Hasta los dramas con mayor éxito tienen fecha de caducidad, y el Brexit no es la excepción. La saga de la salida del Reino Unido (RU) de la Unión Europea (UE) empezó en 2016 y termina este diciembre. En su recta final, el impasse que se esperaba resolver permanece igual que al principio, aparentemente ajeno a cualquier posible solución.
Durante los cuatro años transcurridos desde el triunfo de los Brexiters, el cine inglés no ha permanecido indiferente a la necesidad de glorificar la identidad nacional basada en un pasado ideal. En el 17, Dunquerque arde en el corazón de quienes entonan “Rule Britannia”, emocionados ante las acciones humildemente heroicas de quienes respondieron a la urgencia del momento. El fantasma de Churchill domina el imaginario nacional. Es el himno de la victoria, el talismán contra la esclavitud, el instante en el que la glándula impera sobre la razón.
La xenofobia no es nueva y expresa el resentimiento de una cultura que se imaginaba “pura” al menos hasta la crisis de la llegada, en 1948, de la generación Windrush, que debe su nombre al barco que transportó a la primera oleada de afrocaribeños que viajaron al RU respondiendo al llamado para reconstruir un país que, al formar parte del Commonwealth, consideraban propio.
En la mentalidad del oriundo nacionalista, el país es una fortaleza asediada actualmente por refugiados que reviven el temor de una invasión, esta vez emprendida por la UE. La eurofobia no necesita sostenerse en datos. Forma parte de una concepción de la vida, del modo de entender el espacio, las costumbres y el clima. También es el caldo de cultivo más fértil de los prejuicios, que no son distintos de las plagas.
Sin embargo, cuatro años desinflan los ánimos más acendrados. Quienes en 2016 estaban convencidos de las ventajas de la insularidad, hoy titubean. Cuatro años de separación de Europa los han hecho más conscientes de las consecuencias de sus actos, es decir, han madurado. Los medios de información y las nuevas tecnologías de comunicación que promueven el temor a conspiraciones fantásticas han batallado en lo que parece ser el callejón sin salida de otro país dividido en el que las oposiciones son enconadas. Aún en los que votaron por abandonar la UE hay un desplazamiento de la euforia al desencanto. Todavía hasta el inicio del primer confinamiento en marzo habría sido posible una prórroga que diera tiempo extra para alcanzar una solución. Actualmente es demasiado tarde, porque de hecho la Ley del Mercado Interno afirma la elección de Boris por una salida abrupta.
La administración de Boris Johnson se encuentra asediada desde varios frentes y corre el riesgo de ser incapaz de contener el torrente nacionalista escocés que amenaza con reemplazar el Brexit con su separación del RU. En 1997, el gobierno laborista de Tony Blair restituyó poderes de autogobierno a los reinos asociados. La noción de “autonomía” puede ayudarnos a comprender la relativa independencia de los parlamentos que forman parte del RU. La idea de Blair era que el reconocimiento de la autonomía parlamentaria renovaría los lazos con Westminster, que retenía su poder decisivo como el vértice de poder en el que se unen Escocia, Gales e Irlanda del Norte, que ofrece una situación peculiar donde el cambio demográfico ya decidió la integración al resto de la isla. Además, en Stormont, sede del ejecutivo de Irlanda del Norte, hay un gobierno mixto conformado por unionistas y nacionalistas, convivencia que el Acuerdo de Belfast de 1998 hizo posible y que representa uno de los obstáculos primordiales para lograr un tratado entre el RU y la UE.
Los recientes comentarios del actual primer ministro acerca de la “catástrofe” que significó la devolución de poderes han confirmado los motivos para desconfiar de Westminster y no han pasado desapercibidos para Nicola Sturgeon, la primera ministra escocesa, quien corroboró que la única forma de preservar los derechos inalienables de sus compatriotas es separarse de Inglaterra.
