Las identidades del ciempiés

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Quiero compartir con los lectores el pequeño discurso que pronuncié en ocasión del Homenaje nacional de periodismo cultural Fernando Benítez que recibí en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara el 6 de diciembre de 2009. Fue mi manera de agradecer las apreciaciones que hicieron allí Christopher Domínguez, Raúl Padilla y Juan Villoro.

Los amigos de vez en cuando nos revelan la existencia de identidades que creíamos olvidadas. Los amigos que propusieron y aprobaron este homenaje –que ellos mismos han recibido y que merecen mucho más que yo– me han empujado a la luz de los reflectores al descubrir mis viejas aventuras en los territorios del periodismo cultural. Siento que, acaso, el homenajeado es otra persona, un desconocido que se dedicó con tesón al periodismo y que es él quien merece los aplausos y no yo. Suele suceder que, al ser lanzados a estas situaciones embarazosas, descubrimos que caminamos por la vida con múltiples identidades, como si fuéramos un ciempiés que avanza con muchas patas sin saber muy bien cómo lo hace. De repente me he visto obligado a aceptar que el periodismo fue una de mis patas o, acaso, una de mis metidas de pata.

Al mismo tiempo me doy cuenta de que soy, o he sido, también arqueólogo, sociólogo, encuadernador, antropólogo, comunista, universitario, extranjero, museógrafo, historiador y hasta aprendiz de psiquiatra, para mencionar solamente unas pocas identidades que he tenido o que me han endilgado, a las que se podrían agregar aquellas otras tan fugaces que no valdría la pena recordar si no fuera por el hecho de que fueron traumáticas, como por ejemplo haber sido preso político (10 días), guerrillero (2 días), expulsado del bachillerato por revoltoso (4 meses) y cobrador de letras vencidas (1 mes). Además todos tenemos la retahíla de identidades banales, imaginarias, íntimas o vergonzosas de las que no queremos hablar.

No es algo extraño ni excepcional: a todos nos pasa. Como dije, nos desplazamos por la existencia como el ciempiés, impulsados por diversos egos que se alinean sobre caminos ásperos y cenagosos. Y no es difícil que ocurra, como en el proverbial cuento chino, que un sapo envidioso interrumpa el armonioso andar del ciempiés para decirle: “¡Qué elegante y curiosa manera de andar! Dime, admirado caminante, ¿cómo empiezas a desplazarte, qué pie levantas primero y cuál después, con cuál continuas y cómo ordenas las pisadas?”. Se sabe que el ciempiés se puso a cavilar y nunca llegó a responder: quedó paralizado, tirado en una zanja, y no se pudo jamás volver a mover.

Todos deberíamos estar preparados para responder al enigma de cómo movemos y desplazamos las identidades. No digo que resolvamos el misterio, lo que seguramente no es posible. Pero podemos estar listos para escapar de la pregunta del sapo, que nos salta cada vez que nos enfrentamos a un premio o a un castigo, a un homenaje o a un desdén. Yo puedo responder que el pie que coordina al resto es el del periodismo cultural, como si fuera la nota tónica a la que siempre vuelve la melodía. Y así no me tropiezo, aunque me equivoque.

El periodismo cultural no es sólo la muy importante tarea de conocer y difundir las creaciones culturales de una sociedad a través de los medios masivos de comunicación. Es también –o debe aspirar a ser– un conjunto de vasos comunicantes que enlazan a la sociedad civil con la sociedad política. Tiene como uno de sus objetivos civilizar a la clase política. El periodismo canaliza las obras culturales que produce la sociedad –la mexicana y la de otras partes del mundo– no solamente al conjunto de su público, sino además a las esferas del poder político. El periodismo cultural ha aspirado a crear una masa crítica que obligue a los poderosos a ser más permeables a los valores democráticos y que los lleve –por ejemplo– a leer poesía para que se vuelvan más tolerantes y, espero, más sensibles. Por ello, en el andar del ciempiés de las identidades, es tan importante desde mi punto de vista, la función tónica y tonificante del periodismo cultural.

