Y ganó el miedo. Como le ocurrió a John Kerry en 2004, Barack Obama cayó derrotado por una campaña de desprestigio. Los números no mienten: un alto porcentaje de los votantes que optó por Hillary Clinton el martes pasado, se decidió a hacerlo apenas en la última semana. La desinformación imperante alrededor de la religión de Obama y el miedo ante su inexperiencia en una supuesta crisis mundial —ambos argumentos fomentados por la campaña Clinton— resultaron determinantes para que una cantidad considerable de votantes le diera la espalda a Obama.
Como expliqué la semana pasada, el uso de la estrategia del miedo no es antidemocrático. Así operan las democracias modernas, tan dependientes en el golpe de vista de los medios de comunicación masivos. Pero eso no quiere decir que no sea reprobable. En cualquier caso, Barack Obama enfrenta una disyuntiva complicada: mantener las manos limpias o entrarle de lleno al lodo de las campañas negativas. Obama es un romántico que, para bien o para mal, insiste en proponer antes que en destruir. Hasta la fecha ha evitado producir anuncios negativos o atacar a Hillary Clinton de manera personal. Obama no ha recurrido a la larga y nebulosa historia de Clinton en Arkansas, por ejemplo. Aunque la cautela de Obama resulte admirable, quizá ha llegado el momento de dejarla de lado.
En el mes y fracción que resta para la elección en Pennsylvania, Obama seguramente recibirá ataques desde dos flancos: la campaña de Hillary Clinton y la del flamante candidato republicano, John McCain. No es casualidad que McCain haya golpeado a Obama en los días previos a las elecciones en Texas y Ohio: sabe que le sería más fácil enfrentar a Clinton en noviembre. Para contrarrestar a McCain y Clinton, Obama quizá tendrá que recurrir a darles agua de su propio chocolate. Es una pena, pero así es la política moderna.
El problema para Obama es que atacar a la ex primera dama no es tan fácil como parece. A pesar de la larga cola que tiene para pisarle, Hillary Clinton se ha vuelto una experta en desviar las dudas usando un argumento que, de acuerdo con Maureen Dowd, columnista del New York Times, resulta exasperante: el feminismo a ultranza. Así, poner en duda el papel de Clinton en el nebuloso negocio de bienes raíces de Whitewater en los ochenta o tratar de indagar cuáles fueron las verdaderas circunstancias del “suicidio” de Vince Foster, socio y amigo de los Clinton, equivale, en ambos casos, a golpear a una mujer desvalida o, peor aún, ser uno más de la “gran conspiración de derecha” que, de acuerdo con Hillary, ha perseguido al matrimonio presidencial desde hace décadas.
Como estrategia política, este blindaje resulta admirable. Una de las claves para cualquier político moderno es crear un contexto que consiga que los costos de una campaña negativa siempre sean mayores para el atacante. Andrés Manuel López Obrador, por ejemplo, confió en tener una coraza similar durante la campaña en su contra encabezada por Felipe Calderón en 2006. Arrogante, jamás respondió a los ataques… y así le fue. Obama no puede cometer el mismo error.
Pero, ¿cómo atacar a Clinton? Por lo pronto, el blindaje de la senadora ya cobró una víctima fundamental en el equipo de Obama. Hace unos días, Samantha Power, una de las más brillantes académicas de la generación nacida en los años setenta y asesora de Obama en asuntos de política exterior, tuvo que renunciar a su puesto después de que criticó con amargura la estrategia del miedo adoptada recientemente por Hillary Clinton. En declaraciones a un periódico escocés, Power definió a Clinton como “un monstruo”. Aterrada, la campaña de Obama desempolvó la guillotina y, apenas unas horas después de las palabras de Power, entregó su cabeza a la prensa estadunidense. “Lo que dije no refleja lo que siento por la senadora Clinton, a quien tanto admiro”, dijo Power mientras hacía sus maletas, cayendo redondita en el juego de la campaña rival.
Algunos, como el periodista Bob Herbert, piensan que Obama debe responder con un plan de acción aún más optimista y esperanzador, todavía concentrado en proponer antes que en destruir. Dados los costos evidentes de atacar a Clinton, quizá tenga razón. Aun así, sospecho que, en el siguiente par de meses, Obama tendrá que defenderse atacando. No tiene por qué utilizar la negra historia de los Clinton. Podría, por ejemplo, denunciar con firmeza el carácter de la senadora (basta darle una buena hojeada a una de las biografías que se han escrito sobre ella para encontrar anzuelos potenciales). El otro camino es echar toda la carne al asador y atacar a los dos Clinton desde su ángulo más vulnerable, pero también más complicado: sus tropiezos morales. Pero eso se antoja como jugar a la ruleta: todo —literalmente todo— puede pasar.
En cualquier caso, algo está más allá de cualquier duda: al final, el gran perdedor será el Partido Demócrata. Por eso, no es difícil imaginar a John McCain sentado en su mansión de Arizona, cocinando esas costillitas sureñas que, según se dice, le salen tan bien, y sonriendo ante el campo fértil que le dejará la terquedad de sus antagonistas.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.