El fantasma invocado por Boris es el nacionalismo exclusivo centrado en uno de los cuatro reinos asociados cuya prevalencia se ha resentido especialmente en el contexto de las formas de luchar contra la pandemia. La falta de una estrategia única, los titubeos de Londres, los resultados negativos en ciertos lugares como Manchester y Liverpool, que han protestado contra las reglas decididas en Londres, la ineficacia que ha costado ya 56 mil vidas, evidencia diferencias insoslayables de gobierno y de expectativas. Ningún primer ministro inglés desea pasar a la historia como aquel que cortó las hebras que sostenían las articulaciones de una bandera hecha de despojos, pero el riesgo de que Boris quede asociado con la implosión del RU es real, y está por decidirse el próximo mayo en las elecciones escocesas.
La capacidad de negociación de Boris además está limitada por la presión de la derecha nacionalista y aislacionista que Nigel Farage intenta reunir en Reform UK, el partido que surgió en 2018 de las cenizas de UKIP. La reacción populista contra los valores liberales ha disminuido, pero en modo alguno desaparecerá.
En el caso del Brexit, los euroescépticos no necesitan recordar la fallida invasión de la Armada Invencible. Bastan las mentiras que Boris contribuyó a difundir bajo la dirección de Dominic Cummings, artífice de la campaña a favor del voto por dejar la UE, y luego, de la que garantizó el éxito de Boris Johnson. Por ello, la reciente expulsión de Cummings es tardía, porque debió haber ocurrido cuando este desobedeció el confinamiento, y demuestra la debilidad de Boris ante intrigas dignas de la corte de los Tudor, como la que se libró entre Carrie Symonds, compañera del primer ministro, y quien fuera conocido como Rasputín Cummings.
Muchos esperan que la salida de escena de Cummings dará la oportunidad para que Boris renueve su mandato no solo mediante señales verdes (energía eólica, nuclear, uso de hidrógeno, promoción de vehículos eléctricos) sino también en lo que se refiere al acuerdo comercial con la UE, que permanece varado ante el triple escollo de la soberanía marítima, la inversión estatal en empresas consideradas prioritarias y el Acuerdo de Belfast. Hasta el momento ningún lado está listo para asumir las consecuencias burocráticas, infraestructurales, legales, comerciales y políticas que serán onerosas sobre todo para el RU, y cuya primera señal de alarma es el desabastecimiento de ciertos alimentos a partir de enero.
Los kilómetros de colas de camiones a la espera de cruzar el estrecho al continente, el alza de precios en artículos de primera necesidad, la disrupción de las armadoras que dependen de circuitos globales de abastecimiento, la caída de 10 a 4 por ciento del producto nacional bruto, la dificultad para proporcionar servicios financieros a Europa, son razones suficientes para desinflar la euforia nacionalista.
Las condiciones nacionales del RU son adversas, y una es el desencanto de los votantes que en rechazo de Jeremy Corbyn, exlíder del Partido Laborista, apoyaron a los conservadores. Las promesas de Boris para “nivelar” el país, sobre todo atender a los olvidados del norte de la isla, no se han cumplido, sino que con el Brexit se espera un mayor deterioro. Para empeorar el dilema de Boris, las elecciones en Estados Unidos anulan el idilio que Trump entablara con esa versión suya en miniatura llamada cariñosamente Bojo, y Keir Stammer, cabeza del laborismo, es, al contrario de Jeremy Corbyn, un reemplazo plausible en Downing Street.
Brexit no ocurre en el vacío, y es conveniente recordar que ya en su discurso de renuncia al gabinete de Margaret Thatcher, el 13 de noviembre de 1990, Geoffrey Howe alertaba sobre el peligro de aislarse de Europa, porque significaba comprometer el futuro del Reino Unido. 30 años después, la pequeña Inglaterra se empeña en su excepcionalidad eclipsada hace décadas, cuando la posguerra de la Segunda Guerra Mundial liquidó su influencia en el mundo, deslizándola hacia una posición en la que, fuera de la UE, resulta prescindible.