Pobres vampiros. Una de las criaturas más temibles del cine de horror transformada en príncipe azul de piel diamantina, vestido como catálogo de J. Crew y peinado como anuncios para el gel Xiomara. En la presentación de su cinta Interview with the Vampire, Neil Jordan advertía: “Bienvenidos a la película con los vampiros más tristes que jamás hayan visto”. Jordan claramente no conocía a Edward Cullen, cuya melancolía perenne y buen corazón hacen que el Louis de Anne Rice parezca Ted Bundy. El cine de vampiros del siglo XX jugó con chupasangres ambivalentes frente a su condición. El Nosferatu de Herzog, el Drácula de Coppola, Las crónicas vampíricas de Rice: todos ellos presentaron vampiros para los que la inmortalidad era una maldición. Y, sin embargo, ninguno dejaba de ser un animal, una bestia. Inclusive Louis, el muerto viviente más quejumbroso del siglo pasado, terminaba alimentándose de humanos a diestra y siniestra. El mensaje, pues, era claro: el vampiro es, primero que nada, un asesino. “God kills indiscriminately, and so shall we…”, dice Lestat. Cuánta razón tiene.
El siglo XXI ha castrado al vampiro, lo ha puesto en las portadas de Tiger Beat y Teen Bop y Teen Pop, y lo ha hecho objeto de un deseo piadoso, limpio de amenaza y horror. Por eso aplaudo las cintas que se atreven a ver al vampiro bajo la óptica de antaño. Let the right one in y su remake tuvieron las agallas de tener como protagonista a una chupasangre diminuta, pero no por eso menos bestial. Y, ahora, Fright Night, otro remake de una clásica película de vampiros, continúa la tradición. De entrada, Evil Ed (Christopher Mintz-Plasse) describe a Jerry Dandridge (Colin Farrell) como el tiburón de Jaws: un animal depredador que acabará con todo lo que esté cerca de él. Y la cinta cumple cabalmente con su objetivo. Dandridge es el nuevo vecino de Charley Brewster (Anton Yelchin), un adolescente que vive en una pequeña comunidad a las afueras de Las Vegas. Y, a primera vista, el nuevo inquilino en el suburbio da la impresión de ser un Casanova generoso: coquetea con mamá Brewster mientras le ayuda a arreglar su jardín. Cinco minutos después –apenas rebasados los veinte minutos de la cinta-, Charley va con su viejo amigo Evil, y el joven le suelta la bomba: Jerry, tu vecino, es un vampiro.
Al igual que en la original de 1985, dirigida por Tom Holland, Fright Night navega el absurdo de su premisa con una mezcla admirable de horror y simpatía. Los elementos cómicos jamás opacan a los macabros, ni viceversa. El Jerry de los ochenta era un vampiro aparentemente bisexual, Gigoló, que solo perdía la compostura en dos o tres momentos de la cinta. El Jerry de Farrell es más animal que humano. Las apariencias le importan un bledo: en cuestión de dos noches ya se comió a media cuadra. Y Farrell claramente se entretuvo interpretándolo. Su actuación no se ocupa de sutilezas sino que, escena tras escena, atiende el lado animal de Jerry. El resultado es un vampiro que es más monstruo que humano, una encarnación del mal que merece un lugarcito junto a los muchachos perdidos de Schumacher, el Nosferatu de Murnau y el Lestat de Rice (el más divertido de todas sus creaciones).
Desgraciadamente, el público –acostumbrado ya a los vampiros bienintencionados de Twilight y True Blood– se ha alejado de estas cintas que vuelven a ver a los chupasangres como demonios. Let Me In apenas si sacudió la taquilla y Fright Night no ha recaudado su presupuesto original. Tal parece que el vampiro J. Crew llegó para quedarse.