La víspera de la llamada elección intermedia –el sábado 6 de junio–, el panorama era desolador. La capital de Oaxaca había sido paralizada, en Guerrero y Michoacán no paraban los hechos violentos; en Tamaulipas y Jalisco las bandas criminales enviaban mensajes de alarma y en los meses previos a la elección –durante la etapa de proselitismo– se habían reportado por lo menos veintiún muertes violentas, todas relacionadas con los comicios.
Días antes, el grupo radical de la cnte declaró la guerra al proceso y con ello a la joven democracia electoral. Y para lograr su objetivo –que no era la elección sino derribar la reforma educativa– los disidentes anunciaron un boicot a los comicios que incluyó ocupar instalaciones estratégicas en Oaxaca y estrangular la capital del estado.
En paralelo creció como nunca un debate a favor de anular los votos en la casilla para, con ello, mandar el mensaje de repudio social a una democracia electoral imperfecta, viciada, corrupta, que pretendió imponerse mediante una grosera “espotiza” y capaz de solapar a partidos como el pvem y Morena que, en el filo de la legalidad, abusaron de los hoyos negros de la nueva legislación y que –por si hiciera falta– ponía a prueba reglas del juego inéditas y el proceso todo.
Como no ocurría desde el arranque de la alternancia y la transición el enojo social contra partidos, gobernantes y políticos nubló el proceso electoral y las redes sociales fueron territorio de la desesperanza general, sobre todo entre los jóvenes excluidos del proceso. Para muchos la democracia electoral mexicana estaba podrida y nada valía la pena en una contienda de la que, para colmo, fue expulsada la reina del periodismo y la libertad de expresión, Carmen Aristegui. Los inconformes estaban en la orfandad y a merced de la “mafia del poder” y muchas voces advertían del riesgo de reeditar las traumáticas experiencias de 2006 y 2012, en donde los perdedores de la elección presidencial nunca aceptaron el veredicto.
Al final, pocos veían una débil esperanza –si no es que una burla a los ciudadanos– en la nueva figura de candidato independiente que despuntaba en medio del escepticismo general. “Se impondrán las maquinarias”, se decía por lo bajo.
Sin embargo, la noche del domingo 7 y la madrugada del lunes 8 cayeron una a una las barreras, los mitos, las amenazas y los lastres que por meses cargó el proceso electoral. A golpe de votos y de la convencida participación ciudadana –que superó todos los pronósticos de asistencia a las urnas–, se abrió paso una democracia que parece adulta, madura, que da y quita; una democracia que castiga, premia y que decanta la razón de ser de la democracia electoral: poner a cada quien en su sitio.
Y no era la esperanza histórica de hacer realidad el “sufragio efectivo” –como en 1988–, tampoco el sueño de “echar al pri de Los Pinos” –como en 2000– y menos el tiempo de los iluminados con la llegada del mesías prometido –como en 2006–, que terminó en la confrontación entre hermanos. No, lo que vimos el domingo 7 fue un reflejo social ensayado y bien aprendido, el primer paso firme de una cultura ciudadana que empieza a verse como natural.
Sin duda que la democracia electoral tiene aún muchas fallas, sin duda que la maquinaria debe ser sometida a mantenimiento constante. Pero también está claro que casi la mitad de los electores potenciales ya conocen el valor, el peso y el significado del voto; más allá de amenazas de violencia, de amagos terroristas, de mensajes de odio; más allá de filiación partidista o llamados a anular el voto.
Hoy el voto no solo cuenta para realizar la sumatoria recopilada en la urna. Hoy, para buena parte de los ciudadanos, el voto cuenta desde el momento en que piensan la mejor utilidad que le pueden dar; si lo orientan contra malos gobernantes, políticos tramposos o partidos paleros. El voto cuenta para castigar con alternancia, respaldo o para empujar la pluralidad.
Y se puede hablar de una democracia madura si se interpreta a botepronto el fenómeno del candidato independiente Jaime Rodríguez Calderón. El “Bronco”, como lo motejan sus paisanos de Nuevo León, era un desconocido priista hace seis meses. Resentido con su partido que lo olvidó en calidad de antigüedad, se subió a la novedosa candidatura independiente y en pocos meses y gracias a una alineación astral –o mejor dicho, política–, entre el rechazo a los partidos, el enojo por un mal gobierno y el franco apoyo empresarial, Rodríguez Calderón encabezó una revuelta electoral contra los partidos. La naciente cultura democrática también dio para eso; el primer gobernador que llega al poder sin el apoyo de un partido.
Pero son elocuentes algunos números de la elección. Hasta el momento en que se escriben estas líneas, el porcentaje de votos nulos de esta elección fue de 4.9%; los mismos que en la elección presidencial de 2012 –4.96– y menos que en 2009, donde se registró 5.4%. La mayoría de los votos nulos vienen de zonas rurales. Desde la década de los noventa del siglo pasado se han producido por lo menos cuarenta casos de alternancia en gobiernos estatales. En la actual elección ganaron cinco candidatos independientes. Morena perdió la alcaldía de Macuspana, en Tabasco –terruño de Andrés Manuel López Obrador–, en donde ganó el pri con veintisiete por ciento de los votos, pero le arrebató cinco jefaturas delegacionales al prd en la ciudad de México. El pri perdió en la casilla donde votó el presidente Enrique Peña Nieto. Lo cerrado del proceso obligará a abrir, al menos, 59.82% de paquetes electorales de la elección federal. Es decir, 89 mil 159 casillas. Por el pri votaron más hombres que mujeres. Por el pan y Morena votaron más mujeres que hombres. La participación electoral más alta de la elección se registró en Yucatán con 62%. La participación más baja fue en Tlaxcala con 39.1%. Cuatro de las cinco delegaciones que ganó Morena en la ciudad de México –Cuauhtémoc, Tlalpan, Xochimilco y Azcapotzalco– son territorio electoral de René Bejarano. De 42 candidatos “chapulines”, veintidós perdieron en su respectiva elección. A cada quien lo suyo. ~