El viernes 15 de junio, Enrique Krauze presentó "Redentores. Ideas y poder en América Latina", en la librería universitaria del Complejo Cultural Universitario de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP). En la presentación participaron Julio Glockner y Juan Carlos Canales.
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Redentores es un libro indispensable para quien se proponga reflexionar sobre el pensamiento y la actividad política en América Latina, un libro en el que Enrique Krauze explora, con aguda inteligencia y escritura transparente, la lógica y las interconexiones del pensamiento reformista y revolucionario en la región, de la segunda mitad del siglo XIX a la primera décadas del siglo XXI.
Lo hace escudriñando la vida individual y familiar de figuras emblemáticas y descubriendo los vínculos que sus historias personales tienen con las ideas y el ejercicio del poder de su tiempo. El resultado es, entonces, un fino entramado en el que cuenta tanto la sensibilidad de los actores como sus afinidades ideológicas, su formación teórico-política como sus rasgos psicológicos, que van de la abnegación y el auto sacrificio de un José Martí, a la megalomanía grandilocuente de un Hugo Chávez. En medio de ellos, que abren y cierran el libro, van apareciendo, o mejor dicho, compareciendo ante el lector, convocados por una trama de historia política que se deja leer como si fuese una novela, José Enrique Rodó, Vasconcelos, Mariátegui, Octavio Paz, Eva Perón, el Che Guevara, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Samuel Ruiz y el subcomandante Marcos. Doce personajes de una gran significación intelectual y política entre los que se extraña una figura clave, la de Fidel Castro, que de una u otra forma tiene que ver con todos ellos.
A lo largo de estas páginas Krauze hace visible un hilo que atraviesa la vida tan disímil de estos personajes, un hilo que resultará inadmisible para algunos, que no sé si llamar pensadores revolucionarios, estudiosos revolucionarios o simplemente revolucionarios, aunque no me queda claro qué es exactamente lo que han revolucionado, ese hilo inadmisible es la idea de redención. Una vieja idea que en la tradición occidental proviene del pensamiento judeo-cristiano.
Hace ya algunas décadas que George Steiner escribió un pequeño y valioso libro, Nostalgia del absoluto, en el que esboza la silueta de los mesías seculares. En ese texto, Steiner dice algo que me parece fundamental para comprender el sentido del trabajo de Enrique Krause: La muerte de Dios –dice- dejó un inmenso vacío en la existencia intelectual y moral de Occidente. Dejó en blanco las percepciones esenciales de la justicia social, del sentido de la historia humana, de las relaciones entre la mente y el cuerpo y del lugar del conocimiento en nuestra conducta moral. La historia política y filosófica de Occidente en los últimos 150 años –concluye Steiner- se ha encausado a llenar ese vacío central dejado por la erosión de la teología. En ese esfuerzo por proporcionar una explicación totalizadora han surgido el estructuralismo, el psicoanálisis y, lo que aquí me interesa subrayar, el marxismo.
No la teoría de Marx, sino ese gigantesco corpus que llamamos marxismo-leninismo, una de cuyas formas fue el materialismo dialéctico, asumido por la entonces Academia de Ciencias de la URSS como: La-Explicación-Materialista-Objetiva-y-Científica-de-La-Realidad, que circuló por el mundo entero en millones de manuales que proclamaban La Buena Nueva: el descubrimiento –por el materialismo histórico- de ciertas leyes del desarrollo social que permitían predecir, con precisión científica, el sentido del desarrollo histórico. Esa teleología esperanzadora anunciaba que después de un doloroso y violento enfrentamiento entre las clases sociales, se arribaría finalmente a una sociedad de transición en la que las clases y el Estado instrumentado por ellas desaparecería, para que la humanidad entera se instalara finalmente en una sociedad igualitaria, libre y fraterna que operaría bajo un armonioso lema: “De cada quien según sus capacidades, y a cada cual según sus necesidades.”
