Quienes formamos parte de la generación del 68 vivimos intelectualmente montados en dos épocas. Nos formamos de jóvenes en una tradición humanista que se preguntaba por la condición, naturaleza y destino del hombre. ¿Qué es el hombre? Esa era la pregunta central que nos inquietaba (todavía se incluía a la mujer en el concepto de “hombre”). Pero en los años sesenta otras formas de pensar comenzaron a influir mucho a los miembros de mi generación. Dejamos poco a poco de preguntar ¿quiénes somos? y comenzamos a buscar otros interrogantes. Nos asaltaba otra duda: ¿dónde estamos?
Algunos de nosotros nos habíamos formado en un marxismo humanista muy influido por la lectura de los textos con fuerte sabor hegeliano del joven Marx. Pero en torno nuestro creció con fuerza un estructuralismo que llegó a tener acusados tonos antihumanistas. Las ideas de Claude Lévi-Strauss, Louis Althusser y Michel Foucault fueron fundamentales en este cambio de perspectiva. Nos comenzó a interesar más el lugar ocupado por los humanos en las estructuras que los fijaban en el mapa cultural y menos en el devenir histórico de un ser humano entendido como una entidad universal que transitaba, como un presente siempre fugaz, del pasado hacia el futuro.
Desde una perspectiva diferente el filósofo Hans Ulrich Gumbrecht, profesor de literatura en la Universidad de Stanford, ha abordado esta tensión entre dos visiones del mundo y de lo humano. Gumbrecht prefiere hablar de la confluencia de dos expresiones culturales: las culturas de la presencia y las culturas del significado. En las primeras se considera a los individuos como parte del mundo de los objetos, donde las cosas están presentes y los humanos no están ontológicamente separados de ellas. En contraste, en las culturas del significado se busca interpretar a las cosas para entender su sentido. A partir de este sentido quieren transformar al mundo, mientras que en las culturas de la presencia los humanos solo quieren inscribir su conducta en lo que consideran que son las estructuras y las reglas de una determinada cosmogonía (H. U. Gumbrecht, Our broad present. Time and contemporary culture, 2014). Para este pensador la palabra “presencia” se refiere a una relación espacial (no temporal) con el mundo y sus objetos. Se supone que si algo está “presente” entonces puede ser tocado con las manos y, por ello, puede tener impacto en nuestros cuerpos (véase su libro anterior, Producción de presencia, 2005).
Es muy posible que las tensiones entre estas dos culturas influyan en las generaciones de hoy. Son tensiones similares aunque no equivalentes a las que experimentó mi generación. Gumbrecht toma partido decididamente por la cultura de la presencia. Exalta la corporalidad, lo concreto y la presencia en contra de los logros culturales de la conciencia, la abstracción y la tecnología electrónica. La presencia implica que las cosas tienen una sustancia, sea que toquen nuestros cuerpos o que estén alejadas. Los sentidos y la presencia son para él más importantes que las interpretaciones que asignan significados a los objetos. Estas prácticas son parte de una tradición hermenéutica que exalta la “profundidad”, renovada gracias a las tendencias que quieren “deconstruir” el mundo.
Contra los “héroes de la profundidad” afirma la importancia de lo que llama, usando un concepto de Mijaíl Bajtín, un nuevo “cronotopo” en el que los seres humanos ya no son capaces de legar nada a la posteridad y en el que los pasados han inundado nuestro presente. Por ello Gumbrecht habla de un “amplio presente”, que carece de contornos claros y que alberga mundos concurrentes. Es un presente expandido que ofrece espacio para moverse hacia el pasado y el futuro, pero en donde los esfuerzos empleados para ello parecen retornarnos al punto de partida. Se da cuenta de que este nuevo “cronotopo” es una reacción contra un mundo excesivamente centrado en la conciencia; ahora la autorreferencia se enraíza más en el cuerpo y en el espacio.
Coincido con Gumbrecht cuando dice que “estamos viviendo en un vasto momento de simultaneidades”. Yo he retomado la conocida expresión de Ernst Bloch sobre la “simultaneidad de lo no contemporáneo” para entender muchos aspectos del presente. Ciertamente, en nuestro contorno coexisten culturas, hábitos e ideas incongruentes entre sí, que parecen provenir de visiones muy diferentes del pasado y del futuro (véase mi libro La sombra del futuro, 2012). Se podría decir, por lo tanto, que nos encontramos en un terreno fragmentado y lleno de incoherencias, un espacio cruzado por vestigios del pasado y sombras del futuro. En este territorio, el llamado a acercarnos a las cosas y a los cuerpos, así como a rechazar los significados para poder palpar los objetos, resulta un atractivo para muchos. Es seductor el sabroso aroma de un suave irracionalismo pesimista que denota la presencia de un profundo descontento que no es fácil de asir. ~
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.