(Según Miret)
Ahora que se avecina el día de los Fieles Difuntos recuerdo que en mi casa, en una tarde de los años noventa en que nos embriagábamos de ron y de música, Gerardo Deniz recordó que a Pedro Miret (1932-1988) La isla de los muertos, el poema sinfónico de Rachmaninoff que estábamos oyendo, le traía a la memoria, no el cuadro de Boecklin así titulado en el cual se habría inspirado el compositor, con la isla/cementerio, los cipreses sombríos, el aire crepuscular, la barca que lleva por las oscuras aguas a un remero y una enigmática figura fantasmal: toda una escena de quieto sueño angustioso, sino que, sorpresa, le suscitaba la fantasía de una bonita playa soleada en la que los muertos y las muertas de diversas edades, de los ocho a los ochenta años, allí presentes como vacacionistas o pensionados o turistas, nadaban, jugueteaban con las olas, buscaban conchitas, se lanzaban coloridas pelotas, formaban castillos de arena, oían casettes de Johann Strauss o de André Kostelanetz o de Glenn Miller o de Pérez Prado, se fotografiaban abrazados por la cintura o por los hombros, se bronceaban tendidos al sol, hacían lagartijas, resolvían crucigramas, pintaban acuarelas, leían novelas de Mario Puzzo y de Barbara Cartland, y algun(o)a, mientras tendid(o)a en una reposona o balanceándose en una hamaca, bebía un frío y agridulce mintjulep, o un cocofitz, o un jaibol, dictaba a una grabadora su Querido Diario (si era alguna) o sus Memorias de gozosa ultratumba (si era alguno).
ENVÍO: Querido Pedro, ¿estarás ahora en tu playa ideal, escuchando a Rachmaninoff e ideando uno de esos relatos tuyos con muchas rarezas comunes y cotidianas (pero de ultratumba), con una narración muy visual y “objetiva” y con muchos tramos de puntos suspensivos?
La isla de los muertos (Arnold Böcklin)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.