Foto: The National Archives UK / No restrictions

Lo realmente orwelliano del momento Black Lives Matter

George Orwell vivió atormentado por sus años como oficial de policía en la Birmania colonial. Sus últimos escritos sirven de inspiración para las protestas actuales.
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El movimiento Black Lives Matter (BLM) resuena en el mundo, reconociendo con una nueva mirada la historia global de colonialismo y esclavitud. Al tiempo que las estatuas de la Confederación caían en el sur de Estados Unidos, en Bristol, Inglaterra, un grupo diverso derribó la efigie de un vendedor de esclavos que por mucho tiempo había suscitado sentimientos de ofensa. Han seguido el mismo camino estatuas de conquistadores en África y el sur de Asia, y se ha generado un intenso debate acerca de la forma en la que estas acciones hacen historia en lugar de borrarla. Las manifestaciones en otros países no son simples réplicas de BLM; BLM es un movimiento global.

El ímpetu compartido es la oposición al racismo, dentro del cual el ejercido en contra de la gente de color ha sido particularmente letal y traumático. Pero también están unidos por la historia del control policial. Ningún personaje histórico deja esto tan claro como George Orwell, cuyo nombre ha sido mencionado con frecuencia en las últimas semanas, tanto por aquellos a quienes preocupa que se borre la historia, como por quienes exhiben el uso de eufemismos en el lenguaje policiaco, con sus balas “no letales” en contra de los manifestantes.

La izquierda y la derecha siempre han debatido acerca de Orwell, quien se identificaba como socialista pero escribió la que muchos consideran la crítica icónica al socialismo: 1984. Orwell mostró la maldad moral de la búsqueda totalitaria del control mental y de su cultura de denuncia, pero también recopiló una lista de izquierdistas sospechosos para el Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno británico; fue un crítico del imperio y defensor de la igualdad entre los seres humanos, pero insistió en escribir y pensar en formas abiertamente racistas. No obstante, su reclamo principal siempre fue contra el control policial, cuyo poder tiránico descubrió a través de sus propias experiencias como policía en las colonias británicas.

Orwell, nacido Eric Blair, se describía a sí mismo, con precisión e ironía características, como perteneciente a la “clase baja-alta-media”. Estudió en Eton, pero con una beca. Su familia tenía estatus pero no dinero. Gracias al proyecto Legacies of British Slave-ownership del University College de Londres, sabemos que los Blair debían el estatus que conservaban en vida de Orwell a su pasado esclavista. El tatarabuelo de Orwell fue dueño de esclavos en Jamaica en un tiempo en que la esclavitud era parte de un sistema colonial que vinculaba a Europa, África Occidental, el sur de Asia y América. Los Blair se encontraban entre las 3,000 familias que poseían esclavos y que recibieron un total de 20 millones de libras como compensación (equivalentes a 2 mil millones de dólares actuales) cuando la esclavitud fue abolida en el Imperio británico.

La familia Blair conservó su estatus gracias a las oportunidades que el colonialismo británico siguió ofreciendo. Orwell nació en India, en donde su padre era oficial del servicio público. Su madre era hija de un comerciante de madera de teca en Birmania (hoy Myanmar y entonces parte de la India británica). Las humillaciones que sufrió en un internado por sus recursos relativamente escasos lo prepararon para una vida de “ruina”, que el entendía de diversas formas: “las colonias o un banco de oficina, tal vez la prisión o una muerte temprana”.

Su destino fue terminar como oficial de policía en la India británica, cargo al que renunció después de cinco años por un profundo sentimiento de vergüenza, evidente en su primera obra publicada (todavía bajo el nombre de Eric Blair): un relato breve titulado “A hanging” (1931), en el cual el narrador, un oficial de policía en Birmania, es cómplice silencioso en la ejecución de un súbdito de la colonia cuyo delito no se menciona: resulta irrelevante para la idea que Orwell deseaba destacar sobre lo inhumano del sistema que lo procesó y mató. Un perro es el único ser que reconoce la humanidad del prisionero, saltando para lamer su rostro, ante el horror de la multitud. Fue en Birmania en donde Orwell descubrió el control policiaco del pensamiento: “usted no puede pensar por su cuenta”, explicó en su primera novela, Los días de Birmania (1934). “Su opinión sobre cualquier tema está dictada de antemano por el código de los pukka sahibs”, en donde también es cómplice, de modo que “toda su vida será una maraña de mentiras”.

