El centenario de Ulises

Cien años después del 'Ulises' de James Joyce, la literatura occidental parece sufrir una crisis de amnesia y desistimiento, como si la revolución artística del modernismo anglosajón no hubiera ocurrido.
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El propio James Joyce dijo en más de una ocasión que había escrito su obra para mantener entretenidos a los especialistas durante trescientos años. Ahora que Ulises, publicado por primera vez en 1922, cumple un siglo, podemos constatar que esa profecía sigue haciéndose realidad, aunque sea de forma residual, en la industria de los estudios académicos, pero al mismo tiempo debemos reconocer que el aura mistérica que ha acompañado a la novela desde su aparición ha terminado por perjudicar su posteridad, convirtiéndola en una obra que todo el mundo conoce y pocos leen. Por otra parte, a nadie se le escapa que en este aniversario de aquel annus mirabilis de la literatura europea, lo que hasta hace poco habíamos llamado”canon occidental” está sufriendo un descrédito que habría sido inimaginable para la generación de Joyce, T. S. Eliot o Ezra Pound. El modernism constituyó un revulsivo estético muy virulento, pero, lejos de impugnar el canon, se preocupó sobre todo por desperezar la tradición, sacudiéndola desde sus cimientos e integrándola en su presente como si conformara un orden simultáneo, por utilizar una expresión memorable de Eliot. En ese sentido, Ulises sigue ofreciendo resistencia contra la domesticación de la literatura y la sumisión a nuevos dogmas.

El viaje de Leopold Bloom y Stephen Dedalus es un tránsito de la oscuridad a la luz que opera en ámbitos muy diversos y sincronizados. Pero, antes que nada, conviene recordar que el Ulises, como lo fue el Quijote, es una gran comedia al filo del abismo. El propio Joyce reconoció en una ocasión a Samuel Beckett que quizá se había equivocado en su empeño por sistematizar la novela con todos esos esquemas explicativos que suelen acompañarla a modo de colofón y que a menudo, más que guiarlo, disuaden al lector. Antes que un mamotreto hermético y vanguardista, Ulises es una obra viva y llena de humor, a ratos desternillante, irreverente, transgresora, excesiva, también en ocasiones pesada e incluso insoportable, pero al final luminosa y afirmativa. Atravesarla sigue siendo una experiencia insustituible y llena de sorpresas para el lector de nuestro tiempo.

¿Para qué, se dicen muchos, esa complejidad formal, tan ostentosa y gratuita? La pregunta nos interroga de un modo especialmente angustioso en nuestra época. Cien años después de aquella revolución artística, la literatura occidental parece sufrir una crisis de amnesia y desistimiento, como si todo aquello nunca hubiera ocurrido. Obras como Ulises, sin embargo, nos recuerdan que la novela, en cuanto género depositario de la narrativa, acusó un día una incapacidad para seguir contando, para dar testimonio de la experiencia del hombre con alegría e ingenuidad. El fenómeno empezó a observarse a finales del siglo XIX. La novela, que había aspirado a desplazar a la épica y a la historia, comenzó a dar muestras de fatiga e incapacidad para abarcar el mundo. Ya Flaubert fue un síntoma de ese agotamiento. Su última obra, Bouvard y Pécuchet (1881), no es sino la dramatización satírica del colapso del conocimiento, el último acto de la ilusión burguesa de dominio. El estilo tardío de Henry James también está afectado por esa parálisis. En sus últimas novelas ya no ocurre nada salvo ese stream of consciousness –la expresión es del propio James– de sus personajes paralizados ante sí mismos y sus decisiones morales. El ensayo y la especulación se estaban apoderando poco a poco de lo que antes había sido el argumento. Para decirlo como Walter Benjamin, la progresiva desaparición del clásico arte de contar historias supone también la extinción de la sabiduría, del lado épico de la verdad. La novela –y sobre todo la novela del siglo XX– iba a postularse a partir de entonces como una épica del conocimiento. Incluso Borges, con sus parábolas ensayísticas, ilustra ese problema.

