Entre las muchas consecuencias deplorables que ha tenido y sigue teniendo el nacionalismo en Cataluña, no es menor la de haber anestesiado a su literatura, que en las últimas décadas ha abdicado su vocación crítica para plegarse a las estrategias de propaganda y burda manipulación con que los ideólogos del movimiento tratan de domesticar la historia de una sociedad. La cuestión no es en absoluto baladí, pues la catalana es sin duda una de las ramas más vigorosas de la tradición europea. Basta citar a Ramón Llull, Jordi de Sant Jordi o Ausiàs March para hacerse una rápida idea de la complejidad que el catalán acertó a expresar a lo largo de unos siglos decisivos en la cultura occidental, por no adentrarse en la excelencia y la versatilidad que uno puede encontrar en la poesía del siglo XX, donde autores como Carles Riba, J. V. Foix, Joan Vinyoli o Andreu Vidal conforman una corriente de ambición y riesgo superior, en muchos aspectos, a sus coetáneos en castellano.
Otra cosa es la novela, que ha tenido en catalán un desarrollo más traumático y frustrado, hecho de aisladas obsesiones, como la narrativa de Llorenç Villalonga, que se insertó en el modelo francés –Stendhal y Proust, sobre todo– para dar forma a un irreductible mundo mental. Para conocer en profundidad un país no hay mejor prueba que calibrar el estado de su literatura, que es todavía el instrumento de indagación más preciso que poseemos, también el más sensible. En ese sentido, cabe preguntarse por qué después de tantos años de subvención, enseñanza e institucionalización del catalán, los resultados literarios son ostensiblemente tan pobres, en su mayoría meras distracciones folclóricas o, en el mejor de los casos, simples recreaciones epigonales de modelos norteamericanos, sin que nunca haya llegado a aflorar una verdadera novela urbana. Los pocos escritores que han logrado sustraerse a esa seducción de la banalidad y la servidumbre viven el drama de ver cómo su lengua ha sido politizada y usurpada por un grupo de mitómanos que están consiguiendo devastar el espacio de interlocución y debate en que ellos deberían operar.
Gabriel Ferrater, uno de los críticos y poetas catalanes más inteligentes e implacables y precisamente por ello condenado al ostracismo en el canon nacionalista, explicaba la ausencia de una sólida novelística en catalán arguyendo que en Cataluña la burguesía nunca se había atrevido a juzgarse a sí misma y que siempre había dirimido sus cuestiones en oposición a España, distrayendo así la atención de sus propios problemas intestinos. Se trata de un juicio certero, pues en buena parte ilumina la extraordinaria falòrnia –maravillosa palabra catalana, apenas traducible como patraña– en que ha consistido la idea pujolista de nación prometida, destruida este verano por su profeta, convertido de la noche a la mañana en un delincuente.
Resulta paradójico que, precisamente por su mal entendido deseo de emancipación política, Cataluña se haya privado de la ambición de producir lo que podríamos llamar la gran novela catalana, a la manera de lo que, a lo largo del XIX, persiguió Estados Unidos con la búsqueda
–desde entonces obsesiva– de The Great American Novel como definitiva emancipación de la literatura victoriana, algo que lograron autores como Melville o Hawthorne y que, ya en el siglo XX, fue recogido y ampliado por Scott Fitzgerald, Faulkner, Bellow o Philip Roth. Por muy distintos que sean entre sí, todos ellos se distinguen por haber sabido agarrar a su tiempo por el cuello, sin concesiones ni complacencias, con un insobornable sentido crítico. En Cataluña, en cambio (lo que ha ocurrido en la literatura española, sobre todo en lo que se refiere a su relación con el poder, es también lamentable, aunque por causa de unos vicios distintos), el nacionalismo solo ha servido para sobornar a la literatura, cegada ante las maniobras de un político, Jordi Pujol, que, mientras distraía a la masa con sus églogas herderianas, estaba protagonizando por detrás Pastoral catalana, la gran novela que nadie se ha atrevido aún a escribir.