Cuando fui arqueólogo sobrevivía (anímicamente) gracias a que publicaba una columna en El Gallo Ilustrado, el suplemento cultural del periódico El Día. Escribía sobre el México prehispánico y siempre que intenté extenderme a temas políticos fui censurado, como era común y corriente en el México de los años sesenta. Años después combiné mi trabajo en sociología agraria con una columna que publicaba en el diario Unomásuno. Debo decir que mi trabajo periodístico me inyectaba fuerza e ideas para avanzar en mis investigaciones. Por otro lado, mi alter ego comunista me llevó a ser nombrado director de una revista mensual, El Machete, que se ostentaba como una publicación de “cultura política”, como rezaba su subtítulo. Para hacer esta revista tuve el invaluable y decidido apoyo de Arnoldo Martínez Verdugo, el gran dirigente que impulsó más que ningún otro a la izquierda independiente hacia el abandono de los dogmas y hacia la democracia. En El Machete tuve el privilegio de tener como colaboradores a periodistas y escritores como Humberto Musacchio y José Ramón Enríquez, de quienes tanto aprendí. El extraordinario diseño de Rafael López Castro le dio a la revista una personalidad inconfundible y provocadora. Puedo decir que gracias a la experiencia de dirigir El Machete pude alimentar las ideas que me llevaron, como antropólogo, a escribir una crítica de la cultura nacionalista mexicana, que cristalizó en mi libro La jaula de la melancolía. El exitoso experimento de esta revista fue lamentablemente liquidado por los dogmáticos y los nacionalistas de la izquierda después de quince meses. Una breve pero fructífera colaboración en la revista Nexos contribuyó a redondear mi aventura periodística de aquella época.

Las experiencias acumuladas me sirvieron para la publicación de otro experimento periodístico. Este experimento consistió en la transformación de un suplemento cultural en una revista semanal distribuida todos los domingos a los lectores de La Jornada. Ello pudo ocurrir gracias a Carlos Payán, que me nombró director de La Jornada Semanal en sustitución de Fernando Benítez, que se había ido a abrir nuevas alternativas. El director y fundador de La Jornada me apoyó durante casi seis años de manera decidida y entusiasta; me dio toda la libertad necesaria para abrir la revista a las diversas corrientes, en una época difícil en que los bloques intelectuales y sus caudillos peleaban con rudeza por el dominio de los espacios culturales. Carlos Payán fue el artífice del gran periódico que fue La Jornada de su época y que muchos añoramos. No puedo menos que recordar también a mis compañeros en La Jornada Semanal, José María Espinasa y Galo Gómez, que tantas ideas sembraron en la revista. Una vez más Rafael López Castro creó el nuevo diseño de la revista.

Mientras dirigía La Jornada Semanal se reveló otra de mis identidades, la del historiador que se dedicó con ahínco a reconstruir la trayectoria de uno de los mitos europeos más inquietantes y duraderos: el mito del hombre salvaje. El trabajo periodístico, una vez más, cobijó y alentó mi actividad como investigador. En lugar de ser una carga, la dirección de una revista semanal me estimuló enormemente para escribir los dos tomos que dediqué a ese mito europeo. Y el mito me ayudó a hacer lo que algunos burlona y despectivamente llamaron “la mejor revista europea hecha en México”. Yo lo tomé como un cumplido, pues ciertamente me guió la idea de insertar a México en la cultura occidental, lejos de los perniciosos patrioterismos que tanto daño nos han hecho.

Estoy orgulloso de haber continuado la trayectoria que impulsó brillantemente Fernando Benítez; los suplementos que dirigió me alimentaron desde mi juventud hasta 1989 cuando tomé su relevo en La Jornada Semanal. Este experimento terminó hace casi quince años, en marzo de 1995. Nuevos oficios e identidades me llevaron por otros rumbos, aunque no dejé de tener contactos con el periodismo cultural, gracias al surgimiento de nuevos espacios, como el diario Reforma y la revista Letras Libres. El primero me abrió desde el comienzo sus puertas y me publicó artículos y ensayos en momentos políticos críticos. Letras Libres, gran revista cultural, me invitó también desde el principio y su director, Enrique Krauze, no ha dudado en darme siempre su apoyo. Es allí donde he inaugurado, a tientas y con titubeos, una nueva experiencia periodística y una nueva identidad, la de un bloguero que salta de un tema a otro y que recibe libremente las opiniones de todo aquel que quiera hacer un comentario.

No obstante, ya casi me había olvidado de mi identidad periodística cuando me enteré con sorpresa que la FIL de Guadalajara había decidido dedicarme este homenaje. De ello son responsables quienes hacen posible esta Feria, Raúl Padilla y Nubia Macías, así como todos aquellos más experimentados que yo y que colectivamente han decidido otorgarme esta distinción. De repente una vieja identidad es desempolvada y colocada bajo la luz de los reflectores, donde se retuerce incómoda aunque agradecida. El ciempiés vuelve a mirar cómo una de sus patas cobra vida y anima al resto a moverse sin saber muy bien cómo lo hace. Por ello, conmovido, les doy las gracias de todo corazón.

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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