Después de una enfermedad breve, el sociólogo Daniel Bell murió el pasado martes 25 de enero en su casa de Cambridge, Massachusetts, frente a la Academia Americana de Artes y Ciencias, a la edad de 91 años. Hoy viernes será inhumado.
Leí a Daniel Bell por primera vez durante la licenciatura. Había asistido hacía poco a un encuentro con Francis Fukuyama, y traía un resabio de insatisfacción. Para preparar un seminario, leí un capítulo de The Cultural Contradictions of Capitalism, y ya no pude dejarlo. Devoré el libro. Bell hacía explícitas algunas sospechas, más o menos vagas, que me inquietaban desde hacía tiempo. En mi cosmovisión maniquea y típica de la Guerra Fría, los capitalistas eran los buenos de la película. Con Bell empezaba por fin a entender lo que estaba pasando, gracias a él comencé a mapear mi propia tradición cultural y me develó la Sociología.
Si el mío fue un descubrimiento meramente burgués, Bell llegó a la Sociología por la vía dura, por los golpanazos de la vida:
Crecí en las barriadas de Nueva York. Mi madre trabajaba en una fábrica de ropa desde que tengo memoria; mi padre había muerto cuando yo era muy pequeño [a los 8 meses de nacido]. Alrededor de mí, lo único que veía eran los “Hoovervilles”, esos jacalitos cerca del East River donde los desempleados [en los días de la Gran Depresión] vivían en casas temporales y alborotaban los contenedores de basura en busca de comida. Por la noche salía con un grupo de niños al mercado de abastos en el West Side para robarnos papas o recoger tomates aplastados y llevarlos a casa, o para comer alrededor de unas fogatitas que hacíamos en la calle con los guacales de los mercados. Yo simplemente quería saber por qué esto tenía que ser así. Fue inevitable que me convirtiera en sociólogo.
Bell quería entender y entenderse. Aprendió inglés porque el yidis doméstico no abría la biblioteca que le interesaba: la marxista. Abandonó muy chico la fe en Dios, se hizo socialista. Tenía 13 años y acababa de leer The Jungle, de Upton Sinclair, una novela sobre la clase más desfavorecida de Chicago y las mafias en el mercado de la carne cuando, profundamente impresionado, le dijo al Rabí durante su Bar Mitzvah: “Ya encontré la verdad. No creo en Dios, me uniré a la Liga Socialista de los Jóvenes”. El Rabí lo reafirmó: “Chico, no crees en Dios… Dime, ¿crees que eso le importa?”.
Después de estudiar Ciencias Sociales en Nueva York (City College y Columbia), trabajó como periodista: primero editó una revista llamada The New Leader, luego fue a Fortune, después fundó una revista de corte neoconservador, The Public Interest, de la que se despidió unos años más tarde por diferencias intelectuales con su co-fundador. Combinaba la divulgación con la docencia: comenzó en la Universidad de Chicago, luego regresó a Columbia y pasó más tarde a Harvard, de donde se jubiló en 1990, además de cursos y estancias en numerosas universidades inglesas y americanas. Sin embargo, Bell no se consideraba un académico. Él escribía para un público no especializado pero educado y presto para reaccionar ante las ideas. Se consideraba liberal en lo político, socialista en lo económico y conservador en lo cultural.
En 1974, Charles Kadushin publicó un libro sobre los intelectuales con mayor peso en los Estados Unidos, The American Intellectual Elite. Ahí traza una distinción importante: sin ser periodista a tiempo completo, el intelectual participa activamente en un cierto número de revistas y journals (descollaban el New Yorker y el New York Review of Books). Mediante un sistema de votos, Kadushin presenta la lista de los 70 intelectuales más destacados. (Las listas son siempre disputables pero admitamos que funcionan como baremos.) En el bloque de los diez primeros se codea un único sociólogo – Daniel Bell –con Noam Chomsky, Norman Mailer y Susan Sontag, por encima de Hannah Arendt, Herbert Marcuse y Saul Bellow.
Tres obras seminales, compilaciones de ensayos previamente publicados, le granjearon un prestigio patente. El primero y el tercero de estos títulos fueron calificados por el londinense Times Literary Supplement como dos de las 100 obras más influyentes desde la II Guerra Mundial. The End of Ideology (1960) es una revisión de la década de los 1950s, donde Bell constata cómo se han apagado las grandes ideologías gestadas en la Centroeuropa del siglo XIX que desembocaron en los totalitarismos. En The Coming of Post-Industrial Society (1973), Bell populariza el término “post-industrial”, acuñado hacía poco por Alain Touraine (The Post-Industrial Society, 1971), para designar la nueva era de servicios y de información, en contraste con la pesada etapa anterior de maquinaria y producción. Por lo demás, Bell discrepa de los autores, en su mayoría franceses, que hablan de ‘Postmodernidad’, término que ridiculizaba abreviándolo: PoMo. Le parecía que la era post-industrial no era un nuevo ciclo posterior a la Modernidad sino una fase interna. The Cultural Contradictions of Capitalism (1976) es una especie de continuación de la primera obra, donde Bell repasa la década de los 1960s, con particular énfasis en la ruptura cultural de 1968. El capitalismo lo absorbe todo y convierte los signos de rebelión en productos masivos, torna incluso la subversión en general y masiva, diluyéndola y haciendo guango lo que antes podía tensarse. En una nota al pie de página, Bell cita Los hijos del limo, de Octavio Paz, quien en el contexto del arte habla del cese de la revuelta modern(ist)a: “la rebeldía convertida en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia”.
De mi experiencia universitaria recuerdo que la lectura de Bell nos apuró a la discusión y nos empujó a varios cafés para continuar la conversación.
Le sobreviven cuatro nietos, sus hijos David y Jordy, y su tercera esposa Pearl Kazin, crítica de literatura. “Era un conversador extraordinario con un arsenal de chistes, que él llamaba ‘historias’, y que sabía disparar siempre en el momento adecuado. Era capaz de acaparar siempre la atención de todos”, dice David, quien lo recuerda como un padre estupendo, un amigo maravilloso y una persona generosa. Por su parte, su hija Jordy trabaja con inmigrantes indocumentados de Centro y Sudamérica, consciente de que la infancia de su padre tuvo también esos derroteros.
Berlín. Enero, 2011
– Enrique G de la G
(Imagen tomada de aquí)
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Doctor en Filosofía por la Humboldt-Universität de Berlín.