexual. Desde aquellos días efímeros de esperanza internacionalista producidos por la resolución posterior a la guerra y los años sesenta, la construcción de la Unión Europea y las instituciones interamericanas, que culminaron en la caída del comunismo estalinista y el Muro de Berlín, las fronteras han proliferado y se han reforzado. Muros, barreras y puestos de guardia atraviesan Tierra Santa; se extienden en la frontera entre Estados Unidos y México y en torno a la Unión Europea contra la migración desesperada, incluso en torno a su ridículo antiguo miembro, la Pequeña Bretaña. Esto no se limita a la derecha, la izquierda también lo hace: frente a las sirenas de niebla de Trump en Estados Unidos, de Johnson en el Reino Unido, de Orbán en Hungría, de Kaczyński en Polonia y de Bolsonaro en Brasil suenan figuras alter idem como Xi Jinping en China, Putin en Rusia, López Obrador en México, el dúo de Fernández y Kirchner en Argentina, el superfluo Corbyn en el Reino Unido. Cortados por el mismo patrón, balando “la voluntad popular, el pueblo soy yo” y la pertinencia de fortalezas y fronteras nacionales. La izquierda y la derecha llaman a los que querrían trascender esas fronteras “cosmopolitas”, el insulto antiguo pero eficaz que Hitler y Stalin dirigían contra los judíos. Shostakóvich era enigmático como una esfinge cuando le pedían que explicara de qué trataba su obra (normalmente no “trataba” de nada, pese a todos los ventrílocuos que ha tenido que soportar). Pero en el caso de su ópera absurda de 1924, La nariz, hizo una excepción: trataba, dijo, de la “horrorosa tiranía de la mayoría”. Llámalo como quieras: la peste ha vuelto.

Y es, escribe Camus, “más eficaz cuanto más mediocre”. Qué apropiada definición de la actual pestilencia populista: de su potente banalidad, de su glorificación –y por tanto manipulación– de la estupidez. Hitler y Mussolini podían al menos dar discursos y sus movimientos tenían pretensiones de contenido intelectual, en especial el futurismo en la Italia fascista. Pero pensemos en este grupo: Trump, Johnson, amlo, Bolsonaro; vulgares en comparación, no hay en ellos nada salvo cliché, Twitter y una “eficaz mediocridad”; es su tarjeta de visita y su causa.

Aun así, es curioso: en la pandemia he publicado una cita al día de La peste en Twitter. Un “tuit fijado” explicando por qué lo hago tiene muchos likes; las citas, no. A la gente parece gustarle la idea de leer el libro de Camus, pero no les gusta lo que hay en su interior. Aparte de un lector agradecido que dijo: “¡Me estás asustando! ¡Sigue!”

La ventaja de desplegar un símbolo tan intangible como la peste para denotar el fascismo es que puede ser –era y es– adaptable a cualquier tiempo y circunstancia. El aspecto más insidioso de la ventriloquia de Shostakóvich, y su reducción al comentario crítico sobre la Unión Soviética –nada menos, pero tampoco más– en libros de Solomon Volkov, Ian Macdonald, Julian Barnes y otros, es lo que les quita su universalidad. Camus, por suerte, no ha sido sometido al mismo destino, en parte porque algunas de las críticas más violentas le llegaron de marxistas franceses, que se oponían filosóficamente al rechazo del progreso escatológico que había en La peste, y porque puede utilizarse, y se utiliza, contra cualquier tiranía o enfermedad política, incluyendo la Unión Soviética. La peste situaba a Camus, cuando empezó la Guerra Fría, firmemente en el lado opuesto a los comunistas franceses, entre los que destacaba Jean-Paul Sartre, que estaban obligados a defender lo indefendible. “Sin duda por eso me lo reprochan”, escribió Camus a Roland Barthes en 1955, “porque La peste puede servir para cualquier resistencia frente a la tiranía”. Eso es fundamental: la alegoría de Camus, como la de Shostakóvich, es universal, universalmente aplicable y de ahí viene su actual valor político.

