Cinco poemas

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En medio del camino
En medio del camino había una piedra
había una piedra en medio del camino
había una piedra
en medio del camino había una piedra

Nunca me olvidaré de este acontecimiento
en la vida de mis fatigadas retinas
Nunca me olvidaré de que en medio del camino
había una piedra
había una piedra en medio del camino
en medio del camino había una piedra
 
Cuadrilla
Juan amaba a Teresa que amaba a Raymundo
que amaba a María que amaba a Joaquín que amaba a Lilí
que no amaba a nadie.
Juan se fue a los Estados Unidos,
Teresa entró en un convento,
Raymundo murió en un accidente,
María se quedó a vestir santos,
Joaquín se suicidó
y Lilí se casó con J. Pinto Fernández
que no había entrado en la historia.
 
Un niño llora en la noche
En la lenta y tibia noche,
la muerta noche sin ruido,
un niño llora.
Llanto al otro lado de la pared, tras el vidrio.
Pasos ahogados, voces extenuadas,
se pierden en la sombra.
Sin embargo se escucha hasta el rumor
de la gota de medicina al caer en la cuchara.

Un niño llora en la noche, tras la pared, tras la calle,
un niño llora a lo lejos,
tal vez en otra ciudad,
en otro mundo tal vez.
Y veo la mano que sostiene la cuchara mientras la otra mano sostiene la cabeza.
Y veo el hilo aceitoso que escurre por el mentón del niño,
escurre por la calle, escurre por la ciudad
(apenas un hilo).
Y no hay nadie en el mundo a no ser ese niño llorando.

Un buey contempla a los hombres
Tan delicados (más que un arbusto) y corren,
corren de un sitio a otro, se olvidan siempre de algo.
Ciertamente les falta no sé qué esencial atributo,
ya que a veces se muestran nobles y graves,
ah espantosamente graves, siniestros incluso.
Pobres, se diría que no escuchan
el canto del aire ni los secretos del heno:
tampoco parecen distinguir en el espacio
lo que es para nosotros compartido y visible.
Y se entristecen y en el matadero de la tristeza llegan a la crueldad.
Toda su expresión radica en los ojos y se desvanece
con un simple pestañeo, con una sombra.
Nada en su pelambre, en sus extremidades de fragilidad inconcebible,
y qué poco de montaña hay en ellos
y qué sequedad y qué remolinos y qué imposibilidad de organizarse
en formas serenas, permanentes y necesarias.
Acaso (por un minuto) tienen cierta melancólica gracia
y con ella se hacen perdonar la agitación incómoda y el traslúcido
vacío interior que los vuelve tan pobres y menesterosos,
al punto de emitir sonidos agónicos y absurdos:
deseos, amor, celos (¿qué sabemos nosotros?),
sonidos que se deshacen y caen por tierra
como afligidas piedras que calcinan la hierba y el agua.
Qué difícil rumiar nuestra verdad
después de todo esto.
 
Herencia
¿Qué memoria daré al país que me dio
cuanto recuerdo y sé, todo lo que sentí?
En la infinita noche breve el tiempo olvidó
mi dudosa medalla y hoy se burla de mí.

¿Y merezco esperar más que los otros yo?
Mundo, tú no me engañas. Yo no te engaño a ti.
Monstruos contemporáneos que Orfeo no domó
y vagan taciturnos entre el tal vez y el sí.

No quedará de mí ningún canto radioso
ni una voz matinal que palpite en la bruma
y arrancarle pueda a alguien su más secreto espino.

De todo cuanto fue mi paso caprichoso
quedará solamente, todo el resto se esfuma,
una piedra que estaba en medio del camino. ~

— Traducción de José Emilio Pacheco

Carlos Drummond de Andrade, para muchos el gran poeta brasileño del siglo veinte, nació hace cien años en Itabira, Minas Geraes. Para compensar lo que él llamaba su "triste vida de burócrata", empleado del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional, escribió poesía y crónicas en O Correio da Manhã que sostuvo hasta cerca de los 80 años. Poesia completa e prosa apareció por vez primera en 1973. Su Antología poética ha tenido muchas reimpresiones. Entre sus libros originales figuran Sentimiento do mondo. A rosa do povo, Claro enigma, Lição de coisas, Discurso de primavera e algumas sombras.

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