Sucedió hace exactamente 800 años, en 1212. Según algunos relatos (de veracidad muy discutida todavía por los historiadores), un niño alemán o francés aseguró haber tenido una visión de Jesucristo, que le ordenó encabezar una cruzada de pequeños como él para rescatar Jerusalén del poder de los infieles. Por la pureza de sus jóvenes corazones, le aseguró la visión, el Mediterráneo se abriría para dejarlos pasar “a pie enjuto”, como el Mar Rojo a los hebreos guiados por Moisés, y los defensores de la ciudad cederían finalmente ante sus manos bondadosas.
Pronto, una verdadera horda de quizá 30,000 niños se le unió y emprendió su camino al sur, hacia Niza, arrasando con sus manos no tan bondadosas los sembradíos que encontraron a su paso. Pese a ello, la mitad de los niños cruzados murió de hambre y muchos miles más desertaron: solo una décima parte logró llegar a su primer destino. Aún así, llenos de fe, durante dos semanas los pequeños rezaron esperando que el mar se abriera milagrosamente. Nada sucedió. Entonces, unos comerciantes simuladamente generosos ofrecieron sus siete barcos para continuar el viaje y la travesía continuó. Solo cinco barcos llegaron a puerto y este no fue uno de Tierra Santa, como esperaban, sino el de Alejandría. Allí terminó el sueño cuando los niños fueron vendidos como esclavos por los mismos comerciantes que los habían transportado.
En la Edad Media, los niños eran vistos como los depositarios naturales de todas las virtudes y por ello un movimiento así (más allá de la precisión de los hechos históricos) pudo haber tenido tanto eco. La juventud como etapa de la vida no tenía entonces gran importancia: la infancia terminaba muy rápido, a temprana edad se comenzaba a trabajar y se formaba una familia, y la esperanza de vida rondaba apenas los 30 años. La juventud era toda la vida adulta y la vejez algo tan respetable como difícil de alcanzar. Solo en la época moderna la juventud comenzó a considerarse como algo más definido que incluso permitía su observación como grupo social. Fue entonces que muchas de aquellas virtudes que antes solo se podían atribuir a los niños comenzaron a ser patrimonio de los jóvenes, incluida la pureza de intenciones, la veracidad, el entusiasmo, el idealismo. Sin duda sus atributos se sobrevaloraban y se siguen sobrevalorando, pues esa idea tan aceptada de que “si es joven (y mejor: si es estudiante), es bueno” naturalmente no siempre se cumple. En muchos casos, por el contrario, la juventud es solo la excusa para postergar las responsabilidades del adulto, prolongar la infancia. No es irónico que entre jóvenes se llamen “niños” y “niñas”: es así como se ven y sienten en nuestros tiempos.
Sé que resulta políticamente incorrecto criticar al movimiento estudiantil #YoSoy132, esa nueva Cruzada de los Niños que, con manos bondadosas y puras de adultos infantiles, busca rescatar de los “infieles” la Tierra Santa de nuestra democracia. Pero creo tener razones para hacer esa crítica. El inicio mismo de ese movimiento en la Universidad Iberoamericana, con expresiones de “asesino” contra Enrique Peña Nieto, “la Ibero no te quiere”, y gritos de “¡Ni un voto al PRI!” y “¡Fuera!”, revela una temible raíz de intolerancia. El PRI y su candidato son sistemáticamente satanizados por los #YoSoy132 y consideran que deben estar excluidos de cualquier decisión razonable del votante. No lo creo así. Podrían ser el diablo (no lo son) y pese a ello tener cabida en nuestra democracia si cumplen sus reglas. Como se expresó Machado por boca de Juan de Mairena:
“en una república cristiana, democrática y liberal conviene otorgar al demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos… Que como tal demonio nos hable… No os asustéis. El demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas”.
No es excluyendo como se construye una democracia.
Por otra parte, los jóvenes del movimiento se presumen estudiantes y para descalificar las encuestas que muestran una marcada preferencia de los electores por Peña Nieto utilizan términos tan académicos como el de “cuchareadas” o “copeteadas”. Seguramente entre ellos hay estudiantes de matemáticas, de ingeniería, de sociología, que estén familiarizados con las herramientas estadísticas y puedan llevar a cabo un análisis detallado de la metodología de las encuestas cuestionadas, a partir del cual elaboren una crítica fundamentada. Incluso podrían levantar una encuesta propia. Pero sencillamente no lo hacen. Prefieren el dogma que señala a unos como buenos y a otros como malos. Es precisamente en esta aceptación del dogma, de la verdad revelada, donde veo más semejanzas entre los muchachos de hoy y los niños medievales, y donde residen mis mayores temores. Preocupante es también lo que empieza a ser su credo, por su panegírico a los movimientos violentos. Apenas la semana pasada, en su “primera asamblea interuniversitaria” celebrada en CU, se declararon “herederos de las crisis económicas, de los fraudes electorales, de las luchas estudiantiles de 1968 y 1971, de las represiones durante la guerra sucia de los años 70, así como en Acteal, Atenco y Oaxaca, y de movimientos sociales como el magonismo, el villismo y el zapatismo, además del EZLN”, asegura el diario La Jornada. Su supuesto “apartidismo” es, pues, de izquierda no muy democrática.
Pero aún en el caso de que su apartidismo fuera auténtico, no se puede pasar por alto que López Obrador ha acercado con éxito sus navíos a los #YoSoy132 y de alguna manera ha comenzado a embarcarlos en ellos. ¿Llegarán a Tierra Santa o al zoco de Alejandría?
Se ha hablado, quizá con buen sentido, de transformar este movimiento después del 1 de julio en un partido político. Ello aseguraría su permanencia y le brindaría un peso real en la democracia mexicana. Coincido en que ese es un futuro posible para los #YoSoy132, pero pienso también que no es algo deseable para el país ni, a final de cuentas, aceptable para ellos. No creo en las posibles bondades de un nuevo partido solo por ser organizado por jóvenes y tampoco quiero que existan más políticos en nuestro país (que, en mi opinión, deberían ser poquísimos, muy vigilados y siempre auditados en sus cuentas públicas y privadas, casi hasta hacer aborrecible la profesión). Tampoco creo que esos jóvenes tomen el camino de formar un partido: muchos de ellos, los más sinceros en su apartidismo, no pretenderán de ninguna manera convertirse en políticos. El resto, los cercanos al movimiento de López Obrador y que poco a poco han ido ganando voz e influencia, puede que tengan asegurado ya un lugar en otra organización después de las elecciones.
Ingeniero e historiador.