Junto con la popularidad que han logrado en las dos últimas décadas los discursos motivacionales y de autoayuda, también ha alcanzado una importante notoriedad uno de los más influyentes movimientos filosóficos de la Antigüedad tardía, el estoicismo. Es bien sabido que especialmente el coaching de la esfera empresarial se ha servido de las enseñanzas de los maestros del pórtico para articular un pintoresco inventario de técnicas pensadas para la tarea de armonizar el éxito económico con la dicha; objetivo que parece paradójico, al menos a los que achacamos nuestro pesar al infortunio con las finanzas. En cualquier caso, los bendecidos por la caprichosa diosa del capital sostienen que ellos también son desdichados, y lo son, según dicen, por las desventuras consustanciales a su propia fortuna, del mismo modo que los suntuosos reyes de la literatura barroca se ahogaban en bilis negra por las vicisitudes de su regia condición. Los que solo a lo lejos vemos anhelantes a aquella diosa no logramos comprender ni empatizar del todo con la melancolía de los grandes empresarios, pero aun así sería un error que, por nuestra incomprensión, negáramos la realidad de esa desdicha rodeada de lujos; en efecto, los magnates la pasan mal, a su manera, y no escatiman cuando se trata de recompensar a consejeros “neoestoicos” que tienen como misión intervenir en la perturbada alma de su adinerado cliente, así como Zenón en la del rey Antígono o Séneca en la del emperador Nerón.
Al respecto, Nellie Bowles escribió en 2019 un artículo titulado “Why is Silicon Valley so obsessed with the virtue of suffering?” en su columna de The New York Times. Conviene no dejarse engañar por el título: para explicar la afición de los grandes empresarios por el estoicismo, la autora alude a una obsesión por el sufrimiento, pero inmediatamente nos percatamos de que dicha afición se debe a la necesidad de escapar de un tortuoso padecimiento psicológico (digamos “espiritual”) y que la presunta obsesión por el sufrimiento y el “hacerse miserable” no resulta ser más que unas cuantas meditaciones, algunos ayunos, duchas frías, quitarse las pantuflas en invierno, irse a pie al trabajo o andar bajo la lluvia sin abrigo; nada que no haga con absoluta naturalidad cualquier “profano”, tal como los estoicos llamaban a los no iniciados en la filosofía. Consideremos, además, que para los auténticos obsesionados con el dolor hay inspiraciones mucho más familiares que una doctrina filosófica helenística; pensemos, por ejemplo, en el Opus Dei y su cilicio (pudiendo ser este un símbolo publicitario ingenioso para los ricos del Valle del Silicio, en caso de que en realidad fueran amantes del sufrimiento) o en las joviales comunidades sadomasoquistas, tan reputadas en Norteamérica.
Pero no es el caso. Los grandes empresarios no procuran el dolor, no yace en ellos algo así como una culpa inconsciente que les exija un castigo redentor, y las más o menos ásperas tareas a las que se aplican no son más que los esfuerzos inherentes a cualquier ejercicio; y es que, en lo más fundamental, justo esto es el estoicismo para ellos: una forma de ejercitarse. Es tan así que en el propio artículo de Bowles se expone que una de las razones por las que los jefes del Valle practican la moderada ascesis de supuesta inspiración estoica es porque intentan compensar la debilitante vida de molicie, comodidad y placer, propia de su condición social, a través de un entrenamiento en el que se intenta recrear algunas asperezas cotidianas de los antepasados. Se trata, entonces, de una ejercitación, de una gimnasia psicológica que, si bien a veces se expresa a través de prácticas físicas, consiste principalmente en la internalización de una serie de máximas con un objetivo básico: neutralizar el estrés que supone la vida empresarial sin tener que abandonar dicha vida.
Según lo que se puede leer en el texto de Bowles, son dos los principios estoicos en los que insisten los asesores empresariales: por una parte, la importancia de saber distinguir lo que depende o no de nosotros, máxima de oro de Ryan Holiday, uno de los más codiciados gurús del “neoestoicismo”; y, por la otra, el “asentimiento”, la conformidad con las circunstancias presentes. Estos principios corresponden a dos de las tres esferas trazadas por el pensamiento estoico: la lógica y la física, respectivamente. Con el ejercicio lógico el empresario aprende a no cargar con todo el peso de las consecuencias de sus actos, dado que, como bien explican los sabios del pórtico, los efectos de las acciones de un sujeto no dependen de él; no están en sus manos acontecimientos como el fracaso económico, la impopularidad o el daño al prójimo, sino apenas la forma de considerarlos. Con la física, en cambio, toma consciencia de que todo lo que sucede es parte de un ineludible y provechoso orden natural respecto al cual sería insensato oponerse.
