“El Oriente es una carrera”, escribió Disraeli a propósito de la fascinación victoriana de su Tancred por el gran misterio del Asia. Y “la crítica del orientalismo es otra”, podría haber respondido Edward Said sin asomo de ironía.
Orientalismo inauguró esa carrera, marcándola para siempre. En temas, método y estilo, buena parte de la obra de Said no estuvo hecha más que de variaciones en torno a ese libro.
Orientalismo es la historia crítica de una mirada: la que instaura una frontera cultural, casi ontológica, entre oriente y occidente. Mirada que reduce vastísimos procesos históricos, harta diversidad, a una simple expresión cartográfica, un “oriente”. Sobre esa achatada geografía, la mirada orientalista impone una serie de generalizaciones que la homogeneizan en su diferencia, su “otredad” con respecto a quien la mira, y que la representan en una muda condición de atraso e inferioridad que justifica su sometimiento ante lo propio, lo superior, “occidente”. Una mirada cuyos medios han mutado significativamente, desde la invasión napoleónica de Egipto (1798) hasta nuestros días, pero cuya lógica, sostiene Said, sigue siendo la misma.
Del encuentro entre la rebelión romántica y la expansión imperial europea brota esa mirada hacia el “oriente”, un lugar habitado no por la complejidad humana sino por la fantasía, paraíso remoto y extravagante, tierra de saberes arcaicos, ruinas, odaliscas, sueños, exuberancia, devociones místicas, rostros extraños e inescrutables, clanes, pies descalzos, velos, barbas, despotismos ancestrales, turbantes, cimitarras, desierto. Son los “otros” en la plenitud de su exotismo, es decir, de su barbarie, sometidos a la arbitrariedad de un vistazo.
Creado al alimón por poetas, novelistas, teóricos sociales, filósofos, pintores, viajeros, coleccionistas, arqueólogos, filólogos, historiadores, estadistas, legionarios, diplomáticos, agentes y administradores, el del orientalismo es un oriente hecho a la medida de occidente, un espejo que le devuelve la imagen exactamente contraria a la que tiene de sí mismo. No sólo es el “ellos” que hace falta para que exista un “nosotros”; es, además, el artificio indispensable para transfigurar la brutalidad de la empresa colonial en pedagogía (la mission civilisatrice de Jules Ferry), en necesidad histórica (la revolución social en Marx), o en razón de Estado (la obligación que impone la superioridad, según Lord Cromer, sir Arthur Balfour o el premio Nobel de la Paz, Henry Kissinger). Celebrarlo, conocerlo o colonizarlo son, a fin de cuentas, un mismo impulso: apropiárselo. El orientalismo, hubiera podido concluir Said en un arrebato leninista, es la fase cultural del imperialismo.
El tema de Orientalismo, en el fondo, no es la falta de correspondencia entre el oriente del orientalismo y el oriente “verdadero”, sino la falta de imaginación moral implícita en la mirada orientalista; es decir, su incapacidad para imaginar el mundo desde los ojos del “otro”, su ceguera para reconocer humanidad en el sufrimiento que sus consecuencias infligen:
¿Se puede dividir la realidad humana […] en culturas, historias, tradiciones, sociedades e incluso razas claramente diferentes, y sobrevivir humanamente las consecuencias? Por sobrevivir humanamente las consecuencias, me refiero a si existe alguna manera de evitar la hostilidad que se expresa en la distinción entre “nosotros” (occidentales) y “ellos” (orientales). Porque esa división es una generalidad cuyo uso, histórica y actualmente, ha sido insistir en la importancia de la distinción […] por lo general para fines no especialmente admirables.
En su momento, Orientalismo fue un libro poderoso: original, relevante, incisivo. Said no sólo reconstruyó detalladamente el itinerario de ese camaleónico tejido de prejuicios que ha gobernado la imagen del “oriente” en la conciencia occidental, sino que además lo hizo con ganas de pelear y con erudición, con coraje y conocimiento.
Los astros, a su vez, le fueron muy propicios. Publicado en 1978, Orientalismo cosechó en las parcelas sembradas por los años sesenta: el fin de la guerra de Vietnam y el comienzo de las Culture Wars en la conversación pública norteamericana; el colapso del armisticio árabe-israelí y la escalada del conflicto en Medio Oriente; la politización de la vida universitaria y el activismo de la nueva izquierda; la crisis del canon occidental, el ascenso de la crítica literaria en las humanidades; en suma, la “insurrección de los conocimientos subyugados” (Michael Foucault). Es difícil concebir un entorno más cargado de tensiones, más fértil para el desafío lanzado por Said.
Resultado: Orientalismo le confirió a Said una extraordinaria autoridad como intelectual público, catapultándolo como la voz más autorizada, casi la encarnación misma, de la causa palestina en la academia y en los medios de comunicación “occidentales”. La recepción obsesivamente politizada que tuvo de ahí en adelante su obra no fue sólo consecuencia del momento o de su comprometida militancia, sino también de las problemáticas implicaciones de un estilo como el Said y de un argumento como el de Orientalismo.
