Foto: C.V.

Las solapas de los libros: usos y costumbres

Algunas reflexiones en torno a las solapas de los libros, esos pedazos extra de papel surgidos por la necesidad de dar solidez a las ediciones en rústica y que editores, autores y lectores aprovechan como buenamente pueden.
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No existe parte más superflua en un libro que las solapas (sin contar fajas y sobrecubiertas, claro, que ni siquiera son partes del libro, sino meros complementos). Todos los libros tienen tapa y contratapa, todos tienen lomo, páginas escritas y páginas en blanco, márgenes… Pero no todos tienen solapas. Las ediciones de bolsillo carecen de solapas, y lo mismo las más lujosas ediciones en tapa dura, y a nadie se le ocurriría decir que a esos libros “les falta algo”. Entonces, dado que no son imprescindibles y que encarecen los costos de producción, ¿por qué algunos libros tienen solapas?

Lo explica Javier Alcaraz, especialista en diseño editorial: “A la ventaja económica de la encuadernación rústica [tapas flexibles] se le antepone el problema del grosor del sustrato de la cubierta. Como no puede ser muy rígido, muchas veces tiende a desarmarse y perder solidez. Extender la cubierta a lo ancho y doblar el excedente hacia el interior resuelve su consistencia”. He ahí el origen de las solapas.

Imagino que la primera persona en idearlo pronto habrá descubierto una segunda ventaja: la posibilidad de incluir imagen y texto en las retiraciones de tapa y contratapa sin necesidad de hacer una nueva impresión. Podríamos decir, entonces, que en este caso el órgano hizo a la función. Tenemos un espacio disponible en un sitio estratégico, ¿qué ponemos allí? Lo que se impuso fue: en la solapa delantera, la biografía del autor y, en la trasera, la lista de los libros pasados o futuros de la misma colección. Eso es lo que encontramos –salvo excepciones– en las solapas de la actualidad.

 

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Desconozco el recorrido que habrán hecho los textos de solapa hasta llegar a ser como son hoy. No sé de nadie que haya investigado la cuestión. Tal vez nadie lo ha hecho aún. “La solapa es una forma literaria humilde y difícil, que espera todavía quien escriba su teoría y su historia”, afirma el italiano Roberto Calasso en “Solapa de solapas”, texto que forma parte de su libro La marca del editor, de 2013.

La solapa, dice Calasso, “para el editor suele ser la única ocasión de señalar explícitamente los motivos que lo han impulsado a escoger un libro determinado. Para el lector, es un texto que se lee con sospecha, temiendo ser víctima de una seducción fraudulenta”. El histórico director de Adelphi, una de las más prestigiosas editoriales italianas, define con belleza y precisión el objetivo y el desafío de las solapas que él mismo se encargaba de escribir:

“En esa estrecha jaula retórica, menos esplendente pero no menos severa de la que puede ofrecer un soneto, se trataba de decir pocas palabras eficaces, como cuando se presenta un amigo a un amigo. Superando ese leve embarazo que existe en todas las presentaciones, incluso, y sobre todo, entre amigos. Respetando, al mismo tiempo, las reglas de la buena educación, que imponen no subrayar los defectos del amigo presentado. También existía, en todo esto, un desafío: se sabe que el arte del elogio preciso no es menos difícil que el de la crítica inclemente. Se sabe, también, que el número de adjetivos adecuados para elogiar a los escritores es infinitamente menor que el de los adjetivos disponibles para alabar a Alá. El carácter repetitivo y las limitaciones son parte de nuestra naturaleza. Después de todo, nunca conseguiremos variar demasiado los movimientos que hacemos para levantarnos de la cama”.