Es muy probable que la principal razón por la que el estoicismo fue tan bien recibido entre las élites empresariales, así como en las cortes del Imperio romano, se encuentre en esta física: que el presente deba ser por naturaleza tal como en efecto ya es, que las circunstancias actuales son las que los dioses han elegido y que solo los insensatos se opondrían a esta voluntad divina son ideas bastante gratas para aquellos que, encontrándose en una condición sociopolítica privilegiada, ven con malos ojos a todos esos inconformes revolucionarios que tienen el deseo de transformar la realidad. No obstante, hay al menos un elemento de esta física estoica que, si bien armoniza perfectamente con la voluntad imperial de la Roma del siglo ii de nuestra era, no parece ser muy adecuado, al menos a primera vista, para los intereses del liberal, plural y variopinto mundo empresarial: el motivo por el que la cosmología estoica sostiene que los sucesos tienen que suceder tal como en efecto suceden se debe a la creencia de que existe una Razón inmanente que gobierna su flujo. Dicha Razón soberana es única y veraz, lo que significa que solo existe un modo de comportarse conforme a ella, solo una forma de actuar racionalmente, y quien así no lo hace no puede ser considerado sino como un “absceso del Mundo” o una “supuración de la Naturaleza”, para usar expresiones de Marco Aurelio. La idea de una Razón divina omniabarcante era bastante provechosa en un mundo en el que convenía limar las diferencias étnicas a favor de la instauración de un imperio único aculturizador, en tanto que esta anticipa el lema monárquico “un Dios, un reino mundial, un rey”. Pero el mundo de las empresas, al menos el de las que no tienen intenciones monopólicas (habría que pensar el imperialismo como el deseo siempre insatisfecho de monopolizar el poder), supone la competencia y, por tanto, la diferencia; es decir, una gran diversidad de racionalidades en lucha, las cuales no se legitiman por su veracidad, sino por su éxito económico y (a veces) su legalidad.
Pero también la disciplina lógica de solo atenerse a lo que depende de nuestra voluntad, si se ejecuta con el rigor que exigen los estoicos, muy difícilmente podría llevarse a cabo con fidelidad en el territorio mercantil, dado que este se sostiene y se impulsa sobre un fenómeno voluble que, además de no tener nada que ver en lo más fundamental con la Razón, no depende en lo absoluto (al menos no desde un paradigma estoico) del comerciante: el deseo del consumidor, o, dicho de otro modo, la demanda. El caso de un emperador estoico como Marco Aurelio es muy distinto: su soberana voluntad no tiene por qué satisfacer ningún deseo particular, es una voluntad parresiástica, esto es, que tiene como único interés la Verdad y el Bien a pesar de la irritación de las mayorías.
Y aquí vemos cómo se asoma la tercera esfera del pensamiento estoico, la ética, rara vez aludida, salvo algunas paradójicas menciones al bien común, en los discursos “neoestoicos” que se manejan en el Valle. La máxima elemental de esta esfera es que cada acto no debe tener otra intención que no sea el Bien y la conservación de la comunidad humana, incluso teniendo la consciencia de que el logro o fracaso de esta meta no depende de dichos actos. A diferencia de la lógica, con la que el sujeto distingue lo que está o no en sus manos, y de la física, con la que alcanza el saber que las circunstancias presentes son las mejores posibles, con la ética, en cambio, no se parte de ninguna certidumbre, sino apenas de la racional plausibilidad de que la acción que se emprenderá es la más provechosa para el conjunto de la humanidad. Podemos percatarnos de que, con la introducción de este tercer elemento, el estoicismo ya no parece tan tranquilizador: si apenas se tratara de una técnica de introspección con la cual lograr desentenderse de las consecuencias de los actos propios, sin importar la naturaleza de estos, y aceptar sin más el ostentoso presente que nos tocó vivir (actitudes que parecen más propias de un “cínico” cualquiera que de un estoico), entonces la sabiduría del pórtico podría ser vendida como un bálsamo eficiente para las angustias de los poderosos de este mundo. Sin embargo, la doctrina fundada por Zenón es un tanto más compleja, no apenas por sus andamios teóricos, sino sobre todo por sus graves exigencias morales. Cuando el estoico se retiraba a su interior se figuraba que allí daba con una Ciudadela, por lo que su relación consigo mismo era esencialmente política: debía gobernarse, debía exigirse el bien y la justicia, pero además consideraba que dicha Ciudadela era, a su vez, una mínima parte de otra Gran Ciudad, la Cosmópolis, en la cual se encuentran todos los hombres con sus pequeñas ciudadelas interiores. Ahora bien, para la doctrina estoica la salud de esta gran Cosmópolis está relacionada en alguna medida con la armonía que las ciudadelas particulares guardan entre sí; procurar el bien de sí mismo es procurar el bien del Cosmos, y para lograrlo es necesario también cuidar e intentar garantizar el bien de los otros.
