Sirvientes y ornamentos

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Siete enanos y un niño leopardo fueron el regalo que los gobernadores de las colonias portuguesas le ofrecieron a la reina María I. No estaban en Brasil, Mozambique ni Angola cuando los pintó José Conrado Roza, por eso es el paisaje marrón y gris, y no el marco de aves excéntricas, reptiles que ondulan a ras de tierra o caminan por lo bajo con una cresta en el lomo, arbustos suntuosos o raíces sinuosas que son comunes en la pintura de las colonias. En 1788, cuando posaron para el retrato, ya estaban en la corte real, como estuvieron otras “curiosidades humanas” en otros años y otras cortes. Todo esto para disipar las dudas sobre María I, su colección no es una afición insólita ni fue perverso su carácter; varios museos exhiben retratos de otros reyes en compañía de sus perros y enanos favoritos.

El regalo era excepcional y complació a la reina. Entregarle más esclavos habría sido ordinario. Entre los enanos había personajes célebres por sus anomalías. De doña Rosa se decía que era vivaz, que tenía gracia, a diferencia del resto de los miembros de su raza, por eso el pintor se esmeró en sus cejas serenas, en sus ojos mansos, en el gesto delicado de los dedos que sostienen su abanico. Bajo ella y de pie, Siriaco, el único del grupo que no era un enano; padecía de vitiligio y fue el fascinante negro blanco, el negro manchado, el niño leopardo.

Sabemos de cada uno el lugar de nacimiento, los años cumplidos cuando ingresó a la corte, quién lo ofreció a la reina y otros detalles escritos en las inscripciones que están en el borde del saco celeste, repitiendo el patrón del encaje de un sombrero, en el ribete de la falda o en la faja que ajusta el pantalón, en la mitra, en la corona de plumas del único indígena del cuadro. Estas identificaciones funcionan como una variación de las cartelas, elemento de rigor en la pintura colonial que, sostenidas por un querubín o una alegoría de América, decían el nombre del personaje retratado y su rango.

 La composición triangular del cuadro, de acuerdo con David Richards (Masks of Difference: Cultural Representations in Literature, Anthropology and Art, Cambridge University Press, 1995) alude a la organización social, jerárquica, en una palabra. A partir del vestido de seda de doña Rosa y del chaleco bordado con hilo de oro de don Pedro podría pensarse que sus vestimentas dan aviso del estamento al que pertenecen, pero lo cierto es que ninguno adopta la posición con la que eran retratados los nobles, como el giro que los coloca de tres cuartos hacia el espectador. Vestidos de nobles y no parados como nobles, la pintura dice y se desdice. Mientras los retratos de los nobles son minuciosos a la hora de representar la manera de mirar, de fruncir los labios –hasta la curvatura de la nariz–, en este las facciones apenas permiten distinguir un enano del siguiente. Vestidos de nobles, se muestran como lo que son: esclavos, rostros mudos, iguales y negros, sin un pliegue en la frente, una comisura en la sonrisa o una inclinación del rostro que exprese una personalidad específica.

Los valores de esta sociedad se dicen y se contradicen desde el título, Mascarade nuptiale, y el tema de la pintura: no es otro que el matrimonio entre doña Rosa y don Pedro, santificado por Martinho de Mello e Castro, el personaje que viste una mitra, de pie en la cima de la calesa o en la cúspide de la pirámide. Mientras, en el nivel más bajo, Sebastián está por llevarse una flauta a los labios; Siriaco exhibe su piel pinta; doña Ana conserva sus adornos y su atuendo folclóricos y Marcelino de Tapia apunta con una flecha hacia una paloma, la virginidad de doña Rosa. La parodia de la religión, el matrimonio y el rango porque la primera palabra del título es mascarade: no están vestidos, sino disfrazados de nobles.

