Si, como sostenía Octavio Paz, "México nunca se consolará suficiente de no haber sido una monarquía", admitamos que tras el malogrado imperio de Maximiliano nuestro país logró mitigar su "íntima tristeza reaccionaria" mediante una invención histórica que, cambiando las formas, preservó el contenido: creó la monarquía republicana.
La idea es de Justo Sierra. La mencionó en una carta, gentil pero admonitoria, que envió al presidente Porfirio Díaz el 2 de noviembre de 1899. "La reelección –se atrevió a decirle-– significaría hoy la presidencia vitalicia, es decir, la monarquía electiva con un disfraz republicano". Como buen monarca, Díaz no le contestó. Muchos años después le comentó por escrito que, de haber estado en su circunstancia, él –don Justo– se habría sacrificado de la misma manera.
Porfirio no era un monarca absoluto en las formas políticas: había elecciones periódicas, un Congreso, una Suprema Corte de Justicia y algunas libertades cívicas. Pero en los hechos era paternal como los Habsburgo y reformista como los Borbones. Y al final, hasta las apariencias terminaron por ser monárquicas. Tengo frente a mí un póster de tela, regalo de José Luis Cuevas. Fue diseñado por "Julio Albert y Cía" para dar la bienvenida a las delegaciones del Congreso Panamericano de 1901-1902. Rodean a la efigie central escenas típicas de la vida mexicana: los canales de Xochimilco, el Castillo de Chapultepec, el Zócalo, etc. Y rodeado de laureles, como un medallón romano, el César mismo. No el chinaco liberal, tosco y adusto; no el rebelde levantisco, viviendo a salto de mata; no el presidente severo ni el jinete enhiesto. Es el Porfirio de la gloria: el pecho cuajado de medallas, el pelo enteramente cano, la tez blanquísima (casi rosada), los ojos azules. Solo una cosa faltaba en el cuadro imperial: la corona. El Káiser mexicano.
Para describir la monarquía priista, Daniel Cosío Villegas inventó una frase paralela a la de Justo Sierra: en México gobierna una "monarquía absoluta sexenal hereditaria por vía transversal". Cada elemento es exacto. También los presidentes mexicanos abrevaron de los arquetipos hispánicos.
Calles –dinámico e imperioso reformador de la economía y las costumbres– fue borbónico. Cárdenas -paternal, integrista y misericordioso- fue un Habsburgo. Los presidentes imperiales que siguieron ostentaban su omnipotencia en distinto grado y medida, dependiendo no de las leyes sino de su propia disposición. Algunos, como Alemán, López Mateos, Echeverría y López Portillo, gustaban del boato. Los más recatados (Ávila Camacho, Ruiz Cortines, De la Madrid) cuidaban las formas pero toleraban el incienso. Salinas de Gortari los rebasó a todos: fue reformista y paternal a la vez (el TLC y Solidaridad fueron sus programas insignia).
Solo tres monarcas de la era del PRI (Alemán, Echeverría y Salinas) jugaron con la idea de suprimir el elemento sexenal de la fórmula de Cosío Villegas, imaginando la reelección directa. Ante la imposibilidad, Salinas intentó una solución hereditaria más estrecha que la de Alemán (Ruiz Cortines no era de su grupo incondicional) y la de Echeverría (que impuso a un amigo de juventud). El resultado fue el fin del sistema, sellado por una tragedia simétrica a la de Álvaro Obregón, que dio origen al sistema: el magnicidio.
En esta lectura, el primer presidente republicano del México postrevolucionario fue Ernesto Zedillo. O, si se quiere, ejerció sus poderes monárquicos como un regente que abole la monarquía. Bastaba introducir la primera parte del lema maderista para que el edificio se derrumbara: "Sufragio efectivo". El IFE ciudadano fue, en 1997 y 2000, la garantía de esa efectividad. De pronto, sin que valorásemos el cambio, las formas republicanas comenzaron a llenarse de fondo: el Congreso fue plural, la Suprema Corte autónoma, hubo plenas libertades en los medios.
La historia monárquica de la República Mexicana terminó en 2000. Al margen de sus errores (que son serios y son muchos), Fox, Calderón y Peña Nieto no han sido presidentes imperiales sino presidentes acotados por la institucionalidad republicana. Es cierto que en el México de estos años han operado por fuera de las instituciones poderes fácticos (legales e ilegales) que deben acotarse con urgencia. Pero ninguno de ellos encarna el monarquismo. Solo una corriente lo representa: la que opera a través de un culto transexenal de la personalidad, no tiene herederos visibles y aspira a gobernar sin límites.
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.