La labor policiaca en las colonias también agudizó la conciencia de Orwell sobre los efectos anestésicos de un lenguaje higienizado cuya apoteosis, como nos mostró, fue la desalmada neolengua de 1984. En este periodo, en el Medio Oriente, en la frontera india y en el este de África, el trabajo que anteriormente era ejecutado por “policías con sus cachiporras” quedó en manos de la Real Fuerza Aérea, con aviones y bombas. Orwell resumió el abuso del lenguaje y de la humanidad que cometía el control policiaco aéreo: “Aldeas indefensas son bombardeadas desde el aire, sus habitantes se ven forzados a huir al campo, el ganado muere ametrallado, las cabañas arden con balas incendiarias: a esto se le llama pacificación”. Estas innovaciones británicas influirían profundamente en el desarrollo del poder militar y policiaco de Estados Unidos.

Orwell terminó por ver al régimen británico en India como una “tiranía injustificable” en la que la policía era una “auténtica maquinaria de despotismo”, como lo confesó en El camino a Wigan Pier (1937). Llegó a aborrecer “toda la maquinaria de la llamada justicia”, y jamás entraba a una cárcel sin la sensación de que su lugar estaba al otro lado de las rejas. La afirmación de que el colonialismo extendía el Estado de derecho era una justificación para el saqueo. Él sospechaba que los policías de Inglaterra también “vivían atormentados por el horror secreto de lo que hacen”. De hecho, en Inglaterra también el control policiaco había evolucionado, alejándose del esfuerzo para controlar el robo de la propiedad común y llegando a suprimir los valores colectivos de los que dependía en favor de la defensa de la propiedad privada y de los valores individuales. En una obra de 1933, Orwell calificó a la policía como la auténtica fuente de la “conducta inmoral” de la rutinariamente acusaba a los pobres para justificar su brutalidad.

En Los días de Birmania el camino moral del colonizador lleva al suicidio, anticipando el destino sombrío que tendría el miembro del Partido Interior en 1984. Sin embargo, Orwell mismo escapó y buscó redimirse de su “mala conciencia”, viviendo varios años como vagabundo en París y Londres. Quería expiar “un inmenso peso de la culpa”, por lo que decidió “sumergirse hasta llegar a los oprimidos, ser uno de ellos y ponerse a su lado en contra de sus tiranos”. La clase obrera inglesa, que entonces luchaba contra una pobreza extrema y un elevado desempleo durante la Depresión, lo pareció análoga a los birmanos:

Ellos eran las víctimas simbólicas de la injusticia, representaban el mismo papel en Inglaterra que los birmanos en Birmania. En Birmania el asunto era muy simple. Los blancos estaban por encima de los negros y, por lo tanto… la compasión se dirigía a los negros. Ahora sé que no era necesario ir hasta Birmania para encontrar tiranía y explotación. Aquí en Inglaterra… estaba la clase trabajadora oprimida, sufriendo la miseria.

Y entre ellos se preservaban los valores colectivos que el mundo moderno todavía necesitaba.

