Aunque sea cuadriculada, Turín no es una ciudad fácil: pasear por sus avenidas rectas provoca ideas laberínticas. Fue la retícula perfecta, tan poco italiana, sobre la que jugó su ajedrez la más perfecta monarquía absoluta de Italia, en el XVIII, y donde en el XIX y el XX se establecieron otras familias reales en la sombra: dinastías como los Agnelli ejercen un poder camuflado que se respira y casi se corta con un cuchillo en sus calles.
Turín es elegante, y es opresiva. Altos hornos, grandes bancos, emporios de la aeronáutica, el automóvil y la comida: por aquí Italia se pone seria y quita las ganas de bromear con sus bailes políticos. Aquí es más fácil acordarse de que por detrás de los vodeviles y payasadas de Berlusconi o Andreotti están los famosos poderes fácticos que ni por un momento aflojan las riendas. Más que a la Mafia o al Vaticano, huele a la gran Industria: la burguesía que la rige ha modelado la ciudad a su imagen, y las perspectivas a la francesa, los grandes bulevares ortogonales, las calles de limpieza inmaculada ejercen una especie de violencia en guante de seda que puede resultar angustiosa. Por algo es una ciudad con fama entre nigromantes y brujas.
Cuando la visité, su belleza fría y su barroco institucional me empujaron a refugiarme en la Mole Antonelliana. Un edificio misterioso, desmesurado, sin uso concreto, que recuerda al Palacio de Justicia faraónico que campa inacabado en pleno centro de Bruselas: arquitecturas de pesadilla que son la excrecencia de todo lo reprimido por las ciudades que los rodean. Funcionan como afloramiento palpable de un inconsciente colectivo arrinconado por un entorno que impone coherencia, orden, respeto.
No sabía entonces que muy cerca de la Mole, en la vía Napione, está el estudio de Carol Rama. Lleva viviendo en él toda su vida, y a su manera, como su propia obra (si no es su mayor obra), funciona también como subconsciente físico de la ciudad, foco feroz de resistencia frente al pensamiento cuadriculado que los rodea sin conseguir amoldarlos. Un escondite frente a los poderes escondidos. A sus 96 años, con la salud mental perdida, Rama ya no lo ocupará mucho tiempo. Y nadie sabe lo que pasará después con ese lugar legendario que uno puede ver en los documentales que se proyectan en las salas que el macba dedica ahora a su primera gran retrospectiva.
Rama es hija de esa burguesía turinesa y sabe con quién se las gasta (su padre fue un próspero industrial que se suicidó al llegar la quiebra): transformó la casa heredada, quintaesencia de lo respetable, en una especie de cámara oscura de la ciudad que capta su imagen aparente y la devuelve deformada, quizá para acercarse mejor a la realidad: pintó de negro sus altas paredes, cerró para siempre con cortinas opacas los ventanales, acumuló cientos de objetos que parecen banales pero en los que cuajan historias y significados secretos. Ya solo la puerta de ingreso, de una madera oscura gastada por décadas de roce que la ablandan hasta casi parecer carne, da una idea del tipo de espacio que palpita al otro lado.
Sobre una hermosa cama Liberty, con la frente ceñida por una trenza postiza que le da vuelta a la cabeza, en camiseta de tirantes, recibe a los entrevistadores que la filman y recibió durante décadas a la flor y nata de la intelectualidad turinesa: Pavese, Calvino, Fossati, Sanguinetti. Porque Rama no ha sido una artista desconocida: ha sido más bien una artista secreta. Según cuenta ella misma, Picasso le habría dicho: “Carol, te he conocido demasiado tarde.” Y hay fotos de sus encuentros con Andy Warhol, y objetos y recuerdos de su amistad con Man Ray. Los escritores y los artistas la visitaban, pero callaban después esas visitas: como a un lugar de mala fama, como al salir de un sueño demasiado revelador que se procura olvidar, el nombre y la obra de Rama ha sido hasta hace muy poco una especie de shibboleth intercambiado con precaución por los iniciados.
“Pecar es una de las cosas más bellas que existen”: lo dice en una de sus entrevistas, y lo ha mantenido durante toda su vida, desde que a los veintipocos mostró sus primeras acuarelas en el Turín inmediatamente posterior a Mussolini y cerraron por obscenidad su exposición al día siguiente. Desde luego que era obscena, en el sentido etimológico de “fuera de escena”: las mujeres desnudas de sexos abiertos y lenguas afiladas, rodeadas de múltiples falos, torturadas o acariciadas por tacones punzantes, hormas ortopédicas, correajes, mostraban el lado invisible del día a día de las calles de Turín, con sus damas decentes, sus cafés de bollería fina, sus niñeras y carritos. Como las orgías inefables a las que se entregan enmascaradas las personas respetables de Novela de un sueño (1925) de Schnitzler, Rama se empeña en escarbar, desde su bastión de oscuridad en el centro de la ciudad burguesa, en los traumas y las heridas de su infancia, que son los de cualquier infancia: “Cada uno lleva dentro una enfermedad tropical…”
Se la compara con Louise Bourgeois: mujer indómita, carrera en la sombra, reconocimiento tardío. Como ella, Rama se empeña en reabrir la herida cosida en falso de ese trauma infantil que la burguesía trata de contener y negar. Las pieles que vestía su madre, las llantas de las bicicletas que fabricaba su padre reaparecen en sus obras como mensajes de lo profundo y lo clausurado. Su casa de via Napione, mientras siga abierta, será esa herida palpitante en el corazón de la ciudad comedida y perbene. “Pinto por instinto y por ira y por violencia y por tristeza y por cierto fetichismo y por alegría y melancolía juntas, y por rabia especialmente.” Los dibujos sicalípticos que superpone a las impecables láminas de arquitectura turinesa acaban diciendo sin palabras lo que ella misma escribió de su puño y letra en la dedicatoria de una de sus obras: “Que les den por culo a todos, ciudad de mierda.” ~
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La exposición de Carol Rama se puede ver en el macba hasta el 22 de febrero.