Foto: Michael Slaten, CC BY-SA 4.0 , via Wikimedia Commons

Loc. cit.

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La naturalidad con que cataba la temperatura de las cosas
por el vaho que desprendían los objetos bajo la sombra,
le revelaba, incluso en extremo, un próximo un temblor,
si para Eva el cielo en la noche se vestía con ciervas nubes,
si Orión era visible al amanecer, no llovería. 

Frente al buró triangular, se alojó en la tierra
hasta los muslos como excavador de cuerpos
para ordenar la ropa que planchaba,
el rito habitual de cada semana
porque heredó la práctica de clases;
primero, los pantalones; luego, las camisas
y esa condición se hizo vida verdadera.

Pese a todo esfuerzo advirtió que la dirección del mundo
es inversa y no le conformó la sabiduría para recogerse
y silenciarse como el horizonte después de las seis
los viernes para agregar a su lengua tecnicismos modernos,
convenciones vitales del oficio como el canesú. 

La ropa debe plancharse un poco húmeda.
Sintió próxima la voz lejana de una herencia impuesta,
extinta en los ángulos del buró y la tapeta de cada manga.

En la imagen ardiente de aquel hogar
cuyo jardín convexo era el rostro de la sepultura,
el fondo veraniego de un crepúsculo donde Eva,
en el centro de la habitación inhabitable,
inflamada con el sopor vespertino a media luz
se enjugó contra el concreto y la puta mentira,
el moho y las larvas insomnes.

Con la mirada fija, quizá, en su naturaleza del desasosiego
descubrió en la indecisión justa de la balanza
–más allá de sí misma– algún lugar
antes citado, el invisible nuevo orden.

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(Veracruz, 1985) ha publicado en Tierra Adentro, Este País, y La Palabra y el Hombre. Participó en la antología Aún queda la noche (Sangre Ediciones, 2019).


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