Un problema de utilizar la pestilencia como símbolo del mal es que elimina la agencia humana. Los nazis eran seres humanos, desde los líderes a la masa, como demuestran innumerables estudios, y en este contexto, el libro de Christopher Browning, Aquellos hombres grises. Como observa el crítico John Cruickshank en Albert Camus and the literature of revolt, La peste “habla de la desdicha humana pero no de la maldad humana”. Si la novela tiene un defecto, es que no hay villanos, mierdas o personajes aburridos o estúpidos.

Sin embargo, la mayor ventaja de una encarnación amorfa del mal llega en el tercer nivel: crucial, universal, existencial y filosófico.

3.

Filosóficamente, escribe Cruickshank, La peste viene de la “metafísica desesperada” de Camus y de su visión del “abandono metafísico del mundo por parte del hombre”, y en ese caso las aplicaciones son infinitas y están a nuestro alcance.

El abismo entre el poder y la belleza de la naturaleza y la desolación de la condición humana son esenciales para el aislamiento existencial y metafísico de Camus. Desde joven Camus adoraba el mar y los desiertos, y miraba la mortalidad humana a la luz de su escala indiferente. No hay un lugar moral para la humanidad en la naturaleza. La distancia con respecto a la magnitud y grandiosidad de la naturaleza son casi una forma de tortura: en la primera novela importante de Camus, La muerte feliz, donde el protagonista, Mersault, medita sobre “la belleza inhumana de la mañana de abril”. Solo una letra separa el nombre de Mersault de su sucesor más desagradable, complejo y ambiguo, Meursault, antihéroe de El extranjero, un hombre de preguntas aunque no de respuestas. Pero incluso el nihilista Meursault deduce al matar a un árabe en la playa: “Entendí que había destruido la armonía del día.” Cuando escribí sobre La peste durante el brote del ébola, mi impulso era ver que la peste representaba a la propia humanidad (paradójicamente, quizá, teniendo en cuenta el humanismo de Camus), en guerra con la naturaleza y destruyéndola, y al materialismo, como un virus relacionado. Utilicé el ensayo de Camus El desierto, donde hablaba de un “repugnante materialismo” en nuestra relación con la naturaleza. Desde entonces, los acuerdos del clima de París, el impacto de Greta Thunberg, las huelgas escolares por el clima, las revueltas de Extinction Rebellion serían, espero, elementos que reivindican esa visión, del mismo modo que el negacionismo del cambio climático por parte de los presidentes Trump y Bolsonaro se debería considerar una forma de peste.

En lo que respecta a la naturaleza, hay casi un panteísmo neopagano en Camus. Al final de El extranjero, Camus escribe de la “benigna indiferencia del universo”. Ahora, en La peste, el mar y el cielo son constantes correctivos, aunque indiferentes. Cuando llega la peste “Solo el mar, al final del mortecino marco de las casas, atestiguaba todo lo que hay de inquietante y sin posible reposo en el mundo”. Orán es una ciudad que da la espalda al mar, escribe Camus, y el único punto de contacto en el libro entre el hombre y el mar, cuando Rieux y Tarrou nadan (un episodio del que hablaré luego) es el único momento de verdadera liberación que hay en el libro, más que el final de la peste y la apertura de las puertas. También está el cielo, “hermosos cielos azules desbordantes de luz dorada”. A medida que la peste se extendía: “Cada uno tuvo que aceptar vivir al día, solo bajo el cielo. […] Llegó un momento en que quedaron entregados a los caprichos del cielo, es decir, que sufrían y esperaban sin razón.” Hay “una especie de secuestro, bajo la cobertera del cielo”. Y cuando el doctor Rieux ve morir a su verdadero amigo, Tarrou, “Fuera quedaba la misma noche fría, las estrellas congeladas en un cielo claro y glacial”.

