La labor editorial de Esther Tusquets

A diferencia de otros compañeros de generación como Jorge Herralde o Mario Muchnik, Esther Tusquets nunca se definió como una editora vocacional, a la manera apasionada y heroica que exhibieron tantos profesionales del gremio en el siglo pasado.
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A diferencia de otros compañeros de generación como Jorge Herralde o Mario Muchnik, Esther Tusquets nunca se definió como una editora vocacional, a la manera apasionada y heroica que exhibieron tantos profesionales del gremio en el siglo pasado. Para ella, como contaba a menudo, la edición había sido una casualidad, un regalo del destino que cayó en sus manos cuando, recién egresada de la universidad, su padre, Magín Tusquets, le compró Lumen, entonces un viejo sello religioso y didáctico, a su hermano Juan, un sacerdote franquista que había empezado su labor editorial en Burgos, durante la Guerra Civil, publicando panfletos antisemitas y antimasónicos.

Descartada la carrera docente por la muerte prematura de su maestro, el historiador Jaume Vicens Vives, en 1960, Esther, con apenas veinte años, se vio al frente de un proyecto incierto, con escasas perspectivas de éxito. Su experiencia en el negocio era nula. Y quizá gracias a esa temeridad, ella y su equipo familiar –su padre se ocupaba de la administración y la distribución y su hermano Oscar del diseño– se lanzaron a crear ex nihilo un sello que le daría la vuelta a sus orígenes reaccionarios, convirtiéndose en uno de los más vanguardistas del momento. En los primeros tiempos, Lumen publicó sobre todo libros infantiles –una línea que Esther cuidaría siempre con un gusto exquisito y una ambiciosa vocación pedagógica, pionera en lo que al feminismo se refiere– y una colección de fotografía que ha terminado siendo de culto, Palabra e Imagen, que combinaba un texto inédito de un autor –casi todos voces relevantes de la época, desde Cela hasta Delibes, Juan Benet, Vargas Llosa o Ignacio Aldecoa– con fotografías de los mejores de la época, entre ellos Xavier Miserachs, Ramón Masats, Oriol Maspons o Colita. En términos económicos, la colección fue un desastre.

En aquella época, el mercado editorial de calidad estaba aún dominado por Destino y Seix-Barral, los sellos que habían conseguido renovar el lúgubre panorama cultural de la posguerra. Faltaba aún mucho para que Anagrama y Tusquets nacieran y, sobre todo, para que ocuparan el lugar destacado que les estaba reservado, sobre todo en la democracia. Tras un lustro de supervivencia experimental, sin embargo, Esther se atrevió a inaugurar una línea de narrativa y ensayo contemporáneos que se llamó, bajo la invocación de Antonio Machado, Palabra en el Tiempo. Dirigida por Antonio Vilanova, que había sido profesor de Esther en la universidad, en su primera década la colección se consolidó con una lista excepcional de títulos, obras de Ralph Ellison, James Baldwin, Mary McCarthy, Hannah Arendt, Iris Murdoch, Flannery O’Connor, Samuel Beckett, Joyce, Kafka, Giorgio Bassani. Un total de siete autores obtuvieron el Premio Nobel después de haber sido publicados en Palabra en el Tiempo. La colección aunaba el rescate de los grandes nombres de la primera mitad del siglo XX con la promoción de nuevos escritores, muchos de ellos completamente desconocidos aún en el orbe hispánico. En aquellos años difíciles de censura y represión, Lumen logró posicionarse como uno de los mejores sellos internacionales, aunque todavía con rendimientos económicos modestos.

La rentabilidad solo llegó con la publicación, primero, de las tiras de Mafalda –que Barral había rechazado– y luego con el espectacular éxito de El nombre de la rosa de Umberto Eco, novela publicada en 1980. Eco era autor de la casa desde mediados de los sesenta, cuando también Barral había rechazado la publicación de Apocalípticos e integrados, el ensayo ya clásico de aquel joven semiólogo que permanecería en el catálogo de Lumen hasta el final. La salud económica obtenida gracias a Eco y a Quino, long sellers defensivos, permitió a Esther seguir con su exigente tarea editorial sin preocuparse demasiado por la cuenta de resultados; gracias también, justo es reconocerlo, al empeño y el mecenazgo de su padre.

