Anne Carson
Decreación
Traducción de Jeannette L. Clariond
Madrid, Vaso Roto, 2014, 368 pp.
Supongamos que sea cierto que la primera frase de un libro tiene que “enganchar”, que se trata de ir directo al meollo, de ser contundente, de aturdir al lector cuanto antes con nuestro talento y no soltarle hasta la última palabra… Pues bien, de ser estos rasgos algo característico de “nuestro tiempo”, costaría considerar a Anne Carson una poeta “contemporánea”, pese a ser una de las más celebradas y reconocidas.
Para que se hagan una idea, el que quizás siga siendo su libro más importante La belleza del marido se presenta como un “ensayo narrativo en 29 tangos”, nada menos. Los poemas vienen, además, precedidos por títulos sinuosos (de hasta cinco líneas) y treinta y una citas de Keats. Y estamos hablando de su libro más sencillo de reconocer de manera inmediata como poemario. El único en el que no se incluyen (pese al título) reflexiones ensayísticas en prosa (ni óperas ni oratorios).
Y no es que Carson sea precisamente una poeta con pocas cosas que decir, al contrario, su poesía ha concitado la admiración de inteligencias tan exigentes y complicadas de poner de acuerdo como las de Northrop Frye, Susan Sontag, George Steiner o Harold Bloom. Se trata más bien de que Carson se ejercita en una poética del pudor, que necesita para desplegar su talento protegerse detrás de pliegues textuales y referenciales. El lector debe aprender a orientarse en este laberinto de juguetonas profilaxis para acceder a los versos, pero por el camino termina acostumbrándose a interpretar el esfuerzo de Carson por situarnos en contextos “extraños” como otro sutil ejercicio poético.
Decreación, su último libro publicado en castellano, está colonizado por estos contextos “extraños”. Pese a que todas y cada una de sus páginas ofrecen poesía al lector, apenas dos o tres de sus trece partes se reconocen como “poemas convencionales” (como la estremecedora sección inicial dedicada al recuerdo de una madre en descomposición), el resto de apartados se anuncian como ensayos, documentales, el comentario a una obra minimalista de Beckett, un oratorio, un guión cinematográfico e incluso el esqueleto de un documental. Una disposición y un riesgo que no solo se explican recurriendo al pudor, sino también porque Anne Carson es una concienzuda artista de vanguardia.
Un inciso obligado: la vanguardia literaria puede dividirse en dos grandes clases (de las que derivan todas las demás). Puede entenderse primero como una serie de dispositivos formales bien calibrados en el pasado a cuya tradición está invitado a unirse el escritor novel: en el primer curso se le entregarán las herramientas y el manual de fabricación, de manera parecida a como operan los escritores de novela negra o romántica. El propósito será satisfacer las expectativas de un aficionado que espera recibir más o menos lo mismo de siempre. Es una vanguardia que no pide innovación y que no se aviene bien a la pretensión de segregar un mundo propio.
La segunda clase de vanguardia se distingue por otros dos rasgos: no sigue una forma precedente que le sirva de modelo, y exige esfuerzo y pensamiento. Es más arriesgada para el autor (puede no funcionar) y más desconcertante para el lector (que nunca ha estado allí antes). Sabemos que nos adentramos en la obra de un autor de este fuste porque en muchos momentos sentimos que nos falta el agarre, que no sabemos bien dónde estamos ni podemos anticipar dónde daremos el siguiente paso ni cómo acabará el asunto, sentimos la emoción de que la obra interesantísima que estamos leyendo puede desmoronarse en un sonoro fracaso.
Carson asume muchos riesgos a beneficio del lector. El caso más notable son sus ensayos (el libro incluye uno memorable sobre el sueño, el sistema más contrastado de “decreación” cotidiana), donde se convocan nombres célebres (Woolf, Safo…) como espectros cargados de sustancia con los que debatir. Pese a que están escritos en prosa, el lector encontrará en ellos la misma originalidad de ideas, las mismas sentencias patéticas y certeras sobre la existencia, la misma disconformidad humorística con las convicciones ajenas que en sus versificaciones. Se trata de una prosa muy reticente al socorrido recurso del lirismo, que se mantiene dentro de la poesía gracias a un pensamiento y un estilo bien tensados. En estas piezas brilla una inteligencia que prefiere seducir antes que avasallar y más interesada en inducir con sus insinuaciones y velos a la relectura que en convencer.
Conviene transmitirle al lector que Decreación tampoco es un agregado de salidas ingeniosas. Carson persigue aquí (de manera más o menos directa, y en ocasiones buena parte del interés está en descubrir la relación de cada nuevo tramo con el tema principal) el mismo asunto: la desaparición de la conciencia (ya sea física, mental, moral o amorosa, y ya sea en el sueño, la enfermedad, la locura del arte o la muerte) en un mundo que no parece especialmente interesado en retenerla. Claro que cualquier intento de abordar de manera directa los temas de Carson supone violentar su pudor, sus guiños y su gusto por esconderse de manera sofisticada, supone ir en contra de lo mejor de su proyecto poético.
El crítico debería renunciar a dar pistas y concentrar sus esfuerzos en invitar al lector para que acepte los retos de una lectura donde es inevitable pasar por fases (a veces prolongadas) de desconcierto, de placer estupefacto y de confusión. Antes de que lleguen las recompensas (y llegarán) podrá consolarse pensando que es la misma sensación de familiar extrañeza por la que transitaron los primeros lectores de Beckett y Woolf (por mencionar a dos autores que cita Carson) antes de que un comando de comentaristas y eruditos escribieran manuales de instrucciones con los que a día de hoy nos adentramos con ciertas garantías en sus selvas. Se trata de emociones preciosas que solo los auténticos (y rarísimos) escritores de vanguardia pueden despertar, y de los que Anne Carson es indiscutible heredera y uno de sus principales representantes vivos. ~