Este es mi trigésimo otoño en la ciudad de Nueva York. Viví aquí de pequeño en aquellos viejos, buenos y malos años setenta, como la cultura pop nos anima a recordarlos. Taxis amarillos de flácidos motores, pantalones acampanados, pastillas y collares con estoperoles. Trenes subterráneos embadurnados con grafitis. Ya conocen la secuencia de imágenes. Mi padre trabajaba en Gramercy Park y para llegar a su oficina atravesaba el barrio en el que ahora vivo, que en ese entonces estaría lleno de bodegas, floristerías al por mayor y vitrinas vacías. Y abandono. Así se ve ahora, también, después de seis meses de pandemia. Cerca de la mitad de las fachadas están selladas y la mayoría no volverá a abrir.
Nunca desarrollé apego por esta manzana ni por su apariencia porque, para empezar, tiene muy poco encanto, muy poca gratificación visual. Los edificios más viejos datan de la década de 1880 y son tan cálidos como lápidas. Entre una y otra tumba sombría, pequeños bloques de viviendas de tres pisos se asoman como viejos árboles raquíticos. A sus pies duermen ahora más personas que antes –sobre cartones y bolsas para la basura, a veces de a dos–. Cerca de allí, un refugio para indigentes cierra sin contemplación sus puertas cada noche, y eso a menudo deja a algunas almas deambulando por las calles.
Es posible que muchos de ellos prefieran dormir a la intemperie. El otoño pasado, a medida que los días se hacían más cortos y el viento auguraba la llegada del invierno, hablé con uno de los hombres que se instalaron en una esquina de la salida del metro. Me contó historias de su experiencia en el refugio, cuentos aterradores como los concebidos en un manicomio. Incluso si las historias no eran ciertas, su miedo era muy real. Casi todo el otoño, diariamente iba y le daban un café –a veces un dólar–, hasta que un día ya no estuvo más ahí.
Todo esto –el desbarajuste, el sentimiento de precariedad amplificado, el no muy lindo grafiti– será un poco más fácil de asumir en aquellos lugares de Manhattan que ahora florecen frenéticamente. Volteando la esquina y bajando por la avenida, después de dos o tres cuadras de bodegas cerradas, se ve un repunte súbito. Los restaurantes tienen las puertas abiertas y las mesas cubren las calles. Aspersores cuidadosamente temporizados refrescan a los comensales. Ayer, la muchedumbre del brunch salió a la calle riendo y con ímpetu para ir a beber mimosas de catorce dólares. En las esquinas, los deportistas trotaban sin avanzar, esperando a que cambiara el semáforo, con sus audífonos puestos y felices por la ausencia de tráfico.
Si avanzaras en dirección sur hasta la punta de Manhattan, podrías dar con el mago de Oz de esta histérica desigualdad. El índice bursátil Dow Jones ha recuperado casi todas sus pérdidas desde la crisis financiera de marzo, cuando cayó por debajo de veinte mil unidades por primera vez en cinco años. Haber orientado los fondos de inversión a la compra de oro, y luego una ráfaga de compras inmobiliarias a precios de descuento, indican que los ricos se han hecho asombrosa y tremendamente más ricos en los últimos seis meses. Una buena crisis es una gran época para rendimientos del 200% o 300%. A medida que los negocios cerraban, Amazon iba engullendo a sus clientes; es decir que Jeff Bezos –quien compró más de cien millones de dólares en bienes raíces en Madison Square– ha visto aumentar su fortuna cerca de un 70%. Cuarenta millones de estadounidenses aplicaron al seguro de desempleo por covid y, en el ínterin, los multimillonarios vieron crecer sus fortunas en medio billón de dólares.
