La discusión sobre el espacio público ha tomado, para suerte de todos, especial relevancia en tiempos recientes. En esta serie multimedia, cinco autores en igual número de ciudades escribirán sobre su relación personal con este espacio, entendido como lugares y prácticas cotidianas. Además, han capturado en video lo que les ha llamado la atención, ofreciendo así un breve recorrido visual por esos espacios.
En esta primera entrega, Georgina Cebey visita la plaza de la República, en México, D.F.
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La plaza de la República y lo público como protagónico
No es adentro ni afuera, no es una avenida pero tampoco es un parque, hay un monumento pero lo monumental es lo de menos. Son las doce del día y está a punto de ocurrir lo más importante, la razón por la que todos –niños en shorts, familias numerosas, jóvenes de peinados diversos– acuden a este rectángulo de concreto amarillo que se extiende entre Insurgentes Norte, Paseo de la Reforma y Puente de Alvarado, en la capital mexicana. Lo que hace cien años se planeó como un palacio legislativo, una solemne mole neoclásica, es ahora el centro de algo más concurrido y disfrutable: un balneario improvisado, donde al mediodía de cada fin de semana soleado, unas fuentes brotantes echan chorros de agua para una multitud acalorada.
No siempre fue así. Luego de pasar décadas de deterioro, en 2010 culminó el remozamiento de la plaza de la República. A partir de ese momento, nuevas dinámicas de uso del espacio aparecieron. Entrando desde avenida Insurgentes, un sector del perímetro exterior de la plaza es ocupado por un campamento de maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), cuya presencia imprime un uso político del espacio. Una vez que se atraviesa la sombra de la cúpula del Monumento, 38 mil metros cuadrados de explanada se extienden; si uno observa con cuidado, notará que ahí hay una urbe en miniatura: sobre ella, los usuarios trazan avenidas imaginarias para circular y delimitar cuadrantes de actividades diversas. Las bardas de los bordes son utilizadas para reposar, también se han convertido en la sala de espera para quienes ahí han fijado un punto de encuentro. Cualquier día de la semana, las bancas laterales se convierten en comedores para quienes laboran cerca; por las tardes, jóvenes se reúnen, pasan bicicletas, empleados se despiden y siempre aparece algún vendedor ofreciendo dulces o cigarros.
Los fines de semana el escenario cambia, la gente se multiplica y el bullicio se amplifica, son los ecos humanos que dan cuenta del pulso de una ciudad. Bajando hacia Paseo de la Reforma, las dos esquinas laterales son territorios controlados por bicicletas, patines o patinetas. Hacia el final de la plaza una actividad parece recordar la playa que no tenemos: el suelo escupe chorros de agua con los que la gente juega. Las que en un inicio habían sido diseñadas como fuentes ornamentales hoy han sido tomadas por los usuarios, dando forma a un balneario amenizado por luces que colorean el agua. La Plaza de la República ha visto el nacimiento accidental del bañista urbano, habitante que aprovecha los días soleados para mojarse sin ponerse traje de baño ni quitarse los zapatos. En esta plaza acuática el bañista urbano se integra bien al paisaje, su cuerpo toma sol mientras las ropas se secan en el suelo.
Sin puerta de acceso, aquí he visto de todo: desde gente que contonea las caderas al ritmo de zumba, clases multitudinarias de yoga, generaciones de quinceañeras que salpican de color con sus vestidos que parecen merengues, hasta burocracia en descanso o zombis bailando "Thriller". Aquí se hace de todo y no se necesita nada. En este corazón urbano cualquier abstracción sobre el espacio público se materializa al instante pues la plaza funciona como un lugar de identidad y relación, donde la gente se congrega y convive en torno a cualquier actividad. No importa el espacio sino lo que la gente es capaz de hacer en él. Todos estamos ahí.
Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.