En nombre de una verdad objetiva la ideología marxista-leninista pronto tuvo un profeta y la promesa de un paraíso terrenal; eligió un texto sagrado, El Capital, e infinidad de escritos se derivaron de él, provocando discusiones talmúdicas en todos los idiomas; varios grupos de apóstoles propagaron la idea de un hombre nuevo e innumerables discípulos y fieles interpretaron, discutieron y pelearon entre sí, fundaron iglesias y practicaron con mayor o menor fortuna la doctrina, de donde surgieron distintas ortodoxias con sus correspondientes herejías, tribunales condenatorios, miles de mártires y millones de sacrificados en nombre de la fe en la revolución. Este fue el trasfondo ideológico que se alzó en el siglo XX después de la revolución rusa y hasta la caída del muro de Berlín, trasfondo que a pesar de haberse desvanecido a fuerza de las monstruosas evidencias y del persistente ejercicio de la crítica, aun dispone de artificios míticos que fascinan a quienes continúan viendo en el horizonte posibles redenciones.
El libro de Krauze circula a contracorriente de este gran mito aquí apenas esbozado, llevando a cabo, justamente, una tarea desmitificadora que consiste en contraponer a la imagen mítica del redentor, su propia biografía, muchas veces relatada por él mismo o por gente cercana que compartió sus experiencias.
Esta confrontación entre lógica mítica y razón histórica no persigue el propósito de postular una “verdad”, sino más bien la construcción de una interpretación distinta a aquella que del mito se puede derivar. La intención no es convencer al lector de una verdad desconocida, sino proporcionarle información que le permita enriquecer el juego de lecturas e interpretaciones de acontecimientos que en realidad tienen múltiples sentidos.
No quisiera dejar de mencionar que el capítulo sobre Octavio Paz ocupa un lugar especial: es prácticamente un libro, bellamente escrito, dentro de otro libro. Es especial porque el mito de Paz es de signo distinto a los demás, es el mito del escritor derechista que ha inventado un sector de la izquierda que simple y sencillamente no lo ha leído. Un mito alimentado de prejuicios y banalidades intolerantes. Ese sector tampoco se atreverá a leer el libro de Krauze (su religión no se los permite), si algunos lo hicieran, un jóvenes sobre todo, quizá se darían cuenta de que se ha construido un fantasma inexistente y, en cambio, se ha perdido la posibilidad de dialogar con un interlocutor inteligente.
Dos grandes mitos han predominado en la historia moderna: el mito del progreso y el mito de la redención. El primero, vinculado más al pensamiento liberal y al desarrollo del capitalismo a partir de la revolución industrial; el segundo, más al pensamiento socialista que se propuso redimir a esas multitudes, que se cuentan por millones, de desheredados, marginales y explotados por el desarrollo mismo del capitalismo. El despliegue de estos grandes mitos en la historia no ha sido mutuamente excluyente, sino más bien combinatorio, y sus variadas formas han tenido como consecuencia crear espejismos de bienestar que han culminado en el ahondamiento de la desigualdad y la injusticia social, o en la instauración de estados totalitarios.
El lector queda situado al final del libro ante una disyuntiva: fortalecer la democracia liberal o atender a las propuestas redentoras. Democracia o Redención, es el dilema que nos plantea Enrique Krauze. No estoy tan seguro de que las opciones estén así de extrapoladas en México, teniendo a la vista el próximo proceso electoral, en el que André Manuel López Obrador podría compartir algunos rasgos de la figura del redentor, pero también de la del demócrata. (Mientras que los otros dos candidatos no atan ni desatan).
Para terminar quisiera referirme muy brevemente al intercambio de ideas que Krauze tuvo con Javier Sicilia en las revistas Proceso yLetras Libres, diálogo que es ya un complemento del libro. Una polémica interrumpida que debió continuar pues pocas veces se tiene en México discusiones tan sustanciosas y serenas como ésta. En ese diálogo Sicilia colocó en el centro de sus argumentos un aspecto que Krauze admitió haber soslayado por la amplitud del tema, pero sobre el cual sería muy interesante que volvieran en algún momento, me refiero al problema de la técnica en general y específicamente a lo que Sicilia llamó la “sociedad de sistemas digitales”, en la que advierte una nueva forma de totalitarismo en las modernas democracias.
