Hoja de ruta

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Julián Herbert

Álbum Iscariote

México, Era / Conaculta, 2013, 160 pp.

Aunque complejo en su composición y en su variedad de claves, Álbum Iscariote es transparente desde su título: es un libro traidor. Es un álbum porque en él caben textos, fotos, citas, recortes, noticias, máximas, piezas de música y básicamente todo lo que soporte el papel. Y, como el Iscariote, traiciona nuestra confianza y se empeña en decepcionarnos al trazar y explorar rutas inéditas para romper con la tradición y, así, continuar con ella.

Probablemente sea Julián Herbert el escritor mejor dotado entre nosotros para ofrecernos, más que un libro de creación a la vieja usanza, una hoja de ruta: como poeta y como narrador, siempre ha sido un crítico, un lector de los demás y de sí mismo en un contexto determinado, reacio a la gratuidad, por un lado, y a la inmovilidad, por el otro. No basta, para él, que un libro sea bueno, tiene que ser además oportuno, propositivo y arriesgado. ¿Cómo vamos a evolucionar si no asumimos riesgos ni estamos dispuestos a equivocarnos? Pero no cualquiera puede rubricar una búsqueda así: algunos estamos limitados a una buena factura, a la composición de artefactos literarios más o menos cumplidos. El camino que recorremos ha sido desbrozado por otros: Herbert es uno de ellos.

Un álbum es un híbrido, y si algo caracteriza a nuestros días es la mixtura. La poesía no habita en un compartimento estanco, y menos hoy, en este presente urgente y adiposo en que la cruza y la fusión nos caracterizan y no pueden ignorarse. Herbert no solo sabe esto, sino que ha concentrado sus recursos para evidenciar, traicionando a los santones de la lírica, que una opción poderosa de movilidad para la poesía es la contaminación y la mezcla. DJ Herbert.

Y lo que hace, en primera instancia, es jugar, pues su experimentación es adánica y traviesa: renombra, quita y pone etiquetas, transgrede, construye monstruos efímeros y revela una muy saludable adicción al shuffle. Su traición es contra la certidumbre, y ese aironazo que despeina le viene muy bien a un ejercicio mexicano de la poesía que, en tantos casos, cuando no es meramente correcto es meramente ocurrente. Chorreando información, el poeta lee y reinterpreta, se entrega al remake extremo y perfora un respiradero en el monolito del canon. En ese sentido, me parece que este es un libro mucho más útil que bueno, que sus textos aislados valen menos que la totalidad de la exploración. En última instancia es una propuesta que invita a escribir, a continuar explorando y no nada más a aplaudir –ni a imitar.

Si hemos aprendido que entre todo hay correspondencias, lo natural para el poeta crítico será enfatizarlas y exprimirlas, hasta que chillen y se expresen con un sonido y un sentido nuevos. De ahí que su lenguaje sea ya, inevitablemente, un slang, una esponja que absorbe y suelta: la cultura culta y la popular, el pop, la televisión y el cine, la publicidad, los lenguajes de programación, la música (Álbum Iscariote es un libro con soundtrack) y la sintaxis comprimida de los smartphones configuran un habla (un esperanto) que no nos sorprende porque la usamos todos los días y funciona. Herbert ha trasladado esa Babel a un libro de poemas sin despeñarse en el galimatías: dice, sostiene una secuencia a todo lo largo del libro y desarrolla el discurso de la hibridación hasta sus últimas consecuencias. Las últimas consecuencias desembocan, en este caso particular, en la reinterpretación de un relato pictográfico de origen náhuatl –el Códice Boturini­– en clave (rabiosa) de presente o, para decirlo en sus propias palabras, en la reforestación de los símbolos: la conciencia de que todo, de alguna forma, es códice. La búsqueda de Aztlán o la eterna migración, la pulsión de la violencia, la servidumbre humana y el poder, la fiesta y el ritual, la máscara y la transparencia: los símbolos siempre han estado ahí, aquí, para ser vistos con ojos viejos o con ojos nuevos.

Si la tradición fuera un jardín japonés (como el de Tablada), tal vez Herbert quiere que la nueva poesía sea como la horda de caballos de los zapatistas que, al destruirlo, lo reordenan. O tal vez proponga que la tradición es como la música de una canción que nos toca reinterpretar en karaoke. Nada de esto es una simple boutade: el cuello del cisne blanco del revolucionario Darío sigue y seguirá interrogándonos en busca de nuevas respuestas que a su vez generen nuevas preguntas. Herbert ha ensayado incansablemente sobre el estado de salud de la poesía contemporánea y su nuevo libro es tanto un diagnóstico como una droga para levantarla. Si tiende a lo “gorila”, como él dice, tal vez sea porque las formas agraciadas han dado de sí como vehículo de comunicación ágil y novedosa. El poema central, “Autorretrato a los 41”, da cuenta con claridad, humor y falso autoescarnio de la movilidad de la expresión y sus herramientas en manos de los jóvenes: “…Soy un viejo / despotricando contra chicos que escanden su slam poetry / con nostalgia (prestada) por Amiri Baraka / y The Nuyorican Café”.

Se asume un lugar, se toma un partido y se apuesta todo. ¿Esto le da igual a la poesía? No si la apuesta se gana, sí si la apuesta se pierde, pues ella, la poesía, siempre va a estar ahí como un terreno fértil para ser reforestado. Y sí, sabemos que después de todos nuestros esfuerzos “queda (pero dónde) lo que no se compara: la metáfora de sí”. ¿Tanto hurgar para llegar a un cul-de-sac? Pero qué tontería dejar de esforzarnos solo porque sabemos que vamos a fracasar, ¿o no? ~

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