El viaje íntimo de León Felipe

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León Felipe

Castillo interior

Edición de Gonzalo Santonja y Javier Expósito

Madrid, Cuadernos de Obra Fundamental, Fundación Banco Santander, 2015, 172 pp.

“La poesía no es más que un sistema luminoso de señales. Hogueras que encendemos aquí abajo, entre tinieblas encontradas, para que alguien nos vea, para que no nos olviden”, escribió Léon Felipe (Tábara 1884-ciudad de México, 1968). Felipe Camino Galicia nació en la provincia de Zamora, se licenció como farmacéutico, se aficionó a la actuación y pasó hambre y felicidad en compañías teatrales. Ahogado en deudas, estuvo tres años en la cárcel. Pronto fue un exiliado estructural, un transterrado. Su hogar estaba “edificado en el viento” y paseaba por el mundo “ejecutando saltos y suertes funambulescas”. El siglo XX abunda en intelectuales dados a aquello de “virtudes públicas, vicios privados”. Son tantos que mejor solo nombrar a quienes, como León Felipe, no se rindieron a la incoherencia y al oportunismo.

Castillo interior es un balcón para asomarse a la obra y vida de un hombre y poeta único. Fruto del trabajo de recopilación y edición de Javier Expósito, director de la colección, y de Gonzalo Santonja, el volumen es una recopilación de papeles inéditos de los fondos del Archivo Histórico Provincial de Zamora, propiedad del Ayuntamiento, y de la Residencia de Estudiantes de Madrid. El resultado: un libro espejo de aquel sabio-niño a quien Octavio Paz escribió: “Eres de los pocos que piensan y saben que la poesía no solo está en el poema sino en el poeta=poema vivo. Y tú ni has entregado a la poesía, ni la has vendido ni la has guardado en casa.” Dividido en “Aposentos” y “Moradas”, Castillo interior crea un itinerario vital a través de cantos, discursos y cartas.

León Felipe se marchó de España en 1920 y solo regresó para apoyar a una Segunda República que casi le liquida tras su poema “La insignia” (1937): “¿Habéis hablado ya todos? / Entonces falto yo solo. / Porque el poeta no ha hablado todavía…” Tuvo que salir hacia Francia para evitar el linchamiento por parte de los radicales. Regresó al cabo de unos meses y, dadas las hostilidades del bando franquista y de la República en descomposición, optó por el exilio final. “¿Por qué decís que en España hay dos bandos? No hay más que polvo…”

Nada mejor que leer, para comprender la visión y los sentimientos del poeta, “El gran ladrón del salmo”, cuando el hombre responde a la pregunta de Jehová: “¿Has pisado tú por las honduras recónditas del abismo?” “No. Pero he entrado en el imperio corrosivo y sin límites de la injusticia.” Las tinieblas están en la mirada y el pensamiento humano y, si la luz es de Dios, “el llanto es nuestro” y solo a través de las lágrimas llegaremos a ver y a liberar la claridad de su carcelero divino. “El llanto no humilla: es lo único que mueve a la humanidad.” Tampoco cree en el castigo. León Felipe es un poeta de amores, no de amoríos, entregado a su esposa Berta y a bellezas fugaces que él hace confesables. Casi muere de pena al enviudar y escribe en “Testamento”: “Todo para el fuego. Nada para el gusano de la tierra.” Pero fue capaz de rehacerse y crear Rocinante (1967), su poemario final, donde se identifica con aquel equino gracias al cual pudo don Quijote luchar contra sus molinos de viento. Elige el símbolo más humilde de la resistencia, la pobre bestia cervantina que soporta la locura humana. Se sabe “parte del grupo de intelectuales españoles del Destierro y el Éxodo” y señala que “pertenece a otros grupos también”. Su boca “no está hecha para soplar la Trompeta de la Victoria”. Quizás porque “cada español sabe crear su comodidad” pero, ni siquiera tras la tragedia, “construir para todos”.

Las “Moradas” del poeta, la segunda parte, son el espacio común entre él y sus amigos. El punto fuerte es la jugosa correspondencia con Juan Larrea. Emociona su carta-cuento a la niña María Luisa Giner de los Ríos y cuando le confiesa al hispanista sefardí José Bernadette (1895-1989) que Cervantes y Whitman son las voces más fecundas de la literatura occidental y que prefiere su cristianismo dionisiaco a la aristocracia nietzschiana que pregonaba Ortega. El repaso a Buñuel no tiene desperdicio: “Para vivir, necesita torturar a mucha gente. Es un bruto sádico aragonés, con un surrealismo trasnochado que suena muy bien con la nueva música de Sartre.” El motivo del enfriamiento: el poema cinematográfico “La manzana”, que Buñuel despreció porque sus “personajes inmortales carecían de suspense” y, en su opinión, “el tomate tenía el mismo valor simbólico e histórico que la manzana”.

Desconfía de los antólogos porque “cualquiera puede hacer su pequeño negocio con la vanidad de los poetas”. Reprende a quienes quisieron encerrarle en el mausoleo de sus Obras completas: “Al libro, con su preciosa encuadernación, le pusisteis una camisa de celuloide más fuerte que una de fuerza, y la metisteis (me metisteis) en una caja de cartón dura […], el perfecto catafalco. Así me quisisteis enterrar pero no estoy muerto. El infierno enseña mucho y, de vuelta, me he puesto a escribir de otra manera. Y a decir cosas que no había dicho antes…”

León Felipe nunca sucumbe a los chismorreos, tiene demasiada autocrítica, una inteligencia bien ramificada. Adentrarse en su universo es regresar a Emerson y Thoreau, aprender a practicar el buen ejemplo, disfrutar con conocimiento. “¿Qué importa que la estrella esté remota y deshecha la rosa? Aún tendremos el brillo y el aroma.” ~

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Es escritora. Su libro más reciente es Noches de Casablanca. Una historia republicana (Saber y Comunicación, 2011)


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