La naturaleza no es absurda, lo que es absurdo es la relación que tenemos con ella, como la de Sísifo y la roca, que debe subir por la ladera una y otra vez. (Camus no cuenta las razones del castigo, ni la artimaña de Sísifo, que quería embaucar a la muerte y a los dioses). En su magnífico discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1957, Camus fue lúcido al organizar su obra en tres temas: los del absurdo, la revuelta y el amor. Empezó a escribir La peste en lo que se puede considerar la apertura del segundo y central panel del tríptico, en la estela de El mito de Sísifo, y sus deliberaciones sobre el absurdo. Si Calígula, El extranjero y Sísifo se pueden considerar la trilogía del absurdo, La peste es el primer libro en el que Camus buscó –más que trazar una descripción– abordar las implicaciones del absurdo y nuestra “revuelta” contra él. Pero al absurdo ahora se suma el mal; como dice Todd, “el mundo ya no parecía absurdo sino terrible”. Sin embargo, después de El mito de Sísifo, ¿qué implica el absurdo del universo, o de la creación, para los humanos? A nivel alegórico/político, la resistencia al fascismo plantea su reivindicación legítima, pero filosóficamente, sobre la base de la obra temprana de Camus (aunque no su vida activista), el absurdo puede y debería hacer ridícula cualquier idea de la empresa humana, y alentar el ennui y el nihilismo. Pero, como contestó Samuel Beckett cuando un taxista parisino le preguntó si era inglés, “au contraire”.

Es útil considerar las deducciones sobre una existencia absurda con las de su casi contemporáneo y maestro del absurdo, Beckett. Beckett nació siete años antes que Camus, pero fue activo en la resistencia francesa en la misma época. En Los días felices, Winnie, enterrada hasta el cuello, señala que “A veces todo ha pasado para el resto del día, todo hecho, todo dicho, todo listo para la noche, y el día no ha terminado, ni mucho menos, la noche no está lista, ni mucho menos.” Suspendidos en el limbo, como en la espera de Godot, no hay una agencia humana con propósito. El perseguidor del Molloy de Beckett concluye: “Luego volví a casa y escribí. Es medianoche. La lluvia golpea la ventana. No era medianoche. No llovía”: hasta la narración se niega a sí misma. El crítico Declan Kiberd, en una conferencia en el Enniskillen International Beckett Festival en 2014, planteó la idea de “Beckett acampando en el vacío”, con una aterradora analogía con la no-man’s land entre las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Así que, ¿por qué se molestó Beckett en apoyar a la Resistencia en la guerra posterior, para riesgo tanto de sí mismo como de su mujer, Suzanne, que también estaba en la Resistencia?

La respuesta está en La peste. Camus (y sus personajes), a diferencia de Sartre (y de los suyos) nunca reivindicaron ser coherentes. Lo que importaba era la honestidad, y Camus cuestionaba a menudo sus posiciones y argumentos, en la mejor tradición clásica. Camus había avisado en El mito de Sísifo de que sus observaciones eran “provisionales” y ya en el libro había subvertido una respuesta nihilista al absurdo. “El cuerpo, la ternura, la creación, la acción, la nobleza humana, retomarán su lugar en este mundo sin sentido. El hombre encontrará ahí por fin el vino del absurdo y el pan de la indiferencia del que nutrir su grandeza. […] En cierto punto de su camino, el hombre absurdo se ve tentado.” ¿Tentado por qué?

El absurdo de la peste hace absurdas las vanidades de la vida: la escena más melodramática del libro presenta a un actor que interpreta a Orfeo en una troupe de gira, que, varado en la ciudad, se desploma por la peste cuando le arrebatan a Eurídice. El público corre apresuradamente a la salida, y Rieux y Tarrou miran “los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes desgarrados sobre el rojo de las butacas”.

