En Django desecandenado (2012) de Tarantino, el cazarrecompensas Schultz comenta al hacendado Candie que el autor de Los tres mosqueteros (1844) no hubiera aprobado que alimentara a sus perros con el esclavo D ’Artagnan.
–Francesito débil –se burla Candie.
–¡Alejandro Dumas es negro! –responde Schultz.
Merece la pena ver la cara de póquer de la alimaña esclavista. También llama la atención sobre la identidad de un grande de la literatura, a pesar de “colaboradores” como Auguste Maquet, coautor de El conde de Montecristo (1845), a quien untó una exorbitante cantidad para reinar en solitario en este homenaje a su padre, el general Dumas.
Los orígenes del novelista, segundo Alejandro de los tres de tan ilustre casta, no son un misterio. Solo lo habíamos olvidado, pues apenas quedan ecos de los desaires que sufrió, las fotos no eran en color y la estatua dedicada a la memoria del primer Dumas la destruyeron los nazis en el París ocupado. En realidad, aquello fue un colofón que había comenzado cuando Napoleón se quitó la careta de salvador inter pares y se adjudicó la de Emperador, borrando de un plumazo al colosal general negro, héroe republicano de la Francia de la libertad, la igualdad y la fraternidad que el corso utilizó para sus fines autoimperialistas.
Tan ponzoñoso destino llevó a su hijo a vengarse poéticamente de quienes pretendieron condenar su linaje al olvido y siempre escribió sobre héroes sometidos a intrigas retorcidas que se vengan de manera fabulosa de sus torturadores pero no de sus hijos, en un gesto de humanismo que no tuvieron con ellos.
Tom Reiss cuenta en El conde negro (Anagrama, 2014) la historia de un hombre extraordinario. Único general que no recibió la Legión de Honor ni la pensión correspondiente, sin el amor de su hijo y la devoción de pequeñas sociedades secretas jamás habríamos conocido al auténtico Edmond Dantés, conde de Montecristo: Alexandre-Thomas Davy de la Pailleterie (1762-1806), que renegaría de tal apellido en favor del materno Dumas, único recuerdo de su madre vendida junto a tres hermanos para que su padre, el granuja Antoine, se pagara la vuelta a Francia y terminase de hundir la hacienda familiar tras varias décadas huido en Jérémie (Saint Domingue, ahora Haití). La suerte del joven galán tostado fue formarse en la Francia de 1790, pionera en libertades para los negros, obra de abogados ilustrados que supieron manejar los intersticios legales. Gracias a esta coyuntura, aquel joven inteligente, refinado y valiente a quien le gustaban las espadas y las damas pudo labrarse una carrera al margen de un padre que murió cuando agotaba sus recursos… y los de su hijo, recién ingresado en el ejército al estallar la Revolución francesa. Fue entonces cuando el “conde negro” se convirtió en el dragón Alex Dumas, que llegó a general a los 31 años y afrontaría con éxito las campañas de los Alpes, Italia y Egipto. Siempre a la cabeza de sus tropas, bajo su mando se redujeron al máximo los abusos y las deserciones. Defensor de los débiles y azote de opresores, sus enemigos le apodaban el “Diablo Negro”. Respetado por su bondad y sentido de la justicia, y temido por su habilidad militar, tuvo un amor de cuento de hadas con Marie Louise Labouret, de Villers-Cotterêts, madre de sus hijos y mejor amiga. Su destino empezó a torcerse cuando Bonaparte atacó Egipto después de bautizar a Dumas el “Horacio Cocles del Tirol” no sin cierta envidia. Una noche en Damanhur los generales Dumas, Kleber y Tallien, y el geólogo Dolomieu, todos muy altos, criticaron el rumbo que tomaba Napoleón. Este reproche llegó al futuro emperador, a quien molestaba que Dumas le tratara de tú a tú, que lo tomaran por el jefe dado su imponente físico y que defendiera con tanto ardor sus ideales republicanos. “Por la gloria y el honor de la patria, daría la vuelta al mundo, pero si se tratara de un capricho suyo, no daría un paso. Estoy entregado a mi nación y compañeros cuyo destino no debe estar sometido a un individuo.” A Napoleón la ideología de Dumas le parecía un instrumento perfecto para hacerse con el poder y llegar a ser César. Para después tenía otros planes. La sincera coherencia de Dumas había terminado por hacerle vulnerable. Napoleón decidió no incluirle en las representaciones pintadas por Girodet de la conquista del Cairo y otras exitosas acciones militares. Tuvo, además, la suerte de que el barco que le llevaba a casa naufragara en Tarento, Nápoles, cayendo en manos del Ejército de la Santa Fe del Cardenal Ruffo y del “Rey Fugillas”, Fernando IV, casado con la hermana de María Antonieta, que detestaban cuanto oliera a francés o judío. Durante dos años los náufragos fueron vejados, robados y, por último, envenenados. Dumas novelista se basó en las memorias de su padre y Dolomieu –el conde y el abate Faria respectivamente– para los padecimientos en el Castillo de If. Mientras los cautivos sobrevivían a las intrigas con la ayuda de los “Amigos de los franceses de Tarento”, Napoleón desfiguraba los mejores logros de la Revolución para apuntalar su régimen. Cuando, tras la insistencia de Marie Louise y la de Murat –que fundaría en Nápoles una corte hedonista en una especie de broma cósmica–, Dumas pudo regresar a Francia, hasta el color de su piel había caído en desgracia. En 1802, año del nacimiento de Dumas novelista, Napoleón creó la Legión de Honor y apuntaló la esclavitud en las colonias mientras abolía en todo su territorio los derechos de las personas de color.
El paraíso al que el honorable general Dumas soñaba regresar se había convertido en una prisión donde moriría a los cuarenta años, como un desecho más del relámpago de progreso aniquilado.
Personajes como él, tan escasos como magníficos, nos iluminan para evitar nuevas injusticias y mantenernos alerta ante los lobos con piel de cordero. O de libertador. ~
Es escritora. Su libro más reciente es Noches de Casablanca. Una historia republicana (Saber y Comunicación, 2011)