La crisis de representación literaria que se observa en Ulises se puede comparar con las convulsiones que se manifiestan en otras artes paralelas como la música o la pintura. La reacción contra la melodía y la tonalidad o la desaparición de la perspectiva y la irrupción de lo abstracto son síntomas de que el hombre occidental ya no podía verse a sí mismo según los patrones establecidos durante milenios por la mímesis. El centro de referencia se desplazó o se destruyó, en parte debido al agotamiento religioso y a los avances científicos, transformando para siempre nuestra relación con la muerte, con el horizonte escatológico, y trastocando con ello la escala humana. Si bien Joyce no perteneció a ningún movimiento vanguardista ni siguió en su obra ningún dictado programático, Ulises fue enseguida reconocido como la expresión de un tiempo nuevo. Ezra Pound, que fungió como muñidor del modernism, llegó a decir que la era cristiana había terminado el 31 de octubre de 1921, cuando Joyce escribió las últimas palabras de su novela. Y durante unos años, el mismo Pound remató sus cartas con la leyenda post scriptum Ulixi, es decir, “después de la escritura de Ulises”. La nueva era, sin embargo, sería la del totalitarismo, que Pound, como tantos otros a ambos lados del espectro ideológico, abrazaría con entusiasmo.

¿Por qué Joyce eligió el nombre de Ulises para titular su novela? Durante este siglo, en parte debido a ese gratuito esfuerzo de sistematización al que antes hacíamos referencia, se han estudiado hasta la saciedad las correspondencias entre la jornada de Leopold Bloom y el poema homérico, con resultados tan aparentes como decepcionantes. La referencia a las peripecias de Odiseo es de índole extraformal. En su novela, Joyce se propuso integrar y subvertir el canon, haciendo que resonara con savia nueva. De acuerdo con esa extrema angustia de las influencias, que por primera vez se evidencian de un modo violento, Homero es el artífice de la palabra en el tiempo. En sus poemas se crea el acontecer de la historia y el devenir de la experiencia tal como en Occidente hemos aprendido a imaginarlas. La relación entre hombres y dioses, la guerra, el viaje, el regreso, la búsqueda del padre o el matrimonio son los constantes problemas humanos con los que hemos construido nuestra representación. Dos mil años después, el título de Ulises no podía ser más que irónico. Lo que en la épica fue oralidad y escucha comunitaria ahora era escritura y lectura individual. La relación entre hombres y dioses había quedado truncada con el agotamiento del cristianismo. La rica y dilatada experiencia de Odiseo en su poema lleno de aventuras se redujo a un día cualquiera en la vida de un medio judío cornudo en la ciudad de Dublín y en un año indiferente. Las perspectivas de realización épica –el nacionalismo irlandés– se ahogaban en su propia banalidad. La metáfora homérica, por tanto, solo podía ser negativa.

Y es que, a pesar de los fuegos de artificio, Ulises no es más que una novela. Y, en cuanto tal, asume y explota todas las limitaciones de su género, postulándose también como conclusión de la odisea imaginativa que empezó con Cervantes. No deja de ser elocuente que tanto el Quijote como el Ulises, alfa y omega de una tradición, fueran en su origen un relato breve, una novela ejemplar en el caso de Cervantes y un cuento de Dublineses en el de Joyce. Tanto a uno como a otro autores, sus dos personajes se les emanciparon del argumento, escapando del destino para repetirse a sí mismos hasta el infinito. De la misma manera que el caballero y su escudero son una parodia de una experiencia trágica extinta, Leopold Bloom y Stephen Dedalus aparecen a principios del siglo XX para certificar el agotamiento del drama burgués que venía contando la novela. Cyril Connolly observó que en Ulises los personajes no tienen evolución. Pero es que ese es precisamente el asunto que trata la novela. Las tramas de iniciación, de formación, de desencuentros paternofiliales y de adulterio que habían constituido la cantera de la gran novela moderna están aquí elididas y difuminadas en favor del estudio de unos personajes y su relación con el lenguaje. Joyce parece estar diciendo: “Ya sabemos qué les ha pasado, ahora debemos preguntarnos qué son.”

Joyce pudo permitirse esa transgresión porque antes había ensayado todos los géneros, desde la poesía y el cuento hasta el teatro y la novela de formación. La totalidad de su obra, de hecho, se reduce a una serie de motivos que se repiten y se transforman en estilos distintos hasta llegar al paroxismo de Ulises. Dublineses (1914) sigue siendo una colección ejemplar de estampas sobre la vida de una sociedad. Exiliados (1915) es un buen drama ibseniano sobre el matrimonio. Y Retrato del artista adolescente (1916) es una Bildungsroman en la que, como observó Anthony Burgess, por primera vez lo que se cuenta afecta al estilo. Ulises no será sino la problematización radical de todos los elementos desplegados en estas obras. Stephen Dedalus, el alter ego de Joyce, se encuentra con Leopold Bloom, cuya experiencia sentimental prolonga y complica lo que ya se había estudiado tanto en “Los muertos” como en Exiliados. Y, por supuesto, la experimentación estilística del Retrato se convierte ahí en otro personaje. Es interesante observar cómo Joyce defrauda las expectativas del lector de novela clásica, ya que el primer capítulo presenta a unos personajes cuya historia luego aborta para centrarse en otros aspectos que nunca habían merecido la atención del género.

