Diez estudiantes del Programa de Arte Feminista (PAF) se juntaron para la foto conmemorativa. Se retrataron en jeans y overoles salpicados de pintura, con la sonrisa fácil que deja la satisfacción. Una se sentó en el piso en la actitud de desenfado de quien cree haber liderado una revolución. Algunos dirán que no era para menos. Después de todo, la historia registró a la Womanhouse como la primera exposición pública de arte feminista. Entre el entusiasmo y la indignación, las directoras del programa y sus alumnas dijeron que habían creado técnicas, materiales e imaginarios que cuestionarán y denunciarán la opresión de (todas) las mujeres, aunque en esta fotografía se vea, y muy bien, que las alumnas-artistas eran ciudadanas estadounidenses, universitarias, de clase media y blancas.
En la penúltima entrada de Pornucopia, Estefanía Vela escribió sobre la tendencia de algunas a hablar en nombre de todas, cosa que suelen hacer sin imaginar siquiera que otras mujeres tienen sus propias perspectivas, problemas y experiencias de género. De acuerdo con Angela Harris, a quien Estefanía cita, la postura del feminismo blanco se debe a la pereza intelectual (esa que pospone la investigación de fuentes, casos y bibliografías alternativos a los ortodoxos), a la conveniente falta de empatía de las más privilegiadas, al anhelo de cobijarse en un “nosotras” que las defienda de “ellos” o a la provechosa estrategia de articular frentes de mujeres unidas. Más allá de estas actitudes, lo que me interesa es identificar las instituciones y las circunstancias en las que surge este tipo de organización feminista. No hablaré entonces de los defectos de las integrantes del PAF. En cambio, quiero dar cuenta de las condiciones que hicieron que la Womanhouse se enfocara exclusivamente a desmontar el mito de la “la diosa doméstica” en su felicidad residencial y que no incluyera en su crítica al prototipo de la vibrante “chica trabajadora” en la libertad de su departamento de soltera, por poner un ejemplo.
Judy Chicago, Miriam Schapiro y sus alumnas tomaron el modelo de los “grupos de conciencia” para trabajar el proyecto de la Womanhouse, pues aquel había probado su eficacia a la hora de politizar a los ciudadanos. Tengo para mí que algo se perdió cuando lo pasaron de las calles a las aulas y del activismo a la producción artística.
Sigue siendo motivo de orgullo entre las exalumnas que las sesiones del PAF se impartieran fuera de las instalaciones de la Universidad Estatal de Fresno. Al respecto, recuerdan que les “pareció necesario, al menos temporalmente, dejar fuera a la sabiduría y a la tradición masculina”[1]. Con esto en mente, decidieron rentar el abandonado Teatro Comunitario de Fresno.
Faith Wilding, exalumna del programa, hace hincapié en la casi despiadada crítica de las sesiones de trabajo y las violentas confrontaciones que había que soportar y vencer, después de las cenas de los miércoles, en la cocina o en el llamado rap room, para en verdad forjarse carácter como artistas feministas. Hay que decirlo: se juzgaban entre ellas, pues había que estar inscrito en la universidad para participar, además de aprobar un proceso de selección que incluía una entrevista acerca de los intereses artísticos y teóricos de la candidata. Por si fuera poco, y a pesar de que el teatro rentado se ubicaba en una parte pobre y marginada de la ciudad, ninguna de las integrantes pensó en invitar a las mujeres que vivían en ese barrio a su grupo de conciencia. Por lo tanto, el PAF sacó a la estudiante de la universidad, pero no a la universidad de la estudiante.
También hay que considerar que las alumnas debían pagar una cuota mensual de 25 dólares para la renta, el mantenimiento y otros gastos de ese “estudio propio”. Pero todavía a finales de los setenta las mujeres blancas ganaban más que las afroamericanas y mucho más que las latinas. Además de la cuota, el programa era de tiempo completo, un recurso que tampoco estaba a la mano de las mujeres que trabajaban. Habría sido imposible pedirle esa dedicación a una secretaria joven y blanca, a la encargada hispana de una tienda, a la afroamericana que despachaba los boletos en la taquilla del cine. De este modo, los temas representados en la Womanhouse y la crítica misma se encerraron en el estrecho corral de veinticinco mujeres blancas, universitarias, ciudadanas estadounidenses y de clase media que, con toda probabilidad, no formaban parte de la fuerza de trabajo.
No elegí este ejemplo de manera gratuita. A partir de la década de los noventa y aún entre el 2012 y el 2013, las historiadoras del arte feminista han querido recuperar a la Womanhouse y defenderla de quienes la calificaron de “esencialista”. Si bien es cierto que todos sus performances e intervenciones pusieron al modelo de la esposa, madre y ama de casa en el banquillo, algunas obras cayeron en una contradicción al acentuar el pacifismo y la cercanía con la naturaleza como algo característico de lo femenino.
Por otra parte, y a pesar de que las revisiones más recientes de esta exposición destaquen el aspecto colectivo de su trabajo,[2] es innegable que tanto las alumnas del PAF como los temas que abordaron pertenecen al feminismo blanco. El espacio arquitectónico que decidieron intervenir es prueba de ello: una casa residencial en Hollywood (aunque pudo haber sido una en los suburbios) y no el departamento de diez metros cuadrados de la típica Single (Working) Girl de los setenta (o, mejor aún, su escritorio ubicado afuera y enfrente de la oficina del jefe), ni las casas de los barrios afroamericanos, latinos y asiáticos, mucho menos la casa rodante de una familia blanca de bajos ingresos.
No está de más desconfiar de las sesiones, tal vez más catárticas que políticas, que motivaban a las alumnas a hablar de sus propias experiencias, aunque Faith Wilding tenga la certeza de que al hablar y escucharse descubrieron la opresión que vivían (todas) las mujeres y de que, hace un par de años, Preciado reseñara a la Womanhouse como una obra en la que “las participantes construye[ron] una narración autobiográfica [y] colectiva de la experiencia política de ser artista y mujer”. Los métodos de confesarse, psicoanalizarse, hablar de sí mismo y “espejearse” en otro que es demasiado parecido a uno tienen sus límites. Quizás también haya que sospechar de la renovada atención académica que ha recibido una exposición feminista que en su momento fue la única en conseguir cobertura mediática a nivel nacional.[3]
Tampoco basta señalar las actitudes de pereza, autocomplacencia y conveniencia. Hay que ponerle atención a las instituciones, a las circunstancias, al tipo de organizaciones e incluso a los métodos de aprendizaje que reproducen el feminismo blanco. A final de cuentas, ¿conseguimos algo más que frustración y desconcierto cuando le reclamamos a los más privilegiados con el exasperado grito de “no te das cuenta de que no te das cuenta”?
[1]Laura Meyer y Faith Wilding, “Collaboration and Conflict in the Fresno Feminist Art Program”, en Jill Fields (ed.), Entering the Picture. Judy Chicago, the Fresno Feminist Art Program, and the Collective Visions of Women Artists, Nueva York, Routledge, 2012, p. 45.
[2]Ibid, pp.: 45-63.
[3]Temma Balducci, “Revisiting Womanhouse: Welcome to the (Deconstructed) Dollhouse”, Woman’s Art Journal, Vol. 27, No. 2 (Fall-Winter, 2006).
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.