El tema de la técnica es ineludible porque permea todas las opciones que la humanidad tiene, ya no sólo para organizarse socialmente, sino como especie, como los simples seres vivos que somos.
Si pensamos el momento actual como un parteaguas civilizatorio, el desarrollo técnico-científico es un asunto de primera importancia para dilucidar si en su profundización hay alguna solución, o si, como plantean Iván Illich y otros, la salida está en la búsqueda de alternativas energéticas que no propicien lo que Heidegger llamaba el develar provocante de la técnica moderna.
Julio Glockner
Pedir a los pueblos actuales sacrificar, como los de antaño, la
totalidad de su libertad individual a su libertad política, es el
medio seguro de separarles de una de ellas; y cuanto eso se
haya conseguido, no se tardará en arrebatarles la otra.
B. Constant
Si se cree que la historia es puramente descriptiva y está por
completo despersonalizada, seguirá siendo lo que siempre ha
sido: una ficción de la teoría abstracta y una reacción
violentamente exagerada contra la charlatanería y vanidad de
las generaciones anteriores.
I. Berlin
I
Buenas tardes a todos; gracias a Julio Glockner por haberme hecho partícipe de este evento que sin duda alguna provocará, entre muchos de ustedes, encono, en algunos más, una ciega adhesión y, en la inmensa minoría- esa inmensa minoría a la que se refería Juan Ramón Jiménez- un ejercicio de lectura crítico y mesurado; ejercicio que no excluye, claro, el debate, la polémica, en el sentido que le dieron los griegos al polemos, como el combate que permite que las cosas lleguen a ser, aparezcan, a decir de Heidegger, se desoculten.
Celebro que gracias o pese a las diferencias que suscite la lectura de Redentores de Enrique Krauze, podamos sentarnos a debatir como iguales,concernidos sólo por la palabra, sobre un tema que constituye una de las claves más siniestras de nuestra historia y, como tal, en la idea freudiana del unheimilich, lo más próximo a nosotros: la tentación autoritaria, entronizada por la herencia patrimonialista y carismática del ejercicio del poder en nuestro continente y que una y otra vez- el retorno de lo reprimido- vuelve en la figura de un padre sin falla, sin tacha, omnipotente, supuesto sujeto del saber, supuesto garantedel retorno a las más variadas formas del paraíso y del goce. No importa el costo que haya que pagar por ellos, incluso si es el de un devoramiento, el de un sacrificio.
Pese al proceso de secularización de la sociedad moderna, la política, en la tradición judeo-cristiana, aún está marcada por las huellas de un universo religioso, cuya cifra es la lealtad al patriarca y por las huellas de una infancia nunca consumada completamente. En oposición a esa tradición de raigambre eminentemente oriental, los griegos, cuyo horizonte de sentido fue el naturalismo y la voluntad de claridad, no sólo pensaron el universo sujeto a un orden superior a los hombres y a los dioses; también, comprendieron ese universo como el conjunto de fuerzas plurales, animado por el espíritu agonal. Quizá por ello, fueron los primeros en quebrantar esa figura mítica del padre, desde la mitología hasta la invención de la democracia, y a partir de allí, comprendieron el orden específico de la polis, confrontado al orden familiar, y como asunto eminentemente humano, en el que los hombres son iguales y la única relación entre ellos la otorga la palabra, no la guerra. Cierto, la lección democrática de los griegos, poco tiene que ver con la de los modernos, a decir de Constant, pero las bases que ellos sentaron son todavía vigentes. No es gratuito que muchos siglos después que los griegos, pero reconociéndose en esa tradición racionalista, Kant haya entendido la Ilustración como un proceso paralelo de maduración y libertad humanas, que permite la salida de nuestra inmadurez- unmündigkeit– en la que, como niños, los hombres nos arrojamos a los brazos de un padre con poderes sobrenaturales, dueño del pasado y del futuro históricos, negándonos la posibilidad de pensar por nosotros mismos. De suerte, entonces, que la aventura del saber político, desde Grecia hasta nuestros días, tenga mucho que ver con el reconocimiento y la respuesta que demos a esa falla en relación a los otros en el espacio público. Retomando un libro de H. Arendt, habría que preguntarnos ¿cuál, o cuáles son las promesas de la política? Una puede ser la de intentar anular por completo esa falla, negándola o pretendiendo sellarla definitivamente; otra, habérselas con ella y, desde el reconocimiento del frágil equilibrio que implica la esfera pública reinventarnos día a día, asumiendo los riesgos que implica la aparición de lo nuevo en el espacio plural de los hombres; subrayo, de los hombres, no del hombre. El perdón y la promesa constituyen dos de los articuladores más importantes de la polis en relación al tiempo; el perdón nos retrotae a un momento anterior a la ofensa que los hombres se infligen; la promesa- el sacramento del lenguaje, diría Agamben- disminuye la incertidumbre que la aparición de lo nuevo provoca, pero a condición de no arrasar con él.