Para Orwell, tanto en su país como en el extranjero, el control policiaco y la encarcelación eran la esencia de la opresión; fue así como definieron su visión de la distopía en 1984. A los estadounidenses durante la Guerra Fría les gustaba leer la obra como un ataque directo al estalinismo, pero su objetivo era mucho más universal. El control policiaco funciona mediante la corrupción del alma de los oficiales de policía y de los vigilados, destruyendo los vínculos humanos: destruyendo la comunidad, como lo hace el racismo. Los sentimientos “normales” de un oficial de policía son una amargura abyecta y una confusión moral, nos dijo Orwell en “Matar a un elefante” (1936), ensayo que es lectura obligada en la clase de bachillerato inglés: “Con una parte de la mente pensaba que el Raj británico era una tiranía imposible de romper… con otra, pensaba que la mayor alegría del mundo sería clavarle una bayoneta en las entrañas a un monje budista”. Sus experiencias en Birmania y entre los pobres convirtieron a Eric Blair en un escritor político; al tomar el seudónimo de George Orwell, en 1933, en parte estaba forjándose una nueva identidad alejada de la ruina moral ocasionada por su vida como policía. En la medida en que las ideas de Orwell hoy en día impregnan lo que entendemos como libertad y las amenazas que esta enfrenta, ese entendimiento se basa en reconocer la inmoralidad fundamental del control policiaco. Siempre hemos sabido que el control policiaco es el problema.

Orwell escribió 1984 entre 1947 y 1949 (se publicó seis meses antes de su muerte), justo cuando el Imperio británico estaba derrumbándose, para tener una segunda vida en el país del que surgió. Los métodos de control policial destinados a vigilar y apaciguar a los subversivos en el extranjero se utilizaron para disciplinar a los desempleados, las mujeres y las multitudes en casa, precisamente (y esto no es coincidencia) cuando la llegada de inmigrantes no blancos, provenientes de las antiguas colonias, iba en aumento. Estos migrantes también soportaron el insulto de vivir entre las estatuas de tratantes de esclavos y conquistadores brutales, que en estos días terminaron siendo derribadas por sus descendientes. Para muchos, incluyendo tal vez a Orwell mismo, el mundo totalitario del Gran Hermano y el doblepensar no era solo la trayectoria particular de la Rusia estalinista, sino el destino del control policiaco imperial de cualquier lugar, también de Gran Bretaña. ¿Qué podría ser más orwelliano que la arrogante exhibición de estatuas de los conquistadores y traficantes de esclavos en una sociedad que continuamente presume su inocencia imperial y su devoción por la libertad y la igualdad? La “ignorancia es la fuerza”, diría el Ministerio de la Verdad.

Y “la guerra es la paz”: el control policiaco militarizado racista de Estados Unidos sigue siendo parte de un sistema policial racista más amplio en el exterior, que a menudo trabaja desde el cielo y en las mismas regiones en donde los británicos desplegaron por primera vez esas tácticas policiacas. La vigilancia aérea ahora se aplica a las manifestaciones del movimiento BLM en contra del control policiaco. No importa cuánto tratemos de reformar la vigilancia policial moderna, su propósito fundamental es el control social, el cual, en regiones del mundo con heridas aún abiertas que continuamente vuelven a retraumatizarse por un pasado racista, inevitablemente depende de una dinámica de criminalizar a grupos sociales y raciales en particular.

Orwell pudo haber sentido que su lugar estaba del otro lado de las rejas de una cárcel, pero no buscó la penitencia entregándose a la policía ni a la prisión por sus pecados; esas instituciones no tenían legitimidad moral. En vez de eso, optó por encontrar la expiación comprendiendo y dando voz a una comunidad oprimida. ¿Qué pasaría si todos los oficiales de policía sintieran las punzadas de conciencia que sintió Orwell? Es tiempo de que recuperemos los valores de cooperación que el control policiaco busca suprimir y encontremos formas de avanzar en comunidad, de redimir el pasado y preservar la seguridad y justicia en la sociedad.

 

Este artículo es publicado gracias a la colaboración de Letras Libres con Future Tense, un proyecto de SlateNew America, y Arizona State University.

 

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es la profesora Raymond A. Spruance de historia internacional en la Universidad de Stanford. Es autora de Time’s monster: How history makes history, libro de próxima publicación, así como de Spies in Arabia y Empire of guns.


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