Cecilia vaga por el borde de la playa, bajo un cielo plomizo, cuajado de nubes bajas. Las olas rompen cerca de la niña y su pequeña silueta de ocho años se recorta contra el horizonte; es un pequeño punto solitario en el centro de la imagen. El viento sopla con fuerza, entremezclándose con una música disonante. La niña intenta patinar pero las pequeñas ruedas atadas a sus zapatos se hunden en la arena.
Cecilia Edelstein y su madre han tenido que esconderse en una destartalada cabaña, en una playa perdida en el sur de Argentina. Corren los años setenta y las fuerzas de la dictadura persiguen a jóvenes opositores como los padres de Cecilia. Un transistor estropeado es el único medio que tiene la madre para intentar mantenerse al corriente de lo que sucede en Buenos Aires. Poco sabe de su marido. ¿Estará escondido, lo habrán apresado, habrá muerto? No hay respuesta para esas interrogantes. Las frustrantes interferencias que emite la radio se ven secundadas por el ruido del viento que se cuela por una ventana rota. Cecilia, salta, grita, corre, parece cargada de electricidad, como las nubes que anuncian tormenta. Su madre decide enviarla al colegio del pueblo, quizás con la esperanza de que la rutina escolar consiga calmar la hiperactividad de la niña –y de paso la aleje de su lado algunas horas al día-, pero para ello hay que aleccionarla: “¿Qué le dirás a la maestra y a los otros niños si te preguntan?”. “Que mi papá vende cortinas y mi mamá es ama de casa”, responde la niña como si fuera un juego. Un juego cuyo peligro no alcanza a dimensionar.
Sería temerario intentar reducir a una palabra la vorágine de sensaciones que suscita en el espectador un filme tan rico y complejo como El premio (2011), el primer largometraje de la realizadora argentina Paula Markovitch. Si nos dejáramos guiar por el efecto que producen sus primeras secuencias –y que se acrecienta conforme avanza la historia-, la palabra que elegiríamos sería desesperanza. Pero el filmees más que eso, es a ratos ternura, en otros temor, en muchos melancolía, es siempre una mirada aguda y crítica respecto de la inocencia infantil y de cómo el mundo adulto puede destruirla.
El premiopertenece a la serie de films que en los últimos años han abordado la temática de las dictaduras latinoamericanas teniendo un niño como protagonista, entre ellos podríamos citar Kamchatka (Marcelo Piñeyro, Argentina, 2002), Machuca (Andrés Wood, Chile, 2004), Paisito (Ana Díez, España-Uruguay, 2008), el emocionante cortometraje Veo veo (Benjamín Ávila, Argentina, 2011) y, en cierto sentido, Postales de Leningrado (Mariana Rondón, Venezuela, 2007). En todos ellos se repite la misma premisa: una historia centrada en la infancia, que tiene como contexto el enrarecido clima social y político que antecede o sucede a un golpe de estado de los años setenta –salvo en el caso del filme de Rondón que se centra en la guerrilla-. Se trata de historias que suelen tener una fuerte raigambre autobiográfica. Son representaciones del pasado a cargo de una generación que mira con ojo crítico un proceso que marcó su existencia, y en el que se vio involucrada de forma pasiva. Estas representaciones no se guían por los posicionamientos políticos del pasado, aunque no por ello evaden una postura ideológica. Hay en ellas un necesario enjuiciamiento de parte de los cineastas a la generación que les antecede; pero la exigencia freudiana de matar al padre se entremezcla aquí con la voluntad de asumir una voz propia frente a un momento histórico que ha sellado el devenir de muchos países de América Latina.
El premio es quizás el punto culminante de esta tendencia. También es el filme que menos aspira a reconstruir un momento histórico y más a profundizar en la deriva emocional que esas circunstancias dramáticas pudieron suscitar en quienes las padecieron. Paula Markovitch rechaza todo afán discursivo o concluyente, todo esquematismo reductor. Asimismo rehúye toda indicación contextual: no sabemos por qué se persigue a los padres de Cecilia -¿son montoneros, peronistas, militantes sindicales, universitarios?- no se nos dice en qué año se ambienta la trama, ni tampoco en qué lugar de Argentina. No se utiliza material de archivo –como imágenes de los informativos de la época- para reconstruir el pasado. Nada de eso tiene importancia. La apuesta de Markovitch consiste en eliminar todo lo superfluo, trabajar con muy pocos actores y circunscribirse estrictamente a lo que es verdaderamente trascendente para Cecilia: su padre no está, su madre pierde la paciencia, en el colegio tiene que mentir y los militares las persiguen.
Es posible que el distanciamiento de Markovitch respecto de la minucia histórica argentina venga dado porque el filme es una producción mexicana y porque la realizadora lleva varios años radicada en ese país. Sea como sea, ese distanciamiento juega a favor del filme, lo vuelve más universal. No se trata de superficialidad, al contrario, se hace difícil encontrar otro cineasta que como Markovitch haya conseguido calar tan hondo a la hora de mostrar el angustioso exilio interior que debieron padecer miles de latinoamericanos.
El premio es un filme altamente sensorial: el ruido del viento, la música disonante, las tonalidades azules y pardas de la fotografía, el desorden que impera en la pequeña caseta de la playa construyen una atmósfera inquietante. No hace falta ver fusiles, ni tanques, ni helicópteros para sentir la amenaza de la dictadura, basta con ver a la madre de Cecilia tratando de contener, angustiada, el agua del mar que, una noche de tormenta, se comienza a colar por debajo de la puerta de la cabaña. La desesperación de la madre choca con la inocencia de su hija. Cecilia es incapaz de comprender la situación desde un punto de vista racional, pero participa en la ansiedad de su madre y se convierte en una víctima de ella.
Si el mundo infantil y el adulto se ven condenados a una relación patológica en el filme, algo similar sucede con la relación entre lo masculino y lo femenino. En este sentido, llama la atención la casi total ausencia de figuras masculinas. El primer hombre adulto que aparece en escena –que también es el primer militar que vemos- interviene justo en la mitad del metraje. Por otra parte, lo masculino, tanto en los personajes infantiles como en los adultos, está ligado a la agresión, a la amenaza de la fuerza bruta, pero también a la ausencia: es el padre que se espera y el marido del que nada se sabe. Esta ausencia tiene algo de fractura, de desgarro existencial, de orden subvertido.
La fuerza del filme reside en gran medida en un guión bien construido que se nutre de improvisaciones -cabría mencionar que Markovitch es la guionista de Temporada de patos (2004) y Lake Tahoe (2008), ambas de Fernando Eimbcke-. Reside en sus excelentes cualidades técnicas, que han sido reconocidas en el Festival de Berlín. Reside, por último, en ese volcán de ocho años que encarna a Cecilia y lleva por nombre Paula Galinelli Hertzog. Es difícil saber hasta qué punto la pequeña era consciente de lo que estaba haciendo, de qué forma se le explicó en qué consiste la interpretación o cómo se consiguió llevarla a ciertos estados. Las preguntas quedan abiertas y replantean un viejo debate sobre los niños actores. El resultado es en todo caso excepcional.