No es poco celebrar, repito, una reunión a la que nos convoca el diálogo, la pluralidad y el reconocimiento de nuestras diferencias, de cara a un momento histórico caracterizado no sólo por un notable desinterés y pauperización del debate político, sino por algo peor: por su nihilización; también, porque en otros momentos de nuestra vida universitaria- momentos no tan lejanos-, este diálogo hubiera sido imposible: en Puebla han repicado, a lo largo del tiempo y de distinta forma, los ecos de una tradición autoritaria que se cuela hasta nuestros días de distintas formas, sea bajo el manto explícito de una ideología, abiertamente excluyente, o bajo esa otra figura ideológica encubierta, que es la técnica o el mito del progreso.
II
Sin dejar de reconocer la singularidad de cada momento histórico y su irreductibilidad a las ideas que lo interpretan en un momento posterior, siempre he creído que el pasado cobra sentido desde el punto de capitón del presente. La historia es algo más que un diálogo con los muertos, como creyó Michelet; en último caso, y en ello va mucho de Rulfo, la historia es un diálogo con los fantasmas de los muertos que se entremezclan con los vivos. En el aquí y el ahora pulsa el pasado. Pulsa, aclaro, en doble sentido, como metáfora musical y- vuelvo a Freud- como una fuerza que busca ser representada permanentemente
III
Seamos claros, ni las supuestas leyes del desarrollo histórico, ni los hechos por sí mismos, pueden fundar la objetividad del saber; tanto en las matemáticas, como en la física o en las ciencias sociales, la objetividad depende de la coherencia de un paradigma que hace inteligibles los hechos, a través de un ordenamiento, contrastación y clasificación específicos. El significado de verdad es siempre aproximativo, parcial. Desde hace mucho ha quedado abjurada de nuestro horizonte de saber la voluntad totalizadora, de clara raigambre hegeliana, y encuentra en Lucacks su más alta expresión ideológica.
IV
No es fácil participar en la presentación de un libro de Enrique Krauze. Al entusiasmo que me provocó la invitación de Julio Glockner para participar en el evento, vino la suspicacia. Sobre el autor de Redentores pesan un sinfín de calificativos que, en el mejor de los casos, desdibujan su obra y, en el peor, prohíben su lectura desde algún tribunal inquistorial. Cierto, los prejuicios, decía H. Arendt, nos ayudan a orientarnos ante la emergencia de lo nuevo, de lo que nace, pero conformarnos con ellos inhibe tanto el reconocimiento de lo novedoso como de su singularidad. Entonces, a contrapelo, de esa actitud, les propongo algo mucho más simple y más saludable, pero también más peligroso: leer Redentores. Se preguntarán por qué peligroso: la lectura de cualquier libro es una aventura, en el sentido que dio Simmel a este concepto, como todo aquello que interrumpe nuestros hábitos, tira por la borda nuestros saberes y reblandece nuestras ideas fijas; aventura que, además, implica, de nuestro lado, algo que suele pasar desapercibido: nuestra propia responsabilidad delectores frente al reclamo que todo libro demanda, y,a su vez,exige el reconocimiento de su irrepetibilidad, de su aura.