 

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Como el propósito es que la solapa hable bien del autor, y por ende del libro, lo más apropiado es que no sea el propio autor quien la escriba. Sin embargo, las editoriales suelen pedir al autor ese “favor”. Se plantea el desafío: ¿qué decir, qué no decir? El pudor lo puede llevar a quedarse corto: “Fulano nació en tal año en tal lugar. Esta es su primera novela”. Es probable que el lector desee tener algún otro dato, saber algo más. El problema contrario, por supuesto, es mucho más frecuente. Como escribió Care Santos: a menudo, “los autores [s]e despepitan escribiendo sobre sí mismos, de modo que luego salen las cosas que salen, y así tenemos las biografías de solapa convertidas en uno de los textos literarios más despiporrantes y absurdos del actual panorama literario”.

La misma Santos recuerda una novela cuya solapa explicaba que su autor “en la actualidad está en la cárcel por atraco a mano armada”. Un dato curioso que tal vez ayudara a entender mejor la obra en cuestión. Otros datos curiosos son chistes, o algo así, cuya inclusión en la minibiografía resulta bastante incomprensible. Alberto Olmos, en un artículo de hace algunos meses, recopiló algunos. “Tiene videos en YouTube haciendo playback y bailando”, dice la ficha de Lolita Copacabana en una de sus novelas. “Calza un 37” y “le falta una muela”, informa la de Lucía Marín. “Le gustan los moteles de carretera y las fotos en blanco y negro” y “su perra se llama China”, la de Marcelo Lillo. ¿Algo de todo esto tiene la menor relevancia?

Párrafo aparte para el riesgo de la candidez. El premio mayor se lo lleva una solapa real que Santos cita, omitiendo el nombre del autor: “Regularmente ofrece conferencias en salas de cultura de los ayuntamientos españoles acerca de sus dos especialidades: literatura y métodos de cultivo en invernadero. Ha escrito varios prólogos, ha formado parte de los jurados de los premios literarios de Béjar, Turégano, Cabezón de la Sal y Andorra (Teruel) y una vez editorial Planeta se interesó por una de sus novelas”.

 

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Muchos lectores, por su parte, además de leer las solapas también le dan otro uso: el de señalador o marcapáginas. Ante la falta de un pedazo de papel suelto para indicar el punto en que se ha interrumpido la lectura, aprovechan ese pedazo de papel extra que viene adherido a la tapa o a la contratapa. Una práctica inocua mientras las páginas que se “envuelven” con la solapa son pocas, pero que, a medida que la cantidad de páginas aumenta, hace que la solapa empiece a doblarse, deformarse, deteriorarse. Algo que, desde luego, escandaliza a los puristas del cuidado del libro.

A otros, en cambio, esa costumbre nos tiene sin cuidado. Estamos convencidos de que, si el ejemplar es propiedad del lector, puede personalizarlo como le plazca: doblarlo, subrayarlo, anotarlo. Las marcas de la lectura le dan al libro su propia identidad. Son rasgos de la propia vida del lector que quedan –como las huellas del camino andado– en las páginas y en las portadas y, por qué no, también en las solapas del libro.

Un detalle más. En las solapas, encima de la ficha biográfica, suele estar la foto del autor. Ya hemos hablado de las fotos de los escritores: hablemos ahora de esa posición estratégica. Cuando uno usa la solapa como señalador —siquiera momentáneamente, si tiene que consultar el teléfono o sonarse la nariz— ahí aparece el retrato, el escritor en pose de escritor, que parece preguntarnos desde esa esquina: ¿Y? ¿Cómo va la lectura? ¿Te está gustando o no? Y uno, un poco intimidado, le responde siempre que sí, a veces de puro compromiso…

En ocasiones ni siquiera hace falta usar la solapa como señalador. El formato de ciertas tapas excede en varios milímetros al del cuerpo de páginas del libro, y si el encuadre de la foto hace que la cara del autor quede muy cerca del borde izquierdo, pues su mirada se asomará por ese costadito. Como un vecino chismoso que se para sobre un banquito para mirarte desde el otro lado de la medianera y te pregunta, lleno de ansiedad: ¿te gusta?, ¿eh, te gusta? Tal vez hasta sea una estrategia de marketing. Quién sabe.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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