Mezcla del arrojo justiciero de un J’Accuse! con la impaciencia intelectual de un Noam Chomsky, la de Said es una prosa categórica y elusiva. No pisa las grietas, salta con desenvoltura de una a otra certeza. Pero cuando la trama se enturbia, cuando atraca en un punto escabroso que no permite pasos firmes, no se hace cargo: ejecuta algún truco retórico, escurre el bulto y sigue de frente. Es una prosa alérgica a los matices, que carga las tintas hasta que se acaban, que no sabe cortejar amigos: sólo sabe de prosélitos o impíos.
Hubo más que el estilo. Casi de inmediato, el argumento de Orientalismo recibió profusas críticas: ora por sus imprecisiones históricas, ora por ligereza o mala fe en la interpretación de sus fuentes, ora por excederse en las generalizaciones sobre “occidente” e incurrir en una especie de “occidentalismo”, ora por tomarse tan al pie de la letra la fórmula foucaultiana conocimiento=poder. No obstante, tratándose de un proyecto de intervención polémica tan ambicioso, esos achaques parecen, aunque no insignificantes, sí menores. Digamos que palidecen en comparación con lo sustantivo de sus omisiones.
Y es que Said habló de un solo orientalismo, como si el que padece el “medio oriente” fuera el único, cuando lo que hay es una pluralidad de orientalismos. Hizo una única madeja con los hilos de tres tradiciones –la francesa, la británica y, ya entrado el siglo XX, la norteamericana– por ser éstas las que mejor se prestaban para su cruzada antiimperialista. Pero también hubo, como señalara uno de sus detractores, Bernard Lewis, un orientalismo alemán que surgió sin ir emparentado con un proyecto imperial e incluso en contra de la expansión europea en “oriente”.(1) Sobre ese orientalismo Said no dijo nada. España, caso relevante por partida triple, prácticamente tampoco aparece en Orientalismo: ni por la prolongada presencia árabe en la península y las guerras de “Reconquista”, ni por haber desarrollado su propia tradición orientalista con respecto a “las Indias” y a África del Norte, ni por haber sido orientalizada por Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Tampoco figura el paradójico caso ruso-soviético, que tuvo su orientalismo con relación al Cáucaso pero que era parte del “Este” en el imaginario euro-occidental; ni el caso italiano, en el que la disputa sobre la cuestión meridional ejemplifica lo que se ha dado en llamar “orientalismo de un solo país”(2); ni la delirante tradición latinoamericana, con tan rancio abolengo entre nuestros intelectuales, de “orientalizar” a los indígenas. Finalmente, en el relato de Said también brilla por su ausencia el inquietante proceso de retroalimentación entre la mirada orientalista y la articulación local de identidades “orientales” que hacen suya esa mirada, es decir, que deciden representarse a sí mismas como “orientales” (el Imperio Otomano, India, Japón, China) frente a “occidente”.
La existencia de esa multitud de orientalismos trastorna profundamente la tesis de Said: no sólo sugiere que el tema es más amplio, flexible y ambiguo de lo que en principio admite su interpretación sino que, y esto es lo fundamental, es prueba de que la conexión entre el orientalismo y el apetito imperial de “occidente” es menos consistente y unilateral de lo que quiso demostrar Said.
Esos otros orientalismos ponen en evidencia, asimismo, lo inestable que es la noción de “occidente” en la que se basa Orientalismo y lo relativas que son las relaciones de poder en función de las cuales se definen los “otros” y “nosotros”. Ocurre, pues, que hay de orientalismos a orientalismos, que voluntad de conocimiento y voluntad de dominación no van siempre de la mano, que a veces el “occidente” de unos es el “oriente” de otros, que en la construcción de hegemonías culturales nadie sabe para quien trabaja.
Y, sin embargo, se mueve. Porque los errores y omisiones de Orientalismo no invalidan su argumento; en todo caso, lo complican. Que no haya uno sino variopintos orientalismos significa que el fenómeno es más complejo, menos transparente, de lo que supo ver Said, no que el fenómeno como tal sea falso. Existe, y Said hizo una diferencia al alzar la voz y obligarnos a encararlo. El aporte de Orientalismo, a treinta años de distancia, es haber iniciado esa conversación. Sus reverberaciones han sido inagotables. El tiempo puede haber deslavado sus respuestas pero sus preguntas, difíciles, todavía nos rasgan.
– Carlos Bravo Regidor
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(1) Sobre este tema puede consultarse la magnifica investigación de Tod Kontje, German Orientalisms (Ann Arbor, University of Michigan Press, 2004).
(2) Jane Schneider (ed.), Italy’s “Southern Question”: Orientalism in One Country (New York, Berg Publishers, 1998).
es historiador y analista político.