¿Qué cuenta entonces Ulises? Retrato del artista adolescente se abre con una cita de las Metamorfosis de Ovidio: “Et ignotas animum dimittit in artes” (“Y aplicó su oscura alma a las artes”). La frase se refiere a Dédalo, el artesano que construyó el laberinto en el que quedó encerrado con su hijo Ícaro por orden del rey Minos. Gracias a esas oscuras artes, Dédalo pudo ingeniar las alas de cera con las que padre e hijo escaparon de la prisión. Para Joyce, el mito de Dédalo representa la propiedad del arte para liberarnos de los lazos familiares e históricos. A pesar de toda la negatividad que soportaron, los autores del modernism son los últimos que manifiestan una fe inquebrantable en el poder y la magia de la imaginación artística. En ese sentido fueron herederos del esteticismo de finales del siglo. Y Joyce, como Pound, estuvo toda su vida convencido de que la literatura era una nueva religión. No en vano se sintió hijo tanto del naturalismo como del simbolismo. Por ello, en Ulises, el lenguaje ya no es solo un instrumento, sino también un protagonista más, quizá el principal.

La cuestión del lenguaje atraviesa por supuesto toda la estética de la época. Un año antes de la publicación de Ulises, Wittgenstein había revolucionado la filosofía con el Tractatus logico-philosophicus, iniciando la más seria interrogación que se ha formulado en torno a los límites del lenguaje. Por su parte, Joyce también se preocupó por cartografiar las fronteras del mundo de la palabra, sometiendo a sus personajes a un examen verbal sin precedentes. El lenguaje, en Ulises, nace, se desarrolla y se destruye. ¿Qué queda de verdad en la palabra? Esa es una de las preguntas constantes de la novela, que por ello mismo se enfrenta a los grandes padres de la tradición literaria. No solo Homero, sino también Shakespeare y Dante desempeñan un papel primordial en el combate a muerte que Joyce libra con la herencia recibida. Joyce, Eliot y Pound fueron los primeros en someter a juicio el canon europeo acuñado por los románticos, sintiéndose depositarios de un legado que a la vez cuestionaron con severidad.

Stephen Dedalus es el hijo descastado que huye de la casa paterna para buscar a un padre espiritual que acaba encontrando en Leopold Bloom. Bloom es un hombre vulgar y corriente de casi cuarenta años, agente de publicidad, descendiente de judíos húngaros emigrados aunque convertido al protestantismo. Él y su mujer, Molly, una cantante de ópera bastante conocida en Dublín, tienen una hija de quince años, Milly, que ya no vive con ellos, pues se ha ido a otra ciudad a estudiar fotografía. El matrimonio también tuvo un hijo, Rudy, que murió a los once días de nacer –recuerdo de la muerte de Hamnet, el hijo de Shakespeare que falleció a los once años–, una pérdida que traumatizó a Molly, que por ello no ha querido tener relaciones sexuales con su marido en la última década. Molly, en cambio, tiene una aventura con Blazes Boylan, su mánager. Por su parte, Bloom se limita a mantener una relación epistolar clandestina con una tal Martha Clifford. A pesar de todo, Bloom y su mujer se siguen queriendo mucho, como sabemos por el monólogo final de Molly.

Stephen irrumpe en esas vidas ordinarias en busca de una revelación. Hasta entonces, su vida ha consistido en un perpetuo desacato –“Non serviam” fue el lema de Joyce–, pero poco a poco ha ido comprendiendo que todos sus sueños de redención política, intelectual y religiosa son falsos. Al principio le sorprendemos viviendo con dos compañeros en la torre Martello, apartado de todo, como Telémaco a punto de salir y crear a su padre. Irlanda es una tierra baldía, dominada por un rey inglés y un papa italiano. Incluso su lengua es a la vez propia y extraña. El encuentro con Bloom le va enseñar a Stephen que el verdadero viaje espiritual estriba en abandonar las ilusorias seguridades del ego y la identidad y asumir el desarraigo de la existencia. Dedalus parece seguir la máxima de Hugo de San Víctor, según la cual el hombre para quien su tierra es la más dulce es aún un principiante; aquel que ve todo suelo como el de su país natal ya es más fuerte, pero solo es perfecto quien se atreve a ver el mundo entero como un exilio. En eso consiste en realidad su misión de «forjar en la fragua de su alma la increada conciencia de su raza».

