Nada más agradable que atestiguar el momento en que un cineasta se mete en camisa de once varas. Eso convierte el viaje cinematográfico en algo mucho más disfrutable, sobre todo cuando las cosas terminan por resolverse de una forma inteligente y fresca. Esa es la sensación exacta después de ver Abel, un hallazgo para el cine nacional, dirigida por Diego Luna, cuyos resultados sorprenden luego de una opera prima menor: su documental sobre Julio César Chávez en 2007.
Abel, un niño de unos diez años regresa con su familia después de una larga estadía en un hospital psiquiátrico para resolver temporalmente su angustia psicótica suplantando el lugar de un padre ausente. En su ingenuidad, Abel es un chico mortalmente serio y allí radica el secreto de la estructura del filme: es como si los creadores nos pidieran entrar en el pacto de ficción a ciegas (como la madre de Abel pide a sus hijos seguirle la corriente al pequeño desquiciado), pues nos prometen un premio al final del viaje. En una interesante mancuerna como guionistas, Augusto Mendoza y Diego Luna tienen el acierto de situar la película en la medianía socioeconómica, como para no distraer del conflicto original. Desde la nostalgia de la propia infancia (la película está situada en Aguascalientes, donde ambos autores pasaron temporadas cuando niños), Diego Luna construye un universo propio, que se ubica al mismo tiempo en la realidad que en la memoria. La dosificación de la información es otro acierto, pues Luna prueba la confianza del público en una historia que nunca explica nada –no se sabe si Abel es esquizofrénico, autista o si aquellos podrían siquiera ser síntomas reales de una enfermedad mental, pero gracias al cuidado en los detalles, eso termina por ser lo menos importante. Se trata de una metáfora redonda, de la dificultad de crecer y la superación que al final nos convertirá en hombres. Pocos temas más escabrosos para las necesidades sintéticas de un filme como la inabarcable infancia, las enfermedades mentales o las crisis de familia; y sin embargo, Diego Luna los resuelve con un buen guión que además hace gala de un sentido del humor que ya hacía falta en el cine mexicano: por fin podemos reír con algo que no implica albures.
Como director hay que reconocerle a Diego Luna que supo guardar la compostura: cuidó que el tono de la comedia nunca cayera en barroquismos monstruosos y eliminó la posibilidad de un melodrama insufrible. Mucho de esto lo consiguió con su trabajo como director de actores y a través de los ojos sutiles de Karina Gidi, evelación para el público masivo, cuya interpretación da una nueva cara a la inescrutable madre mexicana. A pesar de que el final se impone de manera levemente apurada y artificial (se les acaba el tiempo a los realizadores, vamos), Abel es una cinta que comprende las técnicas dramáticas: hasta en la escena más inerme tiene que reventar algo, por lo menos un globo. Diego Luna espera un público inteligente, por lo que no tiene miedo en entrarle al torito de una escena de fantasía incestuosa: la resuelve de una forma tan entrañable que hasta resulta inocente. Consciente de sí misma, la cinta abreva de la tradición en torno al tema del abandono del padre –y a la santificación por consiguiente de la figura materna– de cintas mexicanas como La Oveja Negra (Ismael Rodríguez, 1949) y lo hace con una discreción y un buen gusto que sorprenden. Se nota la claridad con la que Luna abordó a los personajes, se nota la sinceridad y el dolor real (me atrevería a decir que en esta cinta juega la experiencia de vida del director) que se transfiguró en el set para hacer de esta una cinta memorable.
– Ira Franco