Si hablamos del conflicto en Gaza, la interrogante Cui bono? (“¿Quién se beneficia?”) sugiere que esta es la guerra de Hamás. Es la apuesta insensata de una organización que estaba en serios problemas y, hasta ahora, está rindiendo frutos con enorme costo para los gazatíes, aunque dicho costo sea crucial para hacer rendir frutos.
Vista desde lejos –y sospecho que también de cerca, puesto que nunca he visitado Gaza–, Hamás es una organización despiadada que se merece todo lo que le está pasando. Está religiosamente comprometida con la destrucción de Israel pero no con el bienestar de la gente a la que gobierna en Gaza, ya sea de forma religiosa o laica. Ha trabajado mucho y con sorprendente efectividad para construir su arsenal, cavar sus túneles de ataque y sus fortalezas subterráneas, pero no ha construido refugios antiaéreos para los gazatíes comunes y corrientes entre quienes dispara sus misiles y en cuyas casas, escuelas y mezquitas los oculta. Israel sostiene que Hamás utiliza al pueblo de Gaza como “escudos humanos”. En realidad, Hamás no se esconde detrás de ellos; antes bien, los expone con toda la intención al daño, lo que constituye una forma de “ganar” en una guerra asimétrica.
Pero Hamás no es la única organización palestina. Desde hace ya algunos años, Israel ha tenido la opción de trabajar con Al Fatá y la Autoridad Palestina que Al Fatá controla. Israel, de hecho, se ha beneficiado enormemente de la diligencia con que las fuerzas de seguridad de la ap actúan en Cisjordania; y también le gustaría ver ahora, como a Egipto, a esas mismas fuerzas trabajando en Gaza. Sin embargo, Israel no ha hecho nada por fortalecer a la ap y encaminarla a su objetivo: alcanzar la categoría de Estado y su soberanía. El gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu, en cambio, ha hecho hasta lo imposible por socavar a la ap, al expandir los asentamientos cisjordanos, apropiarse de tierras y aguas, y al fracasar en su negociación con los fanáticos y rufianes del movimiento de colonos y sus ataques de “etiqueta de precio”.* Hoy, el conflicto israelí-palestino sería muy diferente si la ap estuviera en vías de constituirse en Estado. Por principio de cuentas, sería difícil para Hamás atribuirse el liderazgo de la “resistencia” contra la ocupación israelí si esta llegase a su final.
Como el actual gobierno israelí –o, mejor dicho, sus miembros más destacados–, Hamás no cree en la existencia de un Estado palestino junto a Israel. Estos dos enemigos acérrimos, en realidad, están ayudándose el uno al otro. Cada misil que Hamás dispara debilita a la izquierda israelí y hace más complicado para los israelíes de a pie llegar a ver una retirada de Cisjordania, pues los misiles lanzados desde ahí podrían volver inhabitable todo Israel. Cada nuevo asentamiento, cada ataque de “etiqueta de precio” en Cisjordania debilita a Al Fatá y a la ap y otorga credibilidad a Hamás, que afirma que la violencia es la única salida.
Hamás quiere la gran Palestina. El gobierno de Netanyahu, aunque no lo admita así, avanza decididamente hacia el gran Israel. Hamás se opone al pequeño Israel y Netanyahu se opone a la pequeña Palestina. Uno querría decir: “¡Mala peste a Capuletos y Montescos!” Pero ahora se encuentran en guerra y es preciso tomar decisiones.
Deberíamos optar por Israel porque se trata de una democracia en la que es posible imaginar la derrota política de los nacionalistas de derecha que ahora están en el poder. Es factible imaginar un gobierno que trabaje a favor de la creación del Estado de Palestina. (Israel ha tenido gobiernos de ese tipo en el pasado, bajo el liderazgo de Isaac Rabín y Ehud Ólmert.) Hoy día, al interior de Israel, se puede criticar la política de bombardeo por parte del gobierno –tal y como yo mismo, de forma un tanto incómoda, lo haré más adelante desde afuera–. La crítica pública a Hamás desde Gaza, incluso en “tiempos de paz”, es un asunto riesgoso, y una victoria para Hamás en esta guerra (cualquier endurecimiento de su mano con respecto a Al Fatá) sentaría las bases para guerras futuras mucho más cruentas, dado que Hamás nunca ha cejado en su absoluta oposición a la existencia de un Estado judío en Medio Oriente.
Pero optar por Israel sobre Hamás resulta difícil para muchas personas debido a la creciente ola de víctimas palestinas, muertos y heridos, en la guerra de Gaza. Israel, se dice, es la potencia militar más poderosa en Medio Oriente. ¿Qué tanto podría temerle a Hamás? ¿Por qué está matando a tanta gente, no solo militantes sino también civiles? Israel, en efecto, es el Goliat de aquella región. Pero los lectores de la Biblia sabrán que no fue Goliat el que ganó el combate, sino David. En una guerra convencional contra Hamás, Israel sería el ganador; no en seis días como en la guerra de 1967, sino en seis horas. La guerra asimétrica, sin embargo, es otra historia. Pese a su ejército altamente tecnologizado (el mejor del mundo), Estados Unidos perdió una guerra asimétrica en Vietnam y pronto podría resultar que perdió otra guerra semejante en territorio afgano. En la última década Israel, con lo que parece ser un ejército de más alta tecnología, fue incapaz de ganar guerras asimétricas en Líbano y Gaza.
La razón tiene mucho que ver con las víctimas civiles. En una guerra asimétrica, las fuerzas de baja tecnología –llámense terroristas, militantes o “insurgentes”, término más neutral que utilizaré en adelante– apuntan a los objetivos más vulnerables: los civiles, y lanzan sus ataques desde la población civil. Las fuerzas de alta tecnología responden en defensa de sus propios civiles o de sus aliados, y terminan por matar un gran número de civiles en el bando enemigo. Entre más civiles maten –esta es una verdad triste, aunque no desconcertante en términos morales–, mejor para los insurgentes. Si se matan civiles en lugares como Vietnam o Afganistán se pierde el apoyo popular local, la batalla por “los corazones y las mentes”. Si se matan civiles en un sitio como Gaza, se pierde la batalla por el apoyo mundial. Las dos pérdidas son diferentes: Estados Unidos fue derrotado en Vietnam, mientras que Israel, en 2006, fue casi obligado a aceptar un cese al fuego en Gaza, y así se le impidió ganar. En realidad, el costo de su victoria habría sido intolerable.
Sin embargo, tampoco puede ser que los insurgentes, al esconderse entre civiles, impidan que el otro bando pelee contra ellos. Debe haber una manera justa, o al menos justificable, de responder a ataques indiscriminados con cohetes. De ahí el “principio de doble efecto” y su regla de proporcionalidad: si se apunta a objetivos militares (lanzacohetes, por ejemplo) y se sabe que el ataque provocará víctimas civiles (daño colateral), se debe estar seguro de que el número de civiles muertos o heridos no esté “en desproporción” respecto al valor del objetivo militar. Sobra decir que este es un cálculo extremadamente subjetivo y rara vez ha puesto un límite a los ataques militares. “Este objetivo es muy valioso”, dicen los generales. “Casi cualquier número de civiles muertos es justificable.” La proporcionalidad tampoco ha brindado una pauta para emitir juicios morales: incluso una cifra bastante menor de muertes civiles, dicen los moralistas, es desproporcionada y constituye un crimen de guerra.
Junto con muchos otros, he abogado a favor de otra regla: que las fuerzas atacantes hagan grandes esfuerzos, incluyendo pedir a sus propios soldados que asuman riesgos, para poder minimizar aquellos que imponen a los civiles en el bando enemigo. ¿Qué tanto riesgo es aceptable? No existe una respuesta precisa a esa pregunta. Pero un cierto riesgo es necesario y, si se toma, pienso que la mayor responsabilidad por las muertes civiles recae en los insurgentes que pelean desde las casas, las escuelas y las calles abarrotadas. Si la comunidad mundial entiende y adjudica la responsabilidad de ese modo, entonces será posible pelear y ganar una guerra asimétrica.
¿Israel está peleando ese tipo de guerra? Advertir a los civiles que abandonen su hogar o su barrio, tal y como las Fuerzas de Defensa de Israel lo han hecho, quizá reduzca las muertes civiles y tal vez implique mayores riesgos para los atacantes –si el ataque es por tierra y no por aire, dado que las fuerzas de defensa también habrán de ser advertidas–. Pero, tal y como Estados Unidos aprendió en Vietnam, no basta con advertir. Las personas no se van, o no todas: atienden a familiares viejos o enfermos; no soportan la idea de abandonar, junto con todo su cúmulo de pertenencias, una casa en la que han vivido durante treinta años; no saben a dónde ir o no existe un lugar seguro para hacerlo. Salvo en el caso de que sean utilizadas para algún propósito militar, las casas donde vive la gente no son blancos legítimos (aun cuando entre los que viven ahí haya oficiales de Hamás). Estos ataques son injustos porque los oficiales viven con sus familias, que no pueden ser denominadas “escudos humanos”.
Siempre es necesario averiguar quién está en una casa, una escuela o un patio antes de comenzar un ataque; eso, a menudo, exigirá a los soldados atacantes tomar riesgos. Sospecho que algunos soldados israelíes lo están haciendo y otros no. En todas las guerras es así; depende, en gran medida, de la inteligencia y la competencia moral de los oficiales subalternos que toman las decisiones más importantes en el campo de batalla. Juzgar estos asuntos desde lejos resulta especialmente difícil. Pero yo recomendaría a cualquiera que esté al pendiente de la pérdida de vidas en Gaza pensar con cuidado quién es el responsable, o el principal responsable, de poner en riesgo a los civiles. En términos de precisión, un ejército de alta tecnología suele ser despiadado y torpe. Pero son los insurgentes los que deciden si la muerte de civiles ayudará a promover su causa. Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para asegurarnos de que no sea así. ~
Traducción de Hernán Bravo Varela.
*Los ataques de “etiqueta de precio” son actos vandálicos perpetrados por israelíes de extrema derecha contra las propiedades privadas, lugares religiosos, cementerios y vehículos de los palestinos.