En varias ocasiones, Josep Pla –un escritor tan citado como mal leído, víctima en su recepción crítica de la misma falta de interlocutores que sufrió en vida– declaró que siempre había querido escribir un libro sobre la burguesía catalana y que nunca lo había logrado porque no conocía suficientemente bien a las grandes familias que habían concentrado el poder urbano y empresarial, teniendo que resignarse a hablar del mundo rural. Siempre me ha parecido que ahí Pla estaba reconociendo implícitamente su fracaso en la novela, género que probó y no consiguió dominar, aun a pesar de haber ensayado una prosa idónea para ello, atemperada y dúctil, en absoluto deudora de la lírica, algo excepcional en su tradición. Quizá por eso empezó a abominar de la narrativa y a insistir, con una embarazosa cerrilidad, en la distinción entre realidad e imaginación, epistemológicamente insostenible, por muy necesaria que sea para redactar atestados policiales. De todos modos, en ese fracaso –que tiene que ver también con una falta de modelo, al igual que con la preeminencia algo esterilizante de la poesía– está el germen de la cuestión, pues, entre otras cosas, Pla señalaba, con la avispada lucidez con que siempre supo observar a las gentes del país, que la burguesía catalana era muy distinta de la de otros lugares, muy determinada, decía, por un miedo tremendo a la figura del encargado, de quien temía que se aprovechara y se quedara con el negocio. Lo que a primera vista puede parecer un detalle superfluo es en realidad una apreciación exacta que lo dice todo acerca de la burguesía catalana en general y de Pujol y la novela que ha urdido en particular. Todos los burgueses catalanes fueron alguna vez encargados, por eso les tienen tanto miedo.
De la misma manera que Philip Roth, pongamos por caso, se atrevió a dramatizar en La mancha humana el clima moral que vivió Estados Unidos en el verano de 1998, cuando estalló el escándalo Lewinsky, a través de la pública deshonra de Coleman Silk –un helenista acusado espuriamente de racismo en sus clases y cuya peripecia termina por sacar a la luz la compleja historia social y política del país–, un novelista ambicioso podría situar el inicio de la gran novela catalana en julio de 2014, cuando el Muy Honorable Jordi Pujol confesó haber sido un evasor fiscal durante más de treinta años. La novela tendría que remontarse luego, quizá a partir del punto de vista de un personaje secundario, al ascenso del padre de Pujol, Florenci, un personaje fascinante que empezó como botones en un banco, donde aprendió todas las añagazas del juego bursátil espiando a los clientes a los que abría la puerta, para luego dedicarse, en la Cataluña franquista de los cuarenta, al contrabando de divisas, enriqueciéndose, evadiendo capitales a Suiza y tratando de escalar en los ambientes de la alta burguesía, hasta que su hijo Jordi, muy pronto aburrido de la medicina y la industria farmacéutica y fervorosamente entregado a su vocación de político y redentor de Cataluña, le convence de que deben fundar la Banca Catalana que el país necesita para custodiar el capital de los menestrales como ellos, primera maniobra para desplazar a los tradicionales burgueses del control de la Cataluña prometida.
Cuando a principios de los ochenta Banca Catalana entró en crisis, Jordi Pujol era presidente de la Generalitat y su padre ya no pudo ver cómo su hijo se envolvía en la bandera para defenderse de una querella de la que logró zafarse merced a una extraordinaria operación demagógica, una falòrnia con la que se mantuvo en el poder durante más de veinte años, amparado por una clase política, periodística y empresarial que ahora se rasga hipócritamente las vestiduras como si nunca hubiera sabido nada, lo mismo que el psoe y el pp, que hicieron la vista gorda y consintieron que Pujol se apropiara de Cataluña como de una masía, a cambio de que mantuviera en suspenso las aspiraciones independentistas con ese amoral pragmatismo del encargado que se ha quedado, efectivamente, con el negocio de unos burgueses a los que siempre odió. En ese sentido, la gran novela catalana, con la ambición totalizante de un Roth o un Bellow, acabaría por dramatizar y problematizar toda la corrupción que en España se naturalizó a partir de los años ochenta. Sería una obra colosal. Como editor, sugeriría un epígrafe de Shakespeare, de Julio César, en concreto estas palabras en boca de Antonio: “¡Y ahora, que sigan solos! Destrucción, ya estás en marcha; / toma el curso que prefieras.” ~
(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.