En un universo absurdo, eres libre. Pero la libertad en sí se convierte en una forma de prisión, como en la Eva de Masaccio, que grita cuando la expulsan del Jardín del Edén, como símbolo de la certeza del edificio del cristianismo medieval. O en la escultura de madera de Donatello de María Magdalena: desolada, rezando, evidentemente, a nada. Esas sobrecogedoras obras maestras emplean la imaginería cristiana, pero se hicieron cuando el Renacimiento había desgarrado a Dios y proclamado al hombre como medida de todas las cosas. Para la mayor parte de Florencia, era una liberación, pero para esos artistas, entrañaba algo más cercano a la observación crucial de Camus: “Rambert encontraba allí esa especie de espantosa libertad que se encuentra en el fondo de la miseria.”

¿Qué hacemos, exiliados en la celda de la libertad, en un universo absurdo? En La peste, el absurdo –el vino del absurdo– es una fuente de valor, valores e incluso acción. Los personajes de Camus muestran que, aunque saben que son impotentes frente a la peste, también pueden ser sus testigos, y esto en sí tiene valor. También pueden luchar con ella, aunque sea en vano. No es necesario que haya una contradicción entre el vacío en el centro de El extranjero, el universo absurdo de El mito de Sísifo y los esfuerzos de La peste.

Cuatro escenas nucleares de La peste lo demuestran. La primera es una conversación entre Rieux y Tarrou hacia el final de la segunda parte; la segunda es la muerte del niño, la tercera es cuando Rieux y Tarrou van a nadar, y la tercera es la muerte de Tarrou.

En la primera conversación de Tarrou con Rieux, hablan del padre Paneloux, y el médico dice que la plaga puede engrandecer a algunos. Tarrou le pregunta a Rieux si cree en Dios. Rieux duda: “No, pero ¿eso qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original.” Pero Rieux va por “el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es”.

–¡Ah! –dijo Tarrou–, entonces, ¿esa es la idea que se hace usted de su oficio?

–Más o menos –respondió el médico

Ha visto morir a la gente y “me di cuenta en seguida de que no podría acostumbrarme a ello. […] No sé más”. Tarrou señala que “Sus victorias siempre serán provisionales”, a lo que Rieux responde: “Ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.” “No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted.” “Sí”, contesta el médico: “una interminable derrota”. Luego Rieux dirige la pregunta a Tarrou:

–Vamos, Tarrou, ¿qué es lo que le impulsa a usted a ocuparse de esto?

–No sé. Mi moral, probablemente.

–¿Cuál?

–La comprensión.

Ninguno de los dos hombres tiene ningún sentido o ilusión de éxito o victoria, pero ninguno busca justificar lo que hace por esa medida; lo que importa es “comprender” y, tras hacerlo, luchar. La lucha por sí misma, podemos llamarla heroica, pero no es así como se ven los que combaten contra la peste. Sobre la razón por la que actuaban “Tarrou y Rieux y sus amigos podían responder esto o lo otro, pero la conclusión era siempre lo que ya se sabía: hay que luchar […] Esta verdad no era admirable: era solo consecuente”.

A veces, Camus se desliza hacia un humanismo clásico y renacentista, poco característico de los “absurdistas”, y contrario a las burlas de sus conciudadanos “humanistas”. Un momento parecido sigue a la muerte del hijo de Othon. “Una marea de sollozos estalló en la sala cubriendo la plegaria de Paneloux […] –¡Ah!, este, por lo menos, era inocente, ¡bien lo sabe usted!” Paneloux sugiere que Rieux “también trabaja por la salvación del hombre. Rieux intentó sonreír. –La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos.” “Profundamente conmocionado” por la agonía del niño, Paneloux también se une a los voluntarios y muere por la peste.

En su segunda larga conversación, Tarrou le dice a Rieux:

–En resumen –dijo Tarrou con sencillez–, lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser un santo.

–Pero usted no cree en Dios.

–Justamente. Puede llegarse a ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que admito hoy día.

La santidad es una aspiración inferior a la verdadera humanidad.