V
Acostumbrados a interpretar los fenómenos históricos desde grandes categorías metafísicas, como razón, espíritu, progreso, lucha de clases, etc., el punto de partida de Enrique Krauze puede resultar sospechoso de falta de rigor científico al centrar su interés en el individuo y sus ideas. Nada de eso. Argumento, brevemente de la mano de ese extraordinario pensador Isaiah Berlín, retomando, en particular, dos de sus artículos más importantes:Las ideas políticas en el siglo XX y La inevitabilidad histórica, respectivamente.
Es imposible subsumir el saber histórico a las condiciones que nos ofrecen las ciencias naturales; no podemos negar, categóricamente, la existencia de leyes históricas inexorables pero, en términos empíricos, tampoco podemos probarlas. Incluso, añado yo, para un saber tan cercano al saber histórico como lo es el Psicoanálisis, nunca hay una relación mecánica- ni unívoca- entre la causa y el síntoma.
El interés que se pone en un elemento particular de todo fenómeno histórico obedece a los desplazamientos propios de una época y al conjunto de saberes que ciñen o limitan el propio saber histórico, tesis que no es equivalente ni a una defensa del relativismo, ni a una reivindicación de la fatalidad posmoderna. Por lo menos para mí es obvio que, ante la crisis de lo que se ha denominado los metarrelatos modernos, el acento histórico vuelva a ponerse en el individuo y sus ideas, sin embargo, en el caso de Redentores, ese individuo está muy lejos de ser visto como una mónada o ipseidad, al margen del conjunto de tensiones que lo envuelven; no creo que Krauze niegue, y mucho menos desconozca, la importancia de las instituciones o de las fuerzas económicas que inciden en cualquier fenómeno histórico.En último caso, a lo que intenta sustraerse Enrique Krauze es a cualquier forma de determinismo, sea el de la estructura económica o la del espíritu.
VI
Hasta aquí, un breve prefacio elaborado con la intención de introducir, elípticamente, algunos temas que supone el libro, y para hacerme cómplice, por otras vías y con otro talante de lo que creo constituye la factura singular del libro: el ensayo, en la mejor tradición que va de Montaigne a Benjamin, de Hume a Rossi, de Ortega a Paz.¿ Y por qué no, la de Berlin, figura tutelar del propio Krauze, quien por un camino distinto al de H.Arendt y W. Benjamin, puso en el centro de su obra el reconocimiento de la singularidad del acontecimiento histórico y la importancia de la experiencia como patrón de comprensión del mismo. Pero sobre todo, y esto lo quiero subrayar, Berlin introduce lo que a mi parecer debería ser el centro de la discusión histórica, como ya nos lo había sugerido el mundo clásico: el de la responsabilidad moral del individuo y sus acciones ¿O no es la Historia para Berlin una rama de la filosofía moral?
Algo más que me parece permea el libro de Enrique Krauze y no es ajeno a los pensadores mencionados: volver al sentido común como fuente de conocimiento histórico, ¿o es que alguna teoría puede justificar los 20 millones de muertos durante el stalinismo, o los 7 millones de judíos masacrados por los nazis?
VII
Quizá, todo el recorrido que hace Enrique Krauze en el libro no sea otra cosa que un pretexto para hablar de sí, de los testamentos en los que se reconoce y de los demonios que intenta exorcizar.
A caballo entre la historia, la literatura y la filosofía, Krauze nos muestra, apenas, los nudos que atan los hilos de la obra, de modo, que el lector puede deslizarse por Redentores como por una superficie sin obstáculos, pero no exenta de sorpresas, veredas paralelas, puentes y hasta algunas sendas perdidas, claros del bosque y ríos subterráneos.
Estoy seguro que los mejores momentos del libro son aquéllos en los que Krauze nos muestra, no nos demuestra, y con la inteligencia de Lytton Strachey, se sitúa al hombro de sus personajes, no por encima, ni por abajo de ellos, tampoco, dos pasos adelante. Desde la antigüedad, el género biográfico ha sido un género eminentemente moral, y como trabajo biográfico, Redentores está atravesado por el juicio histórico que le permiten los parámetros de las tradiciones liberales, pero con una particularidad: el intento de Krauze por adscribirse tanto a un ejercicio comprensivo de la acción humana (en el sentido weberiano del término), como a lo que el propio Berlin entendió por historia de las ideas: las ideas no son mónadas, no nacen del vacío, están relacionadas con otras ideas, con creencias, formas de vida perspectivas; las perspectivas o puntos de vista sobre el mundo, Weltanschauungen, fluyen unas a partir de otras, son parte del llamado “clima intelectual” y moldean a la gente y sus actos tanto como los factores materiales y la transformación histórica.
