Con lucidez sonriente, Alejandro Rossi (Florencia, 1932 – Ciudad de México, 2009) decía en sus Cartas credenciales: “Más vale abandonar la idea de que somos dueños de nuestro destino”. Aunque desconozco gran parte de su biografía anecdótica, imagino que su primera niñez, como la mía, conoció los traslados y las fugas a través de crispadas fronteras europeas que presentían o sufrían ya la guerra mundial, los amaneceres grises en los trenes asmáticos o en los barcos panzudos y hollinientos que cruzaban el continente o el mar, el ir y venir por los idiomas: el idioma natal y los otros, y la voz del ubicuo y omnipresente gendarme o funcionario civil que exigía documentos de identidad. Hasta juraría yo que el niño Alex, tras despertar en una alta noche, se habrá asomado a una ventana en una ciudad extraña y, mirando con asombro, quizá con espanto, un panorama urbano espectralizado por la luna, habrá susurrado: “¿Quién soy?”
Acaso el haber vivido, como diría más tarde, una “ontología destartalada”, lo habría llevado en la juventud a hacerse esa pregunta y reconocerse solitario, es decir: otro. Acaso entonces, con estoico buen humor, empezó a vivir su extrañía y su extrañeza como una feliz aventura: la de mantenerse en perpetuo estado de vigilancia, o en otras palabras (aunque parezca paradoja): volverse distraído voluntario para, desde su otredad, mirar y pensar la otredad del mundo. Y en otra alta noche, ya profesor universitario y quizá fatigado de convivir con su demonio de la filosofía, releyó las mil y una noches de Sheherezada y tuvo “la revelación de algo impalpable y definitivo, una especie para mí de música nueva: el ritmo narrativo. […] Creo, sin exagerar, que entonces fue cuando descubrí no la prosa, no la imaginación como un ingrediente de la vida, sino la literatura a secas bajo la forma de un cuento interminable, de una secuencia rítmica que atrapa el oído y el corazón”. Y decidió hacerse narrador del mundo vario y ajeno, de los otros, de sí mismo y de su “destartalada ontología”.
Un día de los primeros años setenta Rossi vino a la redacción de la genuina revista Plural acompañado por su luminosa Olbeth (lo cual no agradó a nuestra también bella secretaria, Sonia, que se cimbraba cada vez que veía al apuesto Alejandro) y nos dio a Octavio Paz, a Kazuya Sakai y a mí un texto titulado “Manual del Distraído”. Muchos años después él mismo contaría: “Los años de Plural fueron para mí esenciales. La revista me acercó de una manera activa a la literatura. Tómese en cuenta que yo venía de la filosofía, era investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas, y comencé a escribir en Plural, por invitación de Octavio Paz y de Kazuya Sakai, una columna que se prolongó hasta el último número y cuyo género, muy libre, nada tenía que ver con la filosofía académica. Quizá ejercicios de estilo… Recogí los textos en un libro que lleva el nombre de la columna: Manual del distraído”.
Así fue, y recordaré un detalle del que estoy orgulloso: al leer el envidiable título que Rossi había dado a ese texto, fui yo quien le sugirió que lo extendiera sobre todas las futuras columnas que irían colectándose en un libro así titulado.
Desde aquel su primer libro, Rossi, saltándose las barreras de los géneros, emprendía el arte de Sheherezada practicándolo a veces en la manera borgesiana: disfrazaba el cuento con el ropaje del ensayo, y viceversa. Ya lo hacía desde el incipit del texto inicial: “Para Boswell la doctrina de Berkeley era falsa, aunque imposible de refutar. El Doctor Johnson, más inspirado, más impaciente que su biógrafo, le dio una fuerte patada a una piedra a la vez que exclamaba: ¡Yo la refuto así!”
Esa maravillosa patada que habría aplaudido Lichtenberg es filosofía en acto, y un acto es ya el germen de un cuento. Pateando piedras o, como un sonriente Sísifo, empujando rocas hasta una cima y dejándolas rodar a un fascinante abismo, Rossi, en sus siguientes libros: El cielo de Sotero, Diario de guerra, La fábula de las regiones, Edén (su novela autobiográfica), etc., siguió jugando, jugándose, sus libertades imaginarias.
Escritos con pluma libre y a la vez bien conducida, sus ensayos o cuentos, o lo que afortunadamente sean, son actos de amistad con el lector, y… debo explicarme sobre esto. Hay escritores que admiro y quiero, pero no me sentaría a gusto con ellos en una sobremesa o tertulia: digamos Dante, Quevedo, Shakespeare, Baudelaire, Proust, Conrad, Faulkner, Borges, etc. Y hay otros, algunos de ellos tal vez menos grandes que los anteriores, pero también admirables y queribles, como Montaigne, Cervantes, Fray de Luis de Granada, Nerval, Stevenson, Chesterton, Cendrars, Gómez de la Serna, Alfonso Reyes, etc., con los que siento que podría gozar de infinitas charlas de sobremesa y tertulia. De esta condición de escritor contertulio, en una manera elegante, fue Alejandro. Aparte de ser mi hermano mayor (por dos años), me sostuvo la amistad a pesar de mi desigual carácter, que me llevó a tener alguna tonta bronca con él (pero acaso no hay verdadera amistad si no pasa por la prueba de una bronca), y después, comprensivo y generoso, me regaló un bello prólogo para mi libro Libertades imaginarias aun si pretendo allí hacerles a los filósofos algunas bromas pesadas. En páginas terminales de su retrato verbal, “Alejandro, mi hermano mayor”, de mi libro ZigZag, digo que “todo lo digiere la literatura, menos la filosofía” y que “mal traducidos, los filósofos mejoran”, y Alejandro, con la inmarchitable sonrisa lateral, me contrariaba con su ejemplo: el de un sugerente pensador y un escritor tan admirable como querible.
…Y mientras viva me harán mucha falta las charlas con el gran Maestro de Distraídos.
(Publicado previamente en Milenio Diario.)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.