Si bien las “curiosidades humanas” pertenecieron a los reyes, otros miembros de la sociedad quisieron retratarse con su patrimonio. A mediados del siglo xvii, Jacob Coeman decidió embarcarse rumbo a Batavia (Yakarta), posiblemente porque Ámsterdam estaba saturada de retratistas y, como es sabido, prevalecía Rembrandt. Una vez en Batavia, Coeman retrató a los directores y gobernadores de las colonias holandesas en Asia. El de Pieter Cnoll y su familia es el mejor de ellos. Pieter Cnoll fue director en Batavia de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales que, además de monopolizar el comercio en esa región por más de veinte años, tenía la facultad de fundar colonias, firmar tratados e irse a la guerra. Cnoll y su familia fueron pintados en un patio de su palacete. Los botones de oro del saco de Cnoll, la falda dorada de su esposa, Cornelia van Nijenroode, son tan lujosos como la tela negra de sus trajes, el abanico de una de sus hijas, las perlas de Cornelia y el encaje de Flandes bajo el cuello de Pieter. Al fondo y a la izquierda, la terraza da vista a una bahía, por la que navegan unos barcos, símbolo de la prosperidad de Cnoll. En el extremo opuesto, en el margen de la pintura y en segundo plano, cargando una cesta con mangos, duraznos y plátanos, están un hombre y una mujer, como si estuvieran detrás de una cortina de sombra porque el pintor decidió no ponerle luz a esa esquina. Son los esclavos de Cnoll: a un tiempo, posesiones y decoraciones.

Frans Hals, otro pintor holandés, tomó la misma decisión. En Grupo familiar ante un paisaje, una pareja de burgueses se mira con el buen humor que la fortuna hace fácil. Los acompañan sus hijos, de caras alegres e iluminadas. En segundo plano, casi imperceptible pues el color de su piel se confunde con el del follaje, se entreve un rostro de sombra, un niño africano, otro esclavo que fue sirviente y ornamento.

En 2002, la editorial Turner publicó el libro Ricas y famosas, una serie sobre las hijas de la élite mexicana, tomadas por Daniela Rossell. Como Frans Hals, Jacob Coeman y otros pintores europeos, las fotografías de Rossell son retratos de los miembros distinguidos por sus propiedades y riqueza. Entre columnas dóricas y una barra sostenida por la escultura de un africano en cuclillas en un penthouse con vista a la ciudad que les dio prosperidad, las pinturas de un harén o de Adán y Eva que cubren las paredes de las habitaciones, en las que también hay leopardos, osos y leones disecados, la indignación de la izquierda no se hizo esperar. Al respecto, Carlos Monsiváis escribió para esta revista que el ejército de empleados es un antídoto contra la soledad de los ricos. En cuanto a la técnica, la luz y la composición, este no parece ser el caso.

Bajo un candelabro de más de una treintena de luces, una heredera está recostada en un sillón tapizado con una tela tan dorada como su vestido. Además de los óleos originales y la alfombra persa, otra vez en la esquina de la fotografía y con el rostro oculto, está una de sus empleadas domésticas. Su camisa blanca y sencilla o el color beige de la falda de su uniforme no impiden que sea un elemento decorativo, persona sin expresión y propiedad que expresa la riqueza de otros: a un tiempo, sirviente y ornamento.

En otra fotografía de Rossell, un sirviente que lleva una bandeja, como los esclavos de Cnoll con la cesta de frutas, espera en el extremo derecho de la imagen. Su jefa no lo ve, tampoco los amos veían a sus esclavos. Quizá el más parecido a Mascarade nuptiale sea el retrato de los sirvientes: sentados en una escalinata negra y entre dos colmillos de marfil, son parte de una nueva corte, el staff de la heredera.

Alguien podría estar en desacuerdo, argumentar que el arreglo de las fotografías de Rossell no fue intencional. Diré que en sus mejores momentos la historia no es pasado sino perspectiva, en este caso, la trayectoria de la representación de los subordinados en las imágenes, esa que hasta ahora nos era invisible. ~

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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