Quizá se trate de una asociación peligrosa, pero no excesiva, dada la condición plástica que reclama para sí Redentores: al terminar la primera lectura del libro, el referente al que de inmediato me lanzó fue a Werner Herzog: en casi todos los capítulos, Krauze comparte la misma mezcla de admiración y distancia crítica con la que el cineasta alemán construye prácticamente toda su obra, no importa que sea la de ficción o la documental. Si no estuviera tan desprestigiada la palabra, me gustaría decir, la misma compasión.
Por el contrario, cuando Krauze pareciera que intenta comprobar, cuando pareciera que intenta acomodar las piezas de la investigación para que coincidan con el mapa que ha diseñado de la misma, el libro pierde frescura y, a la postre, suple la discusión política e histórica, e incluso, el juicio y la responsabilidad de un acontecimiento, por algo que parece un análisis puramente psicologista. Y que conste, no estoy sugiriendo una oposición a la mirada de Krauze; me estoy refiriendo al modo como esa mirada se sostiene en ciertos momentos de Redentores; uno de ellos, el de García Márquez, el otro y en otro extremo, el de Octavio Paz. No creo que le haga falta al libro- ni a nosotros como lectores- , remitirse a los más oscuros vericuetos edípicos del colombiano para cuestionar su silencio respecto a Cuba, ni tampoco, hacer de Octavio Paz un visionario para reconocer la grandeza de su obra. En cambio, sus mejores momentos son aquéllos en los que Krauze parece someterse a la condición de compañero de viaje de sus personajes, haciéndonos cómplices de ese mismo viaje, como en el caso de los textos sobre Mariátegui, Samuel Ruiz y el Subcomandante Marcos; los mejores momentos del libro son aquéllos en los que, como en la referencia de Heidegger al cuadro de Van Gogh, desde un detalle, podemos reconstruir o participar de la vida entera de un hombre. En fin, cuando Krauze deja abiertos espacios para que nosotros podamos transitar libremente por el libro, y mantener, imaginariamente, un intercambio de ideas con el autor.
VIII
Por último: no voy a repetir aquí el debate entre Javier Sicilia y Enrique Krauze en torno a Redentores, pero me parece importante retomar algunas de sus consideraciones para ahondar en las raíces del propio libro. Tiene razón Krauze al distinguir entre liberalismo político y liberalismo económico; Sin embargo, la clara demarcación hecha por él sólo puede funcionar en términos ideales; en la realidad histórica, el liberalismo político y el liberalismo económico no marchan como dos líneas paralelas que jamás llegan a tocarse. Por el contrario, sus imbricaciones son complejas, al grado de confundirse entre ellos y desfigurarse. Hay que reconocerlo, en términos históricos, el liberalismo económico ha terminado por devorar al liberalismo político, dejando ver, por un lado, el peor rostro del primero y, por otro, la fragilidad del segundo. Entonces, la pregunta que hay que hacernos es la de si es inherente o no al liberalismo político la semilla de su propia destrucción. Sicilia afirma que si, concentrándose en señalar las condiciones del mercado capitalista y sus consecuencias para la condición humana. A la tesis de Sicilia sobre la relación entre liberalismo y totalitarismo, yo añadiría que el puente entre uno y otro no es sólo el mercado sino, y fundamentalmente, el de los mecanismos disciplinarios que atraviesan el desarrollo del propioliberalismo en Occidente, desde aquéllos dirigidos al individuo- la escuela, la cárcel y el manicomio-, hasta la política de poblaciones y la consolidación del biopoder. Una sociedad libre, pensaron los liberales, está amenazada por doquier, paradójicamente, los instrumentos que la aseguran acaban por destruirla:Pienso, también, en la teoría de la historia como confabulación que se desarrolla desde mediados del siglo XVIII y alcanza su máxima expresión en Marx, y que de ningún modo es ajena al propio liberalismo; toda la teorización sobre el enemigo externo y el enemigo interno, que a la postre definirá uno de los principios ideológicos más importantes del nazismo, se desarrolla en el ámbito del pensamiento liberal.. No es gratuito que haya sido Bentham uno de los principales animadores del liberalismo, al tiempo que el artífice del panóptico; tampoco podemos pasar por alto, o considerarlo una mera inversión de los términos, el ideal hobbesiano de liberalismo económico y el Leviatan político.