En esa variante de la Telemaquia, Joyce invoca también al espectro de Shakespeare, su ancestro en el manejo virtuoso del inglés. En ese aspecto, Ulises es una poderosa y a la vez satírica meditación sobre Hamlet y el mito de la paternidad. El príncipe de Dinamarca también huye de la rueda de poder y sacrificio a la que parece destinado para intentar alumbrar otra cosa, descubriéndose en el exilio de la edad madura. Todo el ciclo trágico de Shakespeare, sobre todo el que va de Enrique IV a Hamlet y El rey Lear, aborda ese problema, que no se resolverá hasta los romances tardíos. En obras como Cuento de invierno o La tempestad, lo trágico parece encontrar una solución. La muerte intolerable de Cordelia se redime en el feliz reconocimiento de Miranda por parte de Próspero, su padre. La esterilidad de tierra fría y calaveras con que se cierra Hamlet, concretada en la muerte de la inocente Ofelia, se transforma en una luminosa fertilidad representada por personajes femeninos triunfantes y restituidos, ya se llamen Miranda, Perdita o Hermíone. Bloom y Stephen se encuentran en el hospital de la maternidad, donde oyen el trueno que supone un renacimiento interior, el acceso a otra forma de espiritualidad, igual que al final de La tierra baldía de T. S. Eliot, el poema que zanjó el año que había empezado con Ulises.

Joyce, como es bien sabido, fue un escritor de formación católica, educado en los jesuitas, pero su pertenencia a la tradición anglosajona le permitió disfrutar del privilegio, negado en otras lenguas, de trabajar con un instrumento que había sido templado en la traducción de la Biblia y afinado luego por un autor, Shakespeare, que llevó la imaginación del Renacimiento a una concepción del hombre emancipada del cristianismo. Esa influencia, inexcusable para cualquier escritor de su ámbito, fue especialmente problemática para Joyce, quien, al igual que Eliot, osciló entre la devoción a Shakespeare y a Dante, entendido este como poeta canónico de la Europa católica. Joyce, además, en el largo destierro que le llevó a abandonar Irlanda muy joven y a vivir en París, Trieste y Zúrich, adoptó el italiano como lengua casi propia y con ella se comunicaba con sus hijos. Hay en él, como en el caso de Eliot, un desplazamiento hacia la vieja Europa que le permite ampliar la distancia con que los irlandeses, por su propia idiosincrasia, han juzgado tradicionalmente la cultura inglesa.

Bajo la influencia de Dante, Ulises puede leerse como un descenso a los infiernos. De hecho, según admitió él mismo, Joyce quiso organizar su obra según el patrón de la Divina Comedia. Ulises sería el infierno y Finnegans Wake (1939) el purgatorio. El paraíso iba a ser una obra sobre el océano que no llegó a escribir. Pero, de acuerdo con algunos testimonios, Joyce quería que fuera una pieza breve, sencilla y diáfana, el regreso a la claridad después de la larga agonía de la oscuridad y el hermetismo. En su caso, sin embargo, el modelo de Dante le sirve, a diferencia de lo que ocurre con Eliot, para tratar de huir de la ortodoxia católica, en especial de su idea de Dios, que Joyce quiere reformular en términos de inmanencia: God is a shout in the street. Dios no es esa escisión ontológica creada por el monoteísmo, sino un grito en la calle. La huida de la casa del padre y el encuentro con el principio femenino, como le ocurre a Odiseo con Circe o Calipso, supone también una transformación espiritual, un tránsito de la trascendencia a la inmanencia que debía cumplirse en ese Paraíso que no llegó a escribir pero que se intuye en “Anna Livia Plurabelle”, el último capítulo de la Parte I de Finnegans Wake dedicado a esa madre que también es esposa y río. Todo eso ya está prefigurado en el encuentro entre Stephen y Poldy Bloom, que es el hombre corriente, el hombre de la calle con los pies en la tierra que enseña a su hijo adoptivo a ver el mundo con una humildad generativa. Al final, el gran asunto de Ulises es el amor, pero no un amor mayúsculo ni ultraterreno, sino el sentimiento más común y difícil, la caritas, aquello que sobrevive, a pesar del dolor y las infidelidades, en el seno del matrimonio Bloom.

