El guión original de El gabinete del Dr. Caligari (1920), escrito por Hans Jenowitz y Carl Mayer, era una piedra lanzada en medio de los ojos del gobierno alemán que había sometido a ambos, en distintas variaciones, a su reciente concierto de guerra. El primero, oficial de infantería, volvió de la batalla vuelto un pacifista. El segundo fingió locura para no ser reclutado y fue sujeto de repetidos y, al parecer, brutales exámenes por parte de un psiquiatra militar. Para cuando se conocieron y comenzaron a escribir su guión, los dos tenían claro que La Autoridad era la pesadilla recurrente a vencer, y desde ahí construyeron al tiránico Caligari y su asesino amaestrado, Cesare. La historia que escribieron fue filmada en su totalidad sin ningún corte; pero el director, Robert Wiene, agregó dos escenas, una al principio y otra al final, que cambiaron sustancialmente la película.
Ésta comienza y termina en una institución psiquiátrica, donde Francis, el protagonista, le cuenta a un compañero de pabellón las noches en que el Dr. Caligari paralizó con una serie de asesinatos al pueblo ficticio de Holstenwall. Al final, cuando ve al director del manicomio —interpretado por el mismo actor que hace de Caligari— paseando por el patio del pabellón, Francis revienta y tiene que ser controlado, envuelto en una camisa de fuerza y encerrado. El director, semblante comprensivo, entiende que el loco lo ha confundido con Caligari y declara: “Ahora que conozco su enfermedad, puedo curarlo”.
Desde el punto de vista de los autores, ese marco en el que terminó encerrada su historia (que, por cierto, fue idea de Fritz Lang, la primera opción para dirigir la cinta) daba al traste con todo lo que ellos querían de la película: la historia de un tirano derrocado se convertía en la fantasía peligrosa de un revolucionario. Sin embargo, el final no parece tan hermético. El director Caligari, para echar un mejor vistazo al enfermo, se pone los pesados lentes circulares que usa durante su aventura de terror en la narración de Francis. Parece quedar pendiente una pregunta cuando cierra la película: entonces, ¿quién era el loco?
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Con John Zorn se antoja la misma pregunta. Su obra (ya casi inconmensurable) es el relato delirante de un lugar en el que ningún objeto está al servicio de quien lo utiliza, sino dispuesto ahí para relacionarse con él de una manera más compleja. En buena parte de su música, sobre todo en la más temprana, la melodía sólo sirve como animal de sacrificio; los intérpretes, siempre de altísimo nivel (empezando por el mismo Zorn), les hacen exigencias violentas a sus instrumentos y parecen estarlos torturando. En Spy vs. Spy: The Music of Ornette Coleman, del ’89, las piezas emblemáticas de Ornette van amarradas detrás de un auto a toda velocidad que conduce el ensamble de Zorn. Más tarde, con la serie de Masada, la melodía está al servicio de un tema: lo judío, su música. Por esa manera que tiene el compositor de relacionarse con su entorno es interesante, incluso importante, detenerse unos minutos en una de sus más recientes escalas: la música para órgano, que incluye la musicalización en vivo de El gabinete del doctor Caligari, con la que llega a la ciudad de México en algunas semanas.
A Zorn nadie ha podido imponerle principios ni finales, como hicieron con Jenowitz y Mayer, y con Francis y Caligari. Después de algunos inútiles intentos de participar del “medio”, creó su propia disquera (Tzadik), con la que ha publicado cada uno de sus discos y de muchos otros músicos, y abrió un espacio (The Stone), en donde quienes se presentan se llevan todas las ganancias y no se vende ni agua. Así, Zorn ha demostrado una y otra vez que al otro lado del margen hay un vasto espacio para la creación. No es el padre de nada, por supuesto; muchos antes, y después de él le han dedicado la vida a iluminar ese espacio, pero es un eslabón necesario, resistente —eso sí, como pocos— de ese esfuerzo.
Yo nunca he platicado con John Zorn, he leído no más de un par de entrevistas y vi un documental sobre él (recomendable: A Bookshelf on Top of the Sky. Está en YouTube), pero sí he escuchado mucho su mucha música y es fácil darse cuenta de que no hay nada gratuito en ella. Es una narración, un relato, para la que cada pieza es absolutamente necesaria y tiene encima un cuidado casi obsesivo.
Una de sus principales condiciones para venir a la edición tres del Festival Bestia 5 y 6 de diciembre en el Auditorio Nacional y el Lunario fue que le prestaran un órgano. Claudia Curiel, la organizadora del festival, se encontró con la posibilidad de que fuera el del Auditorio y que fuera con esa película, y él aceptó. Ya lo hizo una vez, en 2014, para la presentación de la versión restaurada de El gabinete… en Berlín (también está en Youtube, en alemán). No es muy arriesgado decir que será uno de los conciertos más importantes que verá la ciudad en toda su historia.
El órgano tiene una larga historia de tropiezos: en 1934 lo instalaron en Bellas Artes, pero lo instalaron mal; dicen que Silvestre Revueltas dijo alguna vez que era una maravilla tecnológica pues uno podía verlo un día y escucharlo hasta el siguiente. En los cincuenta lo movieron al Auditorio en donde sirvió para algunas temporadas de conciertos y para amenizar los Domingos Populares. Luego cayó en desuso, se deterioró y quedó en silencio un par de años. Luego una restauración, silencio, otra restauración, acompañó a Juan Gabriel en algún concierto y disfrutó de algunas temporadas con la Orquesta de Cámara de Bellas Artes y la Sinfónica Carlos Chávez. Para ser el órgano más grande de América Latina, ha tenido una carrera más bien anodina, a pesar de que ha sido procurado por algunos de los organistas más importantes del mundo, incluido su actual titular, Víctor Urbán. Como casi todo objeto cultural en el país, es un monumento a la pétrea burocracia del Conaculta.
No es que John Zorn, salvador, vaya a llegar a renovar y vigorizar al órgano; lo más probable es que después regrese a su oscuro rincón. Pero en ese concierto vibrará con la fuerza que merece, podrá hacer las paces con la ciudad que lo mantiene bajo el polvo. También el relato de Francis, el de Jenowitz y Mayer, recibirá un merecido homenaje. El terror de Caligari, delirio o no, retumbará en una ciudad que todos los días se quiere embutir en un paréntesis de locura del que, en cualquier momento, uno de estos días, saldrá, aunque sólo sea para ser amarrada y encerrada una vez más.
(Tijuana, 1985) es escritor.