Por otra parte, es cierto, la democracia modernaes, desde muchos aspectos consecuencia del liberalismo, bajo una condición, dice Bobbio, en ese ya clásico del pensamiento político, Liberalismo y democracia: que se tome el término “democracia” en su sentido jurídico-institucional y no en su significado ético, o sea, en un sentido más procesal que sustancial. A mi modo de ver, es precisamente esa condición que marca el liberalismo a la democracia su mayor amenaza: al vaciarla de contenidos éticos concretos, la democracia se ha convertido en tierra fértil tanto de la degradación de la vida humana, como de el crecimiento de las más variadas formas de autoritarismo. Por eso, a diferencia de lo que cree Enrique Krauze, y aunque entiendo el contexto en el que se produjo el libro y el destinatario del mismo, a la democracia hay que ceñirla con algunos adjetivos y pugnar por disminuir la fractura entre libertad e igualdad, aunque el intento mismo implique riesgos, tantos como los que implica mantener esa fractura. Al respecto, el propio I. Berlín, en esa extraordinaria entrevista con Ramin Jahanbegloo, afirma: En ocasiones, dice Berlin, la democracia puede ser opresiva con las minorías y con los individuos. La democracia no necesariamente es pluralista; puede ser monista: la mayoría hace lo que quiere, por cruel, injusto e irracional que sea. En una democracia que admite la oposición uno tiene siempre esperanzas de convertirse en mayoría. Pero puede haber democracias intolerantes. La democracia no es pluralista ipso facto.Tampoco creo que el liberalismo sea garante de la pluralidad, aunque es cierto, puede que sea el sistema de ideas que mejor pueda sostenerla: en la construcción de una determinada forma de sujeto y ciudadanía, el liberalismo ha avasallado otras formas de subjetividad y de organización social, como ha sido el caso de México a lo largo de los siglos XIX y XX, en los que, precisamente, han sido los proyectos liberales los que han anulado o minado nuestra condición plural. De ahí que creo importante que Krauze especifique, mucho más, lo que algunos de sus personajes entendían por liberalismo, a qué corriente liberal se adscribían- máxime, cuando lo sabemos todos, no hay un liberalismo: hay liberalismos. Quién era, para uno u otro de esos personajes que atraviesan la obra de Krauze, el sujeto político; qué lugar ocupa el problema de la representación y la soberanía, cuáles son los límites del Estado, en relación al mercado o la vida privada; etc.también, creo importante demandar esa especificidad a la que he aludido, en el caso mexicano, entre liberales y conservadores,dada la imposibilidad de sostener una maniquea polaridad entre unos y otros, cuando sabemos que el espectro político fue más complejo y que los puntos de contacto entre los bandos rivales fueron muchos, o bien, las diferencias hacia el interior de un mismo grupo marcaron múltiples desplazamientos.Por supuesto, no pretendo que Redentores cambie su faz por la de un denso y atropellado libro académico. Si algo hay que agradecerle a Enrique Krauze es la fluidez de su escritura.
IX
Por último, podemos acotar nuestra crítica a problemas singulares de Redentores; incluso, a la falta de una posición más contundente frente a la realidad histórica del liberalismo y la democracia en América Latina, en general y, particularmente, en México, pero como objeto integral, hay que reconocerlo, Redentores es un libro que fascina por su discreta erudición, por el entramado que consigue, por su extraordinaria capacidad narrativa.
Muchas gracias
Juan Carlos Canales F.