Como vemos, Ulises sigue siendo una obra viva e incitante para el lector del siglo XXI, tan extraviado en tantos aspectos. Leída hoy, la novela sorprende por la cantidad de síntomas que su autor detectó con respecto a las transformaciones que entonces estaba sufriendo la sociedad occidental y que hoy ya son rasgos dominantes de nuestro mundo. Para empezar, Joyce, que tenía un oído para el inglés comparable tan solo al de Shakespeare, se dio cuenta de hasta qué punto el lenguaje estaba agotado y vigilado, exhausto. Hay capítulos enteros escritos con la jerga de las revistas femeninas o de las publicaciones para varones. En el mundo de Ulises, la publicidad, el periodismo y el cliché lo han invadido todo. El flâneur de Baudelaire ya es, como profetizó Benjamin, un hombre anuncio. Joyce demuestra en qué medida el lenguaje público está degradado y explotado, a punto de ser un instrumento de las tiranías, sin duda el precedente de la actual imposición de lo políticamente correcto. La clásica forma de narrar se ha agotado también porque ya no hay un lenguaje apto para ella. La salida solo puede ser la parodia, el sarcasmo, la caricatura, las sucesivas eras estilísticas de la lengua inglesa despidiéndose con una última carcajada. La eclosión final de la palabra interior de Molly Bloom es el único momento en que el lenguaje parece recuperar su pureza. El monólogo de la esposa se convierte así en el despertar tras una pesadilla de muerte, mentira y esterilidad que culmina en una afirmación orgásmica, paradójicamente el final más luminoso de toda la literatura del modernism.

Pero hay más señales aún acerca de las inercias de nuestro tiempo. Joyce se atrevió a llenar el lenguaje y la vida de sus personajes con la entonces casi inexplorada fisiología de los cuerpos. En contraste con la vida mental de Stephen, Bloom encarna toda la experiencia somática, desde la comida y el sexo hasta la defecación y el esputo. Algo parecido haría Thomas Mann en La montaña mágica (1924) y más tarde Céline en todas sus novelas. La actual preeminencia del discurso biológico, que ha terminado con la metafísica, está ya ahí anunciada y expuesta con una crudeza que hoy nos asombra y nos sigue provocando. Lo mismo sucede con las señales de muerte que Joyce disemina a lo largo de la novela de forma ominosa e insistente. Una nueva marea de aniquilación parece estar acercándose en estas páginas, como si Joyce se hiciera eco de la matanza que estaba teniendo lugar en Europa mientras escribía la novela. El entierro de Paddy Dignam, con la visión del matadero de camino al cementerio, funciona en ese sentido como la aparición de una nueva forma de muerte, ya sin redención ni salvación posibles. Lo mismo que la beastly death de la madre de Stephen. El hijo ha convertido la muerte de la madre en una muerte animal al negarse a rezar de rodillas a su lado, como ella le había pedido. Aquel non serviam le convierte al final en un canalla.

A lo largo de este siglo, Ulises ha pasado de ser una obra herética, prohibida y censurada, como lo fue al principio, a consagrarse luego en el canon con una autoridad indiscutible que acabó por desactivar su fiereza hasta convertirla en una ruina de museo inocua e incluso desprestigiada. Joyce ha tenido epígonos insoportables que le han hecho un flaco favor, pero también discípulos inteligentes y hábiles que supieron aprovechar su influencia sin dejarse abrasar por ella, como fue el caso de Samuel Beckett, que llevó el protagonismo del lenguaje a un extremo opuesto, el de Nabokov, para quien Ulises fue siempre su gran modelo, o el de Anthony Burgess, acaso el novelista que más provecho supo sacarle al maestro sin caer en sus trampas. Borges llegó a decir que si hubiera que salvar dos obras de la literatura moderna deberíamos elegir Ulises y Finnegans Wake, como muestra de lo que Virginia Woolf llamó “un glorioso fracaso”.

Convengamos en que hoy, un siglo después de su publicación, la influencia de Ulises es más bien escasa, por no decir nula. La industria académica que se dedicó a oscurecer aún más su sentido ha sido sustituida por la industria de los estudios culturales, algo que tal vez constituya el último estadio de esa edad caótica profetizada por Giambattista Vico en un ciclo que Joyce utilizó para estructurar el Finnegans Wake y que Harold Bloom tomó prestado para componer su particular elegía por el canon occidental. Sin embargo, mientras esperamos el amanecer de una nueva edad democrática, quizá podamos hacer de la necesidad virtud. Despojadas de su autoridad, las obras maestras del modernism se muestran otra vez como lo que fueron al principio, desafiantes e insumisas, dispuestas a transgredir los nuevos límites que nuestra sociedad actual, acaso sin ser consciente de ello, se ha terminado por imponer.

Este texto es el prólogo de la nueva edición de Ulises en Lumen. La traducción –revisada– de la novela es de José María Valverde.

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(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.


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