Pero ¿qué hay del exilio? El exilio, existencial y físico, es el ancla de la vida y la obra de Camus, que nunca están instaladas. Al margen de la alienación metafísica, la vida de Camus era una de falta de pertenencia (una de las razones por las que siempre he adorado su escritura). Era un pied noir de habla francesa y orígenes franceses y españoles, nacido y criado en la Argelia colonial, con afinidad tanto por ese legado como por su país natal. Cuando empezó a escribir La peste, había intentado trabajar como periodista en París, que no sentía inicialmente como su ciudad, y estuvo aislado cerca de St. Étienne, con su mujer, y su corazón en Argel. (Cuando llegó el momento en que Argelia se alzó y luchó por la independencia, Camus, que vivía en Francia, estaba en el alambre, exiliado no de uno sino de los dos países.) Su exilio existencial lo articula Tarrou, que dice que su lucha con la peste y la decisión de negarse a matar marcan su vida: “a partir del momento en que renuncié a matar me condené a mí mismo en un exilio definitivo”.

Ahí está la soledad de la “metafísica desesperada”, pero, a su vez, el valor de su némesis en la revuelta. Por eso la amistad entre Tarrou y Rieux es tan conmovedora; en ella, los dos encuentran un efímero alivio del exilio. Nace de la lucha que libran uno junto al otro, pero se alcanza simbólicamente en el pasaje más poético del libro: cuando nadan juntos en el mar, simbióticos no solo el uno con el otro, sino con la fuerza de la naturaleza. El mar “apareció a su vista espeso, como de terciopelo, flexible y liso como un animal”. “Tenían el mismo ánimo y el mismo recuerdo dulce de esa noche”, pero es breve; deben volver a la peste, a arrimar el hombro.

Con la amistad así forjada, la muerte de Tarrou es insoportable. Tarrou es abrasado por “el mal sobrehumano” y “la tempestad que sacudía su cuerpo, con estremecimientos convulsivos” da a la injusticia una palabra final: le puso a él contra su padre, luego contra la peste, solo para ser una de las últimas víctimas. “Ninguna buena acción se queda sin castigo”, dice una canción hortera pero bien titulada del musical Wicked. Y aparte de su madre –un refugio eterno pero mortal–, la desaparición de Tarrou deja a Rieux totalmente solo, en un exilio no solo existencial y ontológico sino también personal. La mañana después de la muerte de Tarroux, Rieux recibe la noticia de que su mujer ha fallecido en el sanatorio al que fue antes del estallido.

La consecución de la paz –y su búsqueda– es como una corriente marina que pasa por debajo de la superficie del libro. El problema es que para Camus la paz y la esperanza están entrelazadas. Rieux le había preguntado a Tarrou si tenía “una idea del camino que había que escoger para llegar a la paz. –Sí, la simpatía.” Cuando Rieux le pregunta a Tarrou: “–¿Cree usted conocer todo en la vida? –preguntó Rieux. La respuesta sonó en la oscuridad con la misma voz tranquila. –Sí.” Pero Tarrou, dice Rieux, había vivido en el desgarramiento y la contradicción y no había conocido la esperanza. Añade: “No puede haber paz sin esperanza.” Por eso Rieux, tras la muerte de Tarreau, “creía saber que para él ya no habría paz posible”.

Cuando Tarreau muere, “las lágrimas de la impotencia le impidieron ver”. Y estamos condenados a derramarlas, si nos unimos a la Resistencia, porque debemos aceptar que lo que hacemos lo hacemos solo por hacerlo y más allá de ahí, todo es en vano. No solo la paz depende de la esperanza, sino la esperanza de la eficacia, y La peste atestigua que no la hay.