Hoy día nuestros referentes sociopolíticos son muy distintos a los de la era imperial; no nos es natural pensar en nosotros mismos como ciudadelas con soberanías subordinadas a un gran Imperio. ¿En qué pensamos entonces? ¿Cuáles son nuestros referentes? Sobre todo, ¿qué se figuran los grandes empresarios cuando hacen introspección? ¿Qué institución hallan en su alma? No es difícil imaginarlo: encuentran una empresa. Las referencias a lo empresarial en estos nuevos discursos presuntamente estoicos son continuas: desde el modo mismo en que se “vende” la doctrina, para lo cual sería necesario, tal como explica Ryan Holiday, “simplificar” y ser “lo suficientemente descarado”; pasando por el modo explícito en el que se ofrecen “soluciones empresariales a problemas públicos”, tal como dicta el lema del Cicero Institute; hasta los ejemplos que se brindan de “estoicos modelos” contemporáneos: Steve Jobs, Jeff Bezos, Warren Buffett, etc. Nos fijamos muy pronto que las técnicas de vida propuestas están articuladas para el buen rendimiento de la empresa interior, que la neutralización del estrés o del ego, por ejemplo, se llevan a cabo en función del cuidado del negocio de nuestra subjetividad; que ciertos principios aparentemente éticos se plantean para la eficiencia, como sucede con el tema del odio, respecto al cual los coaches sustituyen la clásica pregunta estoica, “¿En realidad esto en sí mismo es odioso?”, por una más utilitarista, “¿El odio ha ayudado a alguien en algo?” (Aristóteles responderá que sí, incluso en lo ético); y notamos el frecuente uso del vocablo “gestión” para referir la relación del sujeto consigo mismo y con los otros. El verse a sí mismo como una empresa –una privada, claro está– rompe con la idea del compromiso cosmológico y comunitario del estoicismo, dado que la empresa no se entiende como una institución subordinada a una voluntad hegemónica que habría que imitar, sino más bien como un átomo entre átomos, los cuales se rozan, se rechazan o se acoplan (quizá sea el momento de asesores “neoepicúreos”).
Haciendo uso de ciertas técnicas espirituales de herencia estoica, estos átomos han conseguido fortificar sus fronteras, hacerse inmunes a la presión y estrés que implica ser una figura pública en la era de los mass media, ser indiferentes frente a las difamaciones e imperturbables ante el fracaso. Sus coaches han sabido callar las implicaciones éticas de ese estoicismo que los inspira, les han brindado a sus clientes una armadura psicológica a prueba de todo y les han dicho lo que desean escuchar –al final este es el gran fundamento del mundo de las ventas–. Decirle al poder lo que este quiere escuchar, sea este un emperador, un empresario, un presidente o una muchedumbre, es lo que en la Antigüedad se llamó “adulación”, y se decía que era el verdadero arte de los sofistas, en contraposición a la siempre incómoda franqueza filosófica de Sócrates y los movimientos socráticos (entre los cuales se encuentra el estoicismo). ¡No vaya a ser que estos nuevos consejeros “neoestoicos” no sean sino los viejos sofistas aduladores de toda la vida! ~
(Caracas, 1986) Doctor en filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).