La violencia de esta transferencia de riqueza es ahora visible en la mayoría de lugares de Nueva York. En agosto, 61 mil personas se registraron como “sin techo”, otra estadística similar a las que produjo la Gran Depresión. La situación empeoró tanto durante el verano que a algunos de ellos los trasladaron a hoteles vacíos, en especial a aquellos del Upper West Side, lo que provocó una ola de quejas por parte de los residentes, blancos en su mayoría. El 86% de los habitantes de calle de la ciudad se identifican como negros o latinos. La resistencia en contra del cambio de uso de los hoteles llegó tan lejos que, para liderar la campaña, contrataron al que en su momento fue el alcalde adjunto de Rudolph Giuliani. Entre otras cosas, Giuliani fue el adalid de la transformación de cientos de viviendas y pensiones de interés social en casas de lujo.
El tipo de espacio público que produce esta rabiosa barbarie financiera es extraño, desgarrador. Hace algunos meses, mientras caminaba por un bulevar del centro, hablé con un hombre que había emergido de las sombras donde otros dormían. Quería dinero para comprar una hamburguesa en el McDonald’s a la vuelta de la esquina. Le di tres dólares y seguí caminando, aunque primero me detuve en un semáforo. Mientras esperaba, noté que estaba justo enfrente de una reconocida tienda de muebles modernistas con vitrinas de tres pulgadas de espesor. Detrás de ellas, en tonos rubí, avena y marfil, reposaban algunas de sus esculturas modulares y piezas loft-friendly, con precios por encima de cien mil dólares la unidad. Era abril, antes de que el confinamiento estuviera en su apogeo, pero a diario morían cerca de mil personas: y esta tienda seguía abierta.
¿Quién compra un sofá de cien mil dólares durante una pandemia? Bueno, parece que últimamente hay quienes pueden comprarse incluso dos. Sin embotellamientos en las calles y con los mercados financieros balanceándose en subibajas que privilegian a quienes gozan de liquidez, los financieros exhiben sus carros de temporada de bonificación por todo Manhattan. Los Lamborghini y los Dodge Demon de setecientos caballos de fuerza parecen ser populares, y son estacionados en las calles ahora que la policía está más ansiosa por proteger la propiedad que a las personas. Durante las calurosas noches del verano, vi gente en este tipo de autos haciendo arrancones por la Sexta Avenida. No había nadie en los edificios de alrededor para quejarse: todos se habían ido a sus casas de recreo.
Durante dos meses del verano vi a mi país –y, algunas veces, mi ciudad– únicamente a través del espejo convexo de la televisión extranjera. Me había ido a Inglaterra a cuidar a mi suegra, convaleciente y recién salida del hospital. Ahí, entre noticias de futbol y del pleito con Bruselas, aparecían alarmantes videos de “fuerzas del orden” sin identificación subiendo personas a furgonetas y carros particulares; colas de gente de clase media en bancos de alimentos; las protestas del Black Lives Matter y la agotadora, agonizante violencia policial, que seguía y seguía. Más asesinatos captados por las cámaras; reportes sobre la campaña de desinformación de Donald Trump sobre las votaciones, pero ninguna acción tomada en su contra.
Quizá sea porque desplazarse a pie toma tiempo –y el paso del tiempo carece de drama–, pero nada de lo que vi me produjo mayor inquietud que un simple paseo por Manhattan. Recorrer las calles es sentir la ciudad vibrando. Después de meses de covid-19 los habitantes no estamos seguros de cómo será el regreso a las escuelas, la ciudad se está quedando sin fondos públicos y el gobierno federal ha repartido entre las entidades locales palmaditas en la espalda y deseos de buena suerte. El transporte público está a punto de cerrar muchas de sus líneas a menos que haya un paquete de rescate. En la primavera, millones de personas marcharon pacíficamente contra la brutalidad policial y las protestas se extendieron a Nueva York. Por vigilarlas, la fuerza pública local recogió más de 150 millones de dólares en horas extras. El mes pasado, agradeció a los residentes –cerca del 80% votó por Clinton– por respaldar a Donald Trump para la próxima presidencia de los Estados Unidos. ~
(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.