Después de Palabra en el Tiempo, Esther encargó a José Batlló la creación de El Bardo, la colección de poesía icónica y aún viva, con el diseño inconfundible de Joaquín Monclús. Y a Xavier Roca la dirección de Palabra de Siempre, dedicada a los clásicos grecolatinos, con algunas traducciones magistrales. Femenino Singular, como antes la colección infantil ideada por Adela Turín que se llamó A favor de las niñas, destinada a subvertir tópicos de comportamiento y normas de conducta, se adelantó a su época en la reivindicación de la literatura escrita por mujeres, lo mismo que el premio de novela que tuvo el mismo nombre y que ahora ha recuperado María Fasce, actual directora del sello en el grupo Penguin Random House.

A pesar de los éxitos y del prestigio, Esther nunca se dejó absorber por el mundo editorial. La rutina de cócteles, relaciones públicas y ferias se avenía mal con su carácter, más bien tímido y retraído. En el día a día, se ocupaba sobre todo del riguroso control de las traducciones y, en general, de todos los aspectos artesanales del oficio, pero sentía una enorme pereza a la hora de tener que promocionar los libros. Gracias a un ejercicio de insobornable libertad interior, Esther supo mantener su vida a salvo de su trabajo. Más importante que su catálogo eran para ella sus hijos, Milena y Néstor, su círculo de devotos amigos, en cuyo centro oficiaba con un magnetismo y una exigencia que eran tan generosos como abrasadores, sus sucesivos perros, una especie en la que veía cumplidas las imposibles virtudes humanas, las timbas de póquer hasta el amanecer, los paseos a bordo del Tururut –la última barca de madera que se hizo en Cadaqués– y los baños en Cap de Creus. A menudo se declaraba “una perezosa contrariada”, además de “una vieja dama indigna”, a la vez conservadora e iconoclasta, enamoradiza y descreída, sensual y austera, saturnina y epicúrea. Cumplidos los cuarenta, en 1978, sorprendió a todos con la publicación de una primera novela madura y genuina, El mismo mar de todos los veranos, el principio de un coherente ciclo narrativo que se cierra con Correspondencia privada (2001), un libro espléndido que conserva su voz con una autenticidad inmediata.

Esther solía decir que una editorial es sobre todo un lugar donde pasa gente que sugiere títulos y proyectos. Ella tuvo en ese aspecto la fortuna de contar con un grupo estelar de colaboradores, desde Gabriel Ferrater a José María Valverde, Gil de Biedma o Ana Moix, que hicieron esa conversación particularmente fértil a lo largo de los años. Gracias a ello, el catálogo de Lumen se convirtió en el reflejo de esa conversation piece, que a la vez ha quedado como una idea de la civilización que hoy más que nunca es vinculante y ejemplar. Como recordaba a menudo Hannah Arendt, los romanos fueron los primeros en instituir la idea de cultura como un conjunto orgánico que se renueva y se modifica con cada intervención responsable. Una persona culta era para ellos alguien capaz de elegir compañía, entre las cosas, los hombres y las ideas, tanto en el presente como en el pasado. No se me ocurre mejor definición para Esther, que fue en ese sentido una persona profundamente cultivada, con un alto sentido de la amistad, de la estética y de la responsabilidad que le fue encomendada al frente de Lumen en un momento histórico particularmente complejo. Su labor editorial fue a la postre una manera de elegir compañía, de la misma manera que su exigencia en la amistad era una forma de recordar la trascendencia de una elección que por ello ha pervivido más allá de la muerte, en un diálogo póstumo que sigue siendo una forma de gratitud. ~

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(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.


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