Desde el punto de vista de la estética cinematográfica, ¿hay alguna ciudad más utilizada y gastada que Nueva York? Ya sea a través del sórdido punto de vista de Travis Bickle en Taxi Driver, la romántica lente de Woody Allen en Manhattan, con sus puentes y esquinas que son postales, el colorido aquelarre Brooklyniano de Spike Lee en Do the Right Thing, la insolada parquedad de Kids de Larry Clark y de Dog Day Afternoon de Sidney Lumet, y hasta esa visita distópica que ofrece The Warriors de Walter Hill, la realidad es que Nueva York ha sido retratada desde casi todos los ángulos y con todas las texturas posibles. Cualquiera que haya vivido en la Gran Manzana podría culpar al aburguesamiento de la ciudad de este fenómeno: Nueva York no puede verse con originalidad porque la ciudad misma ha extraviado su esencia –su lado arisco- y lo que queda es la urbe que Carrie Bradshaw parió: un lugar inoculado de cualquier peligro, lleno de tiendas de diseñador, locales que venden cupcakes de cinco dólares por pieza, restaurantes de comida fusión, boutiques hipsters y bares speakeasy. Los cineastas han enfrentado la sequía de historias neoyorquinas desertando a la ciudad sobre la que fincaron su oficio. Woody Allen está del otro lado del Atlántico, urdiendo fábulas cerebrales y pintorescas comedias, como una versión septuagenaria y cinéfila de la guía turística del Lonely Planet, mientras que Martin Scorsese ha dejado de usar a Nueva York, prefiriendo situar sus historias en Europa (Hugo) o en Boston (The Departed). Y si los dos cineastas más neoyorquinos de la historia han abandonado a La Gran Manzana y sus alrededores, ¿qué se puede esperar del resto?
Para volver a retratar a Nueva York con una mirada fresca, el séptimo arte necesitó de un cineasta extranjero, que viera a la ciudad con ojos nuevos. Más allá de su ineludible potencia, Shame, de Steve McQueen, se atreve a mostrar una visión precisa y auténtica de la urbe de hierro. La historia sigue a Brandon (interpretado por el extraordinario Michael Fassbender, en una actuación que acabó por cimentar su reputación como el actor del momento), un publicista que pasa sus ratos libres –mañanas, tardes, noches, recesos laborales- atendiendo su obsesión con el sexo en todas sus formas. Se liga a chicas en antros, pasa horas mirando pornografía en su laptop y, como corolario, contrata a una que otra prostituta, que lo atienden en un edificio de amplísimos ventanales en el lado oeste de de Manhattan.
Es difícil explicar en qué consiste la honestidad de la cámara de McQueen, pero el hecho es que su Nueva York no se siente retocado. Lejos de la estética pulcra a la que se adhieren tantos largometrajes ahí filmados –donde todos los atardeceres son ambarinos, los árboles primaverales y el clima cálido- y lejos, también, de la estética cutre tan en boga en cintas neoyorquinas de tesitura dramática –donde el grano del celuloide está siempre reventado, los vagabundos se adueñan de las calles y todos los peatones son un remedo de Dustin Hoffman en Midnight Cowboy– Shame retrata con la misma franqueza a las avenidas neoyorquinas, el húmedo clima citadino, los dive bars de Midtown, los muelles cerca de Chelsea y la frialdad del metro. Lo anterior no significa que McQueen no use a La Gran Manzana. A lo largo de la cinta, la ciudad acentúa el drama de Brandon. Nueva York es su proxeneta y su maldición: una ciudad que le provee innumerables mujeres y que lo ata a ella. La grisura neoyorquina lo golpea, lo envuelve, pero sobre todo le permite extraviarse y atacar desde la oscuridad, como un lobo que se ha escapado del zoológico y que las autoridades han olvidado entre los meandros de la ciudad.
Como en muchas otras cintas, aquí Nueva York es también sinónimo de abundantes posibilidades. No por nada McQueen detiene su narrativa para dedicarle cinco minutos a observar a Fassbender y a su hermana Sissy (Carey Mulligan) mientras esta entona, en un restaurante, New York, New York, de Frank Sinatra. If I can make it there, I´ll make it anywhere, canta Sissy y la cámara se planta en los ojos de Brandon. ¿Qué hay ahí? Remordimiento, sí, pero algo más. Un diálogo con la ciudad que le ha dado un departamento de lujo, un buen trabajo, innumerables conquistas, pero que es incapaz de hacerlo feliz. Nueva York como epítome de deseos frívolos; cuna de vidas que parecen tenerlo todo aunque en el fondo estén vacías. Después del derrumbe de Wall Street, ¿qué mejor ángulo para analizar a la gran urbe de hierro que ése?