Pero Camus ha demostrado que esas lágrimas no son un argumento contra la acción. Cuando recibió el Premio Nobel, señaló que era el honor y la carga del escritor “hacer mucho más que escribir”. Este quizá sea el momento para señalar que Rieux siempre ha sido mi modelo e inspiración como periodista y escritor. Estoy cansado de los escritores que piensan que ellos –o “los medios”– tienen un impacto benéfico. Intenta explicar a los que informamos desde Bosnia-Herzegovina durante tres años mientras la “comunidad internacional” permitía –alentaba– la carnicería que tuvimos algún “impacto”. No tuvimos ninguno. O a los que insistimos en que el camino a la invasión de Irak en 2003 se basaba en mentiras; si no se nos censuraba, tampoco teníamos ningún efecto. Pero eso no quiere decir que “no escribamos”. Lo que la mayor parte de nuestra profesión hace en un negocio generalmente corrupto e inmoral es seguir una línea recta y ceñirse a la verdad, al margen de la eficacia que eso tenga. ¿Intenta Rieux salvar al hijo de Othon, sabiendo que fracasará? Por supuesto. Sí. Rieux le dice que “no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. […] No sé que es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio”. Como con los medicamentos y las vacunas, con las palabras, y, en ese sentido, Camus era el mejor médico de todos. Me divierte, con mis amigos y colegas mexicanos, alzar la copa y adaptar el famoso grito de batalla del Che Guevara a una exhortación más compleja pero igual de sincera: ¡Hasta la derrota siempre!

Cuando la peste es vencida y las puertas de Orán se abren, la gente celebra como corresponde. La estación de tren es un carnaval de abrazos y lágrimas, esta vez de alegre alivio, cuando las familias y los amantes se reúnen. Rambert “dejaba correr las lágrimas, sin saber si eran causadas por su felicidad presente o por el dolor tanto tiempo reprimido”. Pero la mujer de Rieux no está entre los que llegan, así que por razones personales y filosóficas, él se siente, con respecto a las celebraciones, “de los que no podían mezclarse enteramente con ella”.

Mientras observa la feliz reunión, Rieux contempla el amor. El tema del amor, frente al del deber, llena el libro, y los personajes responden con una inconsistencia laudablemente compleja. Al abandonar su plan para escapar, Rambert cambiaba su posición inicial, que daba más importancia al amor: “Sé que este es mi sitio, lo quiera o no”. Pero Rieux contesta repitiendo el argumento original de Rambert, que él mismo había rechazado al principio: “Nada en el mundo merece que se aparte uno de los que ama. Y sin embargo, yo también me aparto sin saber por qué.” Más tarde, “Rieux sabía lo que estaba pensando en aquel momento el pobre viejo que lloraba, y también como él pensaba que este mundo sin amor es un mundo muerto, y que al fin llega un momento en que se cansa uno de la prisión, del trabajo y del valor, y no exige más que el rostro de un ser y el hechizo de la ternura en el corazón.”

Así que al parecer puede haber, después de todo, esperanza y por tanto paz, para los que tienen un amor verdadero y correspondido. Del mismo modo, Rieux ahora da a los amantes reunidos lo que merecen: “Aquellos que, aferrándose a su pequeño ser, no habían querido más que volver a la morada de su amor habían sido a veces recompensados. […] Sabían, ahora, que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana.”

Pero Rieux inmediatamente socava esa observación, y al hacerlo sintetiza el tema central del libro. “Para todos aquellos, por el contrario, que se habían dirigido pasando por encima del hombre hacia algo que ni siquiera imaginaban no había habido respuesta.” “No había habido respuesta”: ningún relato o descripción siquiera de ese “algo” más que no logramos imaginar qué podría ser. Y sin embargo, reprocha, plantea exigencias. Llama a la acción, a sumarnos al equipo de Tarrou, a actuar en vano, incluso a apartarnos del amor si hace falta, aunque a regañadientes y tras una cuidadosa consideración. Es político hasta cierto punto, pero se muestra impaciente, si no desdeñoso, con la política. Es moral, sin duda, pero de manera incómoda. No tiene dirección, no tiene nada que ver con el “progreso”, porque en un universo absurdo no puede haber nada así. Carece de sentido, pero es imperativo. Y aquellos que se identifican con Albert Camus y su creación más importante, el doctor Bernard Rieux, saben lo que es, aunque hace mucho que hemos abandonado una definición. ~

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Traducción del inglés de Daniel Gascón.

 

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