La tinta en el espejo

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David Huerta

La mancha en el espejo.

Poesía 1972-2011

México, FCE, 2013, 2 tomos, 1100 pp.

Uno sale chorreando tinta de la experiencia de leer la poesía reunida de David Huerta recientemente publicada por el Fondo de Cultura Económica. “Chorrear tinta” es una imagen que le pertenece y que lo describe bien: lo suyo es una desbordada textualidad, pues todo, para sus ojos, para su hipersensibilidad, es escritura, y así, el acto de ser y estar es un acto inevitable de lectura. El testimonio poético de esa sublime fatalidad se llama La mancha en el espejo y consta de 1,100 páginas de apretada, chisporroteante tipografía.

Queda claro que una lectura maratónica de esta clase es solo recomendable para quien desea hacer una revisión más o menos exhaustiva de un corpus poético. En cualquier otro caso, una poesía reunida se ofrece para saber que ahí está, como bibliografía congregada para que podamos absorberla poco a poco, en orden o en desorden, rigurosa o caprichosamente. Además, el caso de David Huerta (ciudad de México, 1949) es especial: uno solo de sus libros e incluso uno solo de sus poemas exige de sus lectores la máxima concentración posible para poder apreciar la capilaridad, el poder alusivo, la intertextualidad y la concentrada imaginería que ofrece. La lectura de estos dos volúmenes, pues, supone una verdadera y profunda inmersión en un mundo poético tan personal que ya es fácilmente identificable: la voz de David Huerta es, desde hace casi cuarenta años, única y central entre los poetas mexicanos contemporáneos.

“Desde hace casi cuarenta años” toma en cuenta el año de publicación del segundo libro de Huerta, Cuaderno de noviembre, de 1976. Un libro lo precede, El jardín de la luz, de 1972, pero ahí el poeta de veintitrés años, aunque dueño ya de una mano segura para ensamblar artefactos literarios (muy bellos varios de ellos), aún acusaba influencias demasiado onerosas como para vencerlas con un sonido propio. Es una poesía delgada y limpia, guilleniana en muchos casos, que probablemente se quiere mantener alejada –con toda deliberación– de la poesía más carnosa y “sucia” de Efraín Huerta. El dato no es menor: a la forja de una voz, propia de todo poeta en ciernes, se debe sumar el esfuerzo por distinguirse de la poesía del padre. Cuatro años después, David Huerta irrumpirá con un estilo totalmente fraguado y personal que ya no lo abandonará.

Es un estilo versicular y minucioso en la descripción de sus particularidades metafísicas, como si procurara radiografiar el hilo de un pensamiento rico en capas y bifurcaciones. Aunque la extensión del verso es una clara continuación de los largos sístoles de José Carlos Becerra, todo un mundo propio es convocado en Cuaderno de noviembre, y si el límite de dicho mundo es, según famosa aseveración de Wittgenstein (lectura importante del poeta), su lenguaje, entonces el autor procurará ensanchar las posibilidades lingüísticas de la poesía para aprehender más mundo. ¿Diríamos que es una poesía filosófica? En apariencia sí, pero el peso de las intuiciones y la posibilidad del extravío, además de la riqueza metafórica y de la renuncia a progresar, deducir o concluir, no parecen ir en el sentido de la filosofía. Es un asedio constante al ser, al inasible ser que piensa y se piensa, pero también al ser que pesa, ostenta un cuerpo y puede constatarlo en un espejo (tema al que volveré). Pero tampoco es una poesía exclusivamente ontológica: una música, un ars combinatoria de sonidos y conceptos, un azar, una plasticidad sintáctica le confieren una carga que a veces está más cerca del oráculo y de la profecía que de cualquier disciplina de pensamiento. Es una poesía que todo lo lee, como decíamos al principio de estas líneas, que ha descifrado a su manera el algoritmo del mundo y sus esencias y que procura verterlos en el molde de nuestro limitado lenguaje. Si el Misterio está encriptado (con mayúscula, pero es el misterio de todos los días), la poesía de David Huerta es uno de los esfuerzos más loables –y en ocasiones titánico– por hacerlo legible. Desde Cuaderno de noviembre y hasta el día de hoy, esa escritura nos ha acompañado como un posible derrotero para llegar más allá, a la otra orilla, al lugar en que no estamos. Ese constante desbrozar en la maleza de lo conocido para llegar más allá, le ha procurado muchos lectores –en gran parte jóvenes– atentos a su búsqueda (la fascinación es parecida a la que ejerce Becerra), ávidos de dimensiones desconocidas dentro del propio mundo. El mejor arte siempre nos da eso.

Son diecinueve los libros que componen estos Poemas, 1972-2011, y el punto más alto y sostenido de esa búsqueda (no muchos lectores diferirán) se llama Incurable, un poema de cuatrocientas páginas publicado en 1987. Sexto libro de Huerta, después de El jardín…, Cuaderno…, Huellas del civilizado (1977), Versión (1978) y El espejo del cuerpo (1980), Incurable supone la acmé o cima de sus poderes creativos. Se trata, vale la pena repetirlo, de un poema de cuatrocientas páginas que hace palidecer a nuestra rica tradición de poemas de largo aliento. Su inicio es conocido: “El mundo es una mancha en el espejo”, tan conocido y representativo que esta reunión de la poesía de Huerta se ha titulado La mancha en el espejo. Asedio pantagruélico al “simulacro” de la propia imagen reflejada en el azogue, Incurable es un ejercicio de honestidad brutal (¿una expiación?), un canto chamánico que aspira a la sanación –a la incurable cura– o una virtuosa parrafada joyceana (y lezamiana: Huerta es uno de los lectores más lúcidos de la prosa y la poesía del cubano) que explora los límites de la sintaxis. Un rito de paso y una ambición de totalidad. Si comunicar lo incomunicable es imposible, con Incurable David Huerta se propuso fracasar mejor que nadie. Puede ser, también, la delirante versión del poeta de la “oración de la serenidad” que se repite el alcohólico cuando finalmente ha reconocido su derrota y su enfermedad (que, como la diabetes, es incurable). No es muy importante discutir si es, o no, una novela en verso, aunque sin duda es un catálogo, como De rerum natura, y una historia, como El paraíso perdido. Es la agudización de un tema que obsesiona a Huerta desde su primer libro: el espejo, la anagnórisis de uno, la identidad. El rastro es claro: ya desde el segundo verso de estos dos volúmenes se habla de “espejos en declive”, y en Cuaderno… se puede leer: “La identidad es una mancha hundida en el frío de las propagaciones…” El poeta ha sido hechizado por los enjambres del yo, pixeles de una misma imagen cuya resolución puede ser nítida o borrosa: “espejo manchado en la invasión del óxido y las distracciones del olvido”, se lee en Versión. Ajuste de cuentas consigo mismo y su pulsión deseante y autodestructiva, el poeta se confiesa en el capítulo siete de este espléndido texto: “Yo solo funcionaba manchándome, a oscuras, en huida…” Y después:

He buscado la continua serenidad, ahogado, agónico

–inclinado para ver ese rostro que me observaba desde el charco y fluía con una espantable quietud hacia mis pies desasistidos.

Como Hans Castorp en el sanatorio, el poeta ha residido una temporada en su propia purga y el resultado de esa autoexploración, cuyo protagonista es también el lenguaje que la expresa, es Incurable, un poema impar en nuestro idioma que funcionó –para bien y para mal– como tábula rasa en la vida y en la obra de su autor. ¿Qué hacer después de haber edificado y ascendido ese Everest personal? Reconocer la llama de la vida, reagruparse y seguir diciendo –o callarse–. Huerta optó por seguir diciendo.

Abundante en comillas y cursivas, en guiños y citas, en pliegues y desdoblamientos, acusando recibo constantemente de su permeabilidad intelectual, de sus lecturas (su Siglo de Oro, su ciencia ficción, sus letras inglesas, su propia tradición y su generosa conversación con sus contemporáneos), la poesía de David Huerta continuó y continúa su deslumbrante investigación después de Incurable. No obstante, el referente, como todo parteaguas, es inevitable. No faltan los lectores que afirman que los libros posteriores a Incurable son las esquirlas de aquel Big Bang. Esto es falso: los libros posteriores (y en particular Historia, 1990; La música de lo que pasa, 1997; El azul en la flama, 2002; Hacia la superficie, 2002; La calle blanca, 2006) son entidades en sí mismas, proyectos redondos y logrados que funcionan sin deudas con el hito de 1987. Lo que sí hay que decir es que Cuaderno de noviembre, Versión e Incurable representan una época en la poesía de Huerta atizada por la insaciabilidad y el angst, por un demonio que se desvanecerá casi del todo en épocas posteriores. El abismo del deseo y el deseo del abismo se transfigurarán en amor, en cultura y en una hiperconsciencia crítica al interior del poema: Huerta siempre lee por encima del hombro del Huerta que escribe, riza el rizo, escribe que escribe y procura traer al primer plano lo que suele ser el simple horizonte de la prosodia. Es un retórico, pues, pero en el sentido de Gorgias, que creía en el poder y la soberanía de la Palabra. Además, para el regocijo de sus lectores fetichistas, le brinda al lenguaje trato de cosa. Acaso Huerta padezca y goce de logoscopía:

Una sensibilidad poética radical

(enfermedad, magia, primitivismo)

nos dejaría contemplar

los puros cristales del lenguaje

suspendidos en el envolvente

ámbito logosférico.

No es difícil constatar que Huerta posee una sensibilidad poética radical. De manera parecida a Kien, el protagonista de Auto de fe cuya patria es una biblioteca, Huerta vive instalado y alucinando en el ámbito de la logósfera, como un sherpa en las regiones de la inteligencia. Su poesía orienta en las coordenadas de la logósfera y señala un camino: en ese sentido se ha convertido en un guía y un maestro de generaciones de lectores y poetas.

Publicados en diversas editoriales, algunas ya de difícil acceso, los diecinueve libros de Huerta aparecidos hasta el 2011 se reúnen por primera vez en una caja que ampara cientos y cientos de páginas de poesía escrita a lo largo de cuatro décadas. Su gravidez es una larga historia. La noticia no es menor y no debe pasar inadvertida, por más que la crítica de poesía se debata entre la inopia y la flacidez. Esta edición queda como el testimonio de un veterano que ha librado importantes batallas en el terreno no inofensivo de la poesía, que ha ejercido una influencia, que ha modificado una tradición de la que forma parte, que se ha interrogado a sí mismo sin clemencia y que se ha renovado una y otra vez. La trayectoria ha sido ejemplar y continúa. Es de tinta la mancha en el espejo y aquí está, a la espera de su desciframiento. ~

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