Golpe de Estado a la carta

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En el África verdadera, aquella que nace en el Trópico de Cáncer, el tiempo y la espera carecen de medida y ritmo predeterminados. Una mañana puede durar 35 años, como la de abril de 1980 que dio la independencia a Zimbabue y convirtió en primer ministro y jefe de gobierno, casi perenne, a Robert Mugabe. Y una noche, sin sueño, puede durar tan solo unos minutos, como los que bastaron a Mwai Kibaki, presidente de Kenia, en diciembre de 2007, para anunciar en televisión nacional que, contrario a lo indicado por observadores civiles y a pesar de los indicios de fraude, las elecciones le daban el triunfo (desatando con ello una de las más sangrientas olas de violencia interétnica en la historia reciente del país del África Oriental, cuyas causas y responsables aún se dirimen ante los tribunales internacionales de La Haya). El intento del presidente burundés, Pierre Nkurunziza, por reelegirse para un tercer mandato en los comicios de junio pasado es tan solo la medida más reciente de este tiempo africano; medida que ha vertido la violencia en Burundi, desplazado a decenas de miles de personas y reabierto la herida del genocidio de los tutsis a manos de los hutus en la vecina Ruanda.

Es tan fútil intentar darle un sentido distinto al tiempo africano que más que pelearse con él vale la pena sumársele. Sobre todo si se trata de entender su relativamente reciente pero azarosa vida política. Y para ejemplo basta Gambia, la nación más pequeña del continente, cuyos 11,300 kilómetros cuadrados la convierten en un botón en el África subsahariana. En mi reciente visita de fin de año, originalmente para disfrutar de unas vacaciones, estuve a punto de contemplar el fin de gobierno del aún presidente Yahya Jammeh, un general exgolpista que, como tantos otros de sus homólogos –militares y golpistas–, fue blanco de una conspiración para derrocarlo. En el continente los gobiernos emanados de golpes de Estado resultan la regla y no la excepción.

Jammeh, una controvertida figura no muy lejana del Mobutu zaireño de las pieles de mono o del Bokassa centroafricano con demencia napoleónica, sobrevivió, quizá a sazón de sus poderes de prestidigitación, una intentona golpista la madrugada del 30 de diciembre pasado. De acuerdo a lo que dio a conocer días después de los hechos el Financial Times, un grupo de cerca de veinte personas, liderado por exiliados afincados en Estados Unidos, lanzó un ataque contra la residencia presidencial. La mayoría de los insurrectos fueron abatidos y el resto apresado. Los golpistas, entre quienes se encontraba un exjefe de la guardia presidencial, contaban con más de 220 mil dólares de presupuesto, un par de rifles modelo Barret y las conexiones necesarias para ingresar a Gambia sin ser detectados. Con lo que no contaban era con la astucia de Jammeh –quien presuntamente se encontraba fuera del país– ni con el tiempo africano, siempre difícil de predecir.

Ante los poco frecuentes pronunciamientos públicos de Jammeh tras el ataque y la información siempre censurada de los medios de comunicación locales, la nota del Financial Times resulta lo más cercano a una relación de acontecimientos. Además, algunas estampas personales pueden servir para brindar una imagen más clara de lo sucedido en Gambia.

Que Jammeh estaba fuera del país, eso es un hecho. El golpe en la mejilla izquierda de Amanda K., una de las británicas con las que compartí hotel, y su cámara robada pueden servir de evidencia. “No sé ni cómo pasó”, contó el 28 de diciembre a todo el hotel reunido alrededor de la piscina después de volver de su recorrido de observación de aves en las riberas del río. Al parar su guía en un pequeño comercio de la carretera la comitiva de más de veinte coches que transportaba a Jammeh al aeropuerto pasó justo enfrente. Amanda K. apenas hizo amago de tomar su cámara para recoger el momento cuando ya tenía el puño de un soldado en su mejilla y el pie de otro sobre su recién comprado aparato fotográfico. Ahí quedaron las imágenes que había hecho a los martín pescadores para enseñar en casa.

Que la madrugada del día 30 hubo una emboscada armada contra el palacio presidencial, eso también es verdad. Ese día alrededor de las cuatro de la mañana viajaba en el coche de alquiler que, con chofer incluido, nos llevaría a explorar las extrañas formaciones rocosas de la región conocida como Senegambia, cerca de la frontera con Senegal. Nos encaminamos hacia la capital, Banjul, desde la zona turística; cuando estábamos a escasos metros de la residencia oficial del presidente, que habíamos visto el día anterior a viva luz en el recorrido por la ciudad, un flacucho pero aguerrido soldado con rifle en mano paró el auto gritando. Tuvimos miedo. Con la mano señalaba violento que diéramos marcha atrás, al tiempo que el chofer, respondiendo nuestras asustadizas preguntas de turista, decía que todo estaba bien. Esto, mientras se escuchaban a poca distancia ráfagas de armas automáticas.

Que los presuntos culpables están muertos o capturados, probablemente. Los días que siguieron al intento de golpe y reacios a quedarnos en la playa, recorrimos los refugios de las aves migratorias y los sitios arqueológicos que quedaron en falta, y cada kilómetro y medio de carretera nos topamos con por lo menos tres o cuatro retenes militares. En algún momento del recorrido contabilicé 145 retenes; abandoné la cuenta por pereza. Imposible que alguien circulara sin que Gambia entera, empezando por Jammeh, lo supiese.

Que el tiempo en Gambia es igual que en el resto de África, imposible de predecir y directamente vinculado a la espera: rotundamente cierto. El año nuevo 2015 llegó y para Jammeh es como si siguiera siendo 1994, año de su propio golpe, este sí exitoso; mientras que para los casi dos millones de habitantes del país cambia de año, pero su espera por más libertades civiles y mejores condiciones de vida continúa. Para quienes la visitan, sean golpistas o no, siempre lo inesperado está por ocurrir. ~

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(ciudad de México, 1977) es diplomático, periodista y escritor. su libro más reciente es “